Conjuros viajeros

Conjuros viajeros
Conjuros viajeros Foto: Imagen: Especial

Al iniciar este texto me doy cuenta de lo difícil que me resulta elegir la peor de mis experiencias durante algún viaje. ¿De dónde me viene esta patología de olvidar lo catastrófico personal, incluso en las peores situaciones? Después de más de trescientas aventuras intensas en lugares medianamente remotos o muy lejanos, necesariamente hay varias muy malas. Pero nunca me he arrepentido de haber salido de mi casa. ¿Por qué?

Me doy cuenta de que ni el día en que un guardia aduanal de San Francisco me apuntó con su pistola durante la revisión de pasaportes; ni el plan de sedición y secuestro de Magui por un jeque incluyendo deshacerse de mí, durante nuestro primer viaje al Sahara; ni el engaño de hoteleros sin hoteles en lo más recóndito y aislado de la inmensa estepa africana del Masai Mara; ni la sucesión interminable de catástrofes durante nuestro primer viaje a la India, atrapados por un poeta y político populista y su corte que, sin saberlo ni quererlo, nos ayudó a entender esa característica esencial del Mahabharata en la que un héroe va a salvar al mundo y lo deja peor y llega otro y se vuelve peor y así hasta el infinito; ni los varios accidentes físicos y las muchas enfermedades y los robos. Nada de todo esto indeseable ha hecho desaparecer en mí los placeres del viaje.

Es evidente que le doy más peso en mi memoria al final de finales venturosos: seguir vivo. Tal vez, además, he desarrollado un mecanismo inconsciente parecido al que, de forma delirante, en el entresueño, me hace transformar ronquidos de la persona amada en oleajes. Y todo lo negativo se me vuelve algo habitable. Como lo cuento en el capítulo “Conjuros”, de mi libro de despertares con la amada, Luz del colibrí. Trataré entonces de entender en qué situaciones viajeras he logrado con más frecuencia inmunizarme y volver agradable lo desagradable. Me viene a la memoria un montón de maletas perdidas. Las innumerables ocasiones en que me han extraviado definitivamente o robado todo lo que llevaba.

Recuerdo una extraña lección de ligereza cuando me he quedado sin maletas. Una dimensión del viaje cambia, se vuelve necesariamente más austera y simple, más sensible a las mínimas pequeñas necesidades de limpieza. A la solución de lo inmediato. Además, obliga a tener conciencia del estado de ánimo con el que se enfrentan las causas de la desaparición de las cosas. Si el viajero tiene suerte y entereza, si no se deja controlar por las nubes negras sobre su cabeza ni la situación le despierta sus demonios más profundos y obscuros, pasará de sentirse muy apesadumbrado porque ha perdido todo lo necesario, a sentir con cierto alivio que había empacado mucho más de lo que de verdad necesitaba. Ahí comienza otra actitud en la vida.

La rabia contenida o expresada contra los responsables de la pérdida es inútil. Incluso cuando de algo sirve para recuperar eventualmente lo perdido, en la intimidad hay que dejarla evaporarse sin que deje huella. Lo perdido, cargado de rabia se vuelve doblemente perdido. Ya se sabe que, si uno cambia de aviones dos veces, entre menos tiempo haya en la escala más aumenta la probabilidad de que la maleta se quede rezagada. Después del derribo de las torres gemelas, con el chequeo intensivo de seguridad vino un esfuerzo grande porque ninguna maleta viajara en un avión sin su dueño. Eso se ha ido olvidando y con la mano en la cintura dejan de subir al avión una maleta. La alta rentabilidad de la línea está siempre muy por encima de la comodidad del pasajero. El esfuerzo que todavía hacen algunos por entregar a domicilio la maleta cuando llega con retraso pronto también va desapareciendo. Es el camino que la normalidad aérea va tomando. Uno se vuelve un micro detalle de una estadística monstruosa que consideran natural el extravío o el retraso. En la revista de una línea aérea alemana presumían de haber alcanzado “el récord de haber perdido tan sólo veinte mil maletas” ese año. Cada vez más encaminadas a la humillación del pasajero como normalidad, las líneas aéreas van dejando incluso de dar el rutinario estuche de limpieza a quienes dejan sin nada en tierra o dar una cierta cantidad reembolsable para comprar lo mínimo. Ya no les interesa nada lo que tú necesites. Pero dejemos de lado el mal cálculo de los trasbordos, las negligencias o, en el extremo, deshonestidades de quienes manipulan maletas. Cuando el desposeimiento es irremediable, en el viajero comienza a hervir un reto en las venas. Reto práctico, sí, pero sobre todo anímico. No dejar que la humillación del avión estrecho siga en tierra.

Pensar que el momento de hacer las maletas es todo un ritual de lo indispensable. Para que de pronto, al perderse se encuentre uno tan sólo con lo que lleva puesto. Claro que siempre hay quienes consideran indispensable llevar en su viaje hasta la plancha. Minimalista o sobrecargado, el viajero de cualquier modo empaca lo que cree sinceramente que necesitará en toda ocasión. Hay quien considera lógico, por no conocer el clima al que viaja o por no conocer la situación que vivirá, llevar en su equipaje varias elecciones posibles de ropa para decidir allá. O simplemente empaca pocas prendas prácticas adaptables a ocasiones distintas. Pero del hippie al ostentoso, para todo viajero perder la maleta es una catástrofe. ¿Cómo dar el giro anímico y comenzar a sentir que tener nada es otra manera de tenerlo absolutamente todo?

Me doy cuenta de que, por un extraño giro de la memoria utilitaria, me dejo invadir por la sensación de felicidad absoluta que tuve en aquel lejano viaje hippie, de aventón y ligerísimo de equipaje, antes de mis veinte años, a la entonces deshabitada playa nudista de Zipolite, Oaxaca. La sensación del sol en todo el cuerpo desnudo y el profundo olor a mar del sexo de aquella canadiense que amé en la playa. Estar de pronto sin nada por una circunstancia incontrolable puede ser una maravillosa lección de ligereza, claro, si uno encuentra, por azar o voluntad, la clave afectiva para vivirla así. Una de esas patologías que ayudan a vivir.

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