Ingresar a Estados Unidos en avión es distinto a hacerlo en carro. Que a su vez es diferente a realizarlo a pie. Pero la forma más ruda es en autobús. Y una noche lo constaté.
Existe una ansiedad especial, que se parece mucho a la angustia anticipatoria, cuando se acerca la fecha para el concierto del cual compraste el boleto hace varios meses. Es una ansiedad que hasta se disfruta. Pero de imprevisto ocurre un suceso que pone en peligro tu cita con la música y es entonces cuando entras en modo supervivencia.
Joe Bonamassa se presentaba en el Moody Theater en Austin, Texas. Dos días antes de la fecha dorada Electrolitdeguayaba nos avisó que no haría el viaje. Dos días antes, gada madre. ¿A poco no es una chingadera mayúscula? La razón: su vieja le había puesto un ultimátum. O la acompañaba a un bautismo o lo mandaba a la burger king. El cabrón nos traicionó a sus amigos y todo para que al final de todas formas terminara tronando. Pero esa es otra historia. Esta es una en la que Pipo y yo nos quedamos tirados a cuarenta y ocho horas de salir a carretera.
Qué hacemos, nos preguntamos. ¿Manejar entre los dos las doce horas hasta Austin? Imposible, los dos teníamos la visa vencida. Algo que no nos importaba porque Electrolitdeguayaba era el chofer designado. De haberlo sabido. Consultamos los vuelos y salían en un huevo de la cara. La única vía, si no queríamos perdernos del concierto, y no queríamos, era subirnos a un méndigo autobús.
Sólo había dos líneas que ofrecían corridas a Austin. Nos decidimos por la de nombre más fancy: Limousines de México. Salimos a las seis de la tarde de Towers exaltadísimos porque se nos cumpliría el sueño de ver en vivo a nuestro héroe Joe Bonamassa. Y cuando uno va camino a cumplir sus sueños le vale máuser si es en chalupa, trajinera o alfombra mágica. El asunto es que loque asemejaba un trayecto tranquilo se torció hasta lo infrahumano.
La pesadilla comenzó aproximadamente a las once de la noche. Había anochecido y atravesábamos Nuevo León. Una de las ventanas del bus no tenía cristal. Y el aire montañés se colaba con furia cortante. Por supuesto que llevábamos chamarras, pero prácticamente viajábamos a la intemperie. A aquella velocidad con las bajas temperaturas comenzó a ser una patada en los huevos. De por sí el camión era una tortura, parecía uno de esos transportes en los que trasladan a los reos de un penal a otro: asientos cuyos cojines estaban tan desgastados que prácticamente nuestras nalgas besaban el frío metal.
Conforme avanzaban los kilómetros no hacía otra cosa que mentársela a Electrolitdeguayaba en silencio. No podía quejarme porque acuérdense que soy punk. Y tampoco era la primera vez que le daba el golpe al frío del desierto en la madrugada.
Pero el verdadero suplicio se presentó cuando llegamos a la frontera.
Putos gringos cabrones, nos trataron peor que a criminales. Nos hicieron bajar del bus con todo y maleta. Cuarenta personas somnolientas, cagándose de frío en la franja de Tamaulipas mirándonos unos a otros como si fuéramos parte de un experimento o clientela de un campo de exterminio. Aquello era pan de todos los días para mucha gente que se dedica al comercio informal de fayuquita. Doñas y dones que hacen lo mismo una vez a la semana para vender vitaminas, perfumes y chocolates gabachos de este lado para ganarse la vida.
Hicimos una fila para tramitar el permiso. Sacarlo de día es una chulada. Se gestiona en una oficina con aire acondicionado. Pero de noche es otra cosa. Es literalmente un gallinero laberíntico el que hay que atravesar hasta alcanzar una ventanilla. Mientras avanzaba por el alambre de corral, no dejaba de mentarle su madre a Electrolitdeguayaba. De no ser por ese puto bautismo no estaría viviendo aquella humillación. Díganme si no querré a Bonamassa pa aguantarme tanta diplomacia.
Después nos hicieron regresar por las maletas y pasarlas por el escáner. Lo irónico, que la mayoría estaban vacías. El objetivo era llenarlas con mercancía. Pero la paranoia gringa indicaba que alguna podría llevar en sus entrañas algunos kilos de yerba o de coca. Ay, ternuritas. Como si no supiéramos que mientras basculeaban a la pobre raza que iba a dejar sus dólares en los outlets kilos y kilos de droga estarían cruzando la frontera sin miramientos.
Al agente aduanal le sobraba que nos hubiéramos gastado veinte mil varos en los boletos, para ellos todos éramos sospechosos de una felonía. Porque lo entendí en ese momento, no existe nada más indecente y de ínfima categoría que cruzar la madrugada de noche en bus. Indignos seres humanos, cómo nos atrevíamos. Y ya que los hacíamos trabajar de noche éramos merecedores de toda su prepotencia.
Después de todo el jelengue, nos permitieron continuar el viaje. Volvimos a subir las maletas a la limosina. Habían transcurrido más de dos horas. Gracias, tío Sam.
Nunca he entendido cómo existe gente cuyos deseos de defecar siempre son de los más inoportunos. Tuvimos que esperar media hora más, con todos los pasajeros montados en el bus, a que un señor terminara de hacer del douglas en esa móndriga garita de cruce. Pero era oficial, ya estábamos del lado gringo.
El resto del recorrido el frío caló más duro. La caricia de las tierras texanas, ese clima que ha matado a mucho paisa que se lanza de mojado. En algún momento me quedé dormido. Soñando con Joe. Cuando desperté eran las ocho de la mañana en Austin. Perfecto, me dije. Buena hora para irse a formar a Franklin, la barbecue más famosa de la ciudad. La estación a donde llegó el bus era más rústica que la de Parras de la Fuente. Parecía una vieja oficina como esa que aparece en las novelas de Ray Pollock.
Tomamos un taxi amarillo hasta Franklins y oh surprise, la fila para desayunar brisque y costillas daba la vuelta a la manzana. Los texanos en chort y chanclas, armados con yeleras y chela en mano montaban guardia. Ni de pedo me quedaría a esperar hora y media para darme el gusto. Así que me fui a mi hotel mugriento a dejar mis bártulos.
En Austin me olvidé del maltrato recibido en la frontera. La cerveza de barril, la música y la vida nocturna me borraron el caset. Pero lo peor fue que en ningún momento se me ocurrió pensar en el regreso. En buscarme un vuelo de madrugada barato a Monterrey. Hasta el momento en que nos tocó regresar a Pipo y a mí.
Ni pedo, tuvimos que regresar en bus. Y volvimos a pasar por lo mismo. Momento, pero si estamos regresando a México, me dije. Ni madres, era hora de contabilizar la cantidad de artículos que traía cada pasajero para cobrarle impuestos en caso de sobrepasar el límite permitido de fayuca.
Bienvenidos, paisanos.


