No he tenido uno, sino varios. La expresión malviajar o tener un mal viaje hoy en día se refiere a “los trastornos psicóticos inducidos por alucinógenos que cursan con una gran angustia, porque hay una sensación de pérdida de control”. Pero hay otro tipo de viajes que se tuercen y su recuento no es meramente metafórico. A veces por razones inescrutables del destino las cosas no salen como planeábamos y somos incapaces de controlar los acontecimientos.
Uno de estos viajes que pintaban ser divertidos y emocionantes comenzó durante unas vacaciones en Chipre, donde embarcamos en un crucero que nos transportaría por el mar mediterráneo a El Cairo, en donde estaríamos un día dedicado visitar las pirámides de Giza, a las cuales no habíamos visto en un viaje anterior a Egipto que nos había llevado por el Nilo desde Luxor hasta Asuán. Como ya sabíamos que la comida no era salubre y provocaba diarreas imparables y que los vendedores de souvenirs atacaban como tábanos sin misericordia en cualquier idioma que habláramos, nos pareció perfecto el plan de ir directo a las pirámides y regresar, sólo que no contábamos con la maldición del océano. Con razón Odiseo tuvo sus contratiempos.
El Mediterráneo no es una simple laguna que divide Europa de África, sino un mar portentoso y lo descubrí de mala manera. Al poco rato de estar navegando comencé a experimentar una náusea que subía por mi garganta y obnubilaba todos mis sentidos y mi pensamiento. Nunca antes me había mareado en un paseo en lancha o en bote pequeño, pero el malestar de mar abierto se encuentra a otro nivel, no para aficionados. Nos sentamos a la mesa ante un delicioso buffet con carnes frías, salmón ahumado y langosta, huevos duros, ensaladas con espárragos y postres que, en otro momento, me hubieran hecho agua la boca. Miraba los platillos y sólo pensaba en vomitar. A pesar de las advertencias de la tripulación y del capitán de que esto nos podía suceder a algunos de los pasajeros y que podíamos pasar a que nos proporcionaran medicina adecuada para el caso, yo preferí encerrarme en el camarote acostada boca abajo —no me pregunten por qué— donde permanecí mirando de reojo el agitado mar por un portillo, porque literalmente sentía que era la única posición que me otorgaba alivio. La vertical acrecentaba mi malestar y no podía estar de pie. Mi marido y mis hijas gozaban de las amenidades del barco, incluyendo una comida deliciosa. Me contaban emocionados que había tiendas de regalos, un cine, un casino, una piscina y no sé cuántas cosas más. Iban y venían como si nada mientras que yo no me levanté durante la travesía.
No puedo describir lo mal que me sentía entre la náusea y un malestar generalizado que me tenía postrada. No pregunten por qué no fui por una pastilla para el mal de mar.
Por fin nos anunciaron por altavoz la llegada al canal de Suez donde atracó el barco y nos subimos con muchos ánimos a un autobús que nos llevó a la meseta en la que se encuentra la única de las siete maravillas del mundo antiguo que aún existe.
La guía nos advirtió que nos fijáramos en el número del autobús para el regreso porque podíamos confundirnos. En un rato estábamos frente a las pirámides, que de verdad son todo un espectáculo. La sensación es de admiración y respeto porque se sienten vivas, como si un ser muy viejo y sabio nos observara, pero entonces comenzaron los peros. La fila para entrar a la pirámide de Keops era infinita y la puerta tan pequeña que temí me diera un ataque de claustrofobia. Total, para cuando entráramos habrían pasado horas y no teníamos mucho tiempo. Decidimos admirarla sólo desde fuera. En los documentales todo se ve tan limpio y vacío. En la realidad la cantidad de turistas es bestial. A pesar de que el lugar es extenso, parecía una colonia de hormigas pululando por todos lados. El barullo de las voces y los gritos era como un eco ensordecedor. Mientras, hicimos fila para que nos tomaran una foto frente a la pirámide. Luego me dieron ganas de ir al baño, que según me indicaron estaba bastante lejos y también había cola, así que tardé en volver.
Ya no recuerdo dónde quedé de verme con mi marido e hijas, pero al salir del baño, vi que la Esfinge, sí, esa mole majestuosa que vemos en las fotografías estaba cerca y no resistí el llamado. Me acerqué y me sentí fascinada, y perdí la noción del tiempo. La toqué para sentir las vibraciones, imaginé vidas pasadas. Fue el momento mágico del viaje, pero cuando me di cuenta estaban cerrando el lugar. Corrí angustiada para encontrarme con mi familia y no había nadie. Me sentí perdida y una angustia terrible me cercó. ¿Y si no los encontraba? ¿A quién podría pedir ayuda? No se veía nadie a quién preguntar. Me dirigieron hacia el área donde se estacionaban los autobuses de turistas y mi sorpresa fue ver que eran miles. Caminaba con el corazón en la mano, pensando que ellos deberían estar ya enel autobús y que nos encontraríamos, pero era imposible distinguir un camión de otro. ¿Y si ya se habían ido?
Esa noche el crucero zarpaba de regreso, ¿qué haría si no los encontraba? Me imaginaba intentando entenderme con los egipcios para que me llevaran al consulado mexicano para poder regresar a casa y a mi marido yéndose a Chipre. Pensé que no los volvería a ver. Lloré mientras caminaba junto a la fila de autobuses que no terminaba y que no sabía cómo identificar. De pronto vi a mi marido parado junto a un camión con una cara de angustia terrible. Sentí que se abría el cielo.
¿Dónde andabas? ¿Qué pasó? La esfinge, murmuré entre dientes. No sabes el trabajo que me costó convencerlos de que te esperaran, replicó mi acongojado marido. Si no hubiera estado junto al autobús, nunca hubiera dado con él. Me habría quedado a vivir en Egipto. Cuando subí, la gente me aplaudió. Mis hijas me abrazaron. Me sentí aliviada, aunque de regreso volví a acostarme boca abajo en mi camarote y juré no volver a subirme a un crucero.


