Marsias en la acrópolis

Marsias en la acrópolis
Marsias en la acrópolis Foto: Imagen: Especial

No sé qué deuda o karma fui a pagar a Grecia, pero he aquí que, en el recuento de mis viajes, ha sido el que más me quedó a deber a mí. Un viaje desangelado, triste, lo engloba una palabra: desencanto. La relación con Manuel, tras siete años de inestabilidad y conflictos, menguaba. Así que, cuando la compañía de publicidad donde era yo creadora de contenidos, me seleccionó para viajar a Malgrate, Italia, para participar en un taller internacional que duraría toda una semana, comencé a planear el viaje sin incluirlo en la extensión de vacaciones que solicité para, tras el taller, viajar a mis anchas por unos días.

Tras algunos tropiezos en las actividades del taller, provocados primero por el jet-lag que me hizo llegar tarde a la reunión inaugural, y luego una indigestión ocasionada por los platillos del sofisticado menú y los vinos que nos prodigaron en Il Griso, el hotel donde se llevaba a cabo el evento y donde también nos hospedaban, salí airosa de los compromisos laborales. Con Uwe y Giselle, colegas de Alemania y Francia, nos cruzamos datos para continuar el contacto. Uwe me regaló también una postal del lago Como, en cuyo reverso decía en buen inglés: Nos vemos pronto en Berlín. Pero yo había urdido ya mi destino a Grecia.

Desde niña, cuando leía las revistas de monitos del puesto de periódicos, me había fascinado una en particular: Joyas de la mitología, con excelsas ilustraciones de los idilios, andanzas, castigos de los dioses griegos con los humanos. Así que me decidí a viajar sola a la tierra —y el mar— de mi ensueño primero. De Malgrate a Brindisi, recorriendo toda Italia por tren hasta llegar a una punta de la “bota”. Y luego un ferry al puerto de Patras y otra vez un recorrido por tren para llegar a la dorada Atenas.

Supongo que en buena parte fue la idealización que me traía yo con Grecia. No sé qué esperaba, tal vez una ciudad nimbada con un halo mágico, quelos hombres y mujeres anduvieran con togas, que los mismos dioses se me aparecieran al do-blar una esquina, o qué sé yo… Pero lo que encontré fue una ciudad moderna con un tráfico espantoso y un carácter de pocos amigos de sus habitantes. “Neurotikos”, me dijo el taxista que me llevó al hotel. Y le echó la culpa al hecho de que el país se hubiera convertido en zona de veraneo barato para los europeos. Estaban hartos de los turistas vinieran de donde vinieran…

Esa tarde, caminando por el barrio de Plaka, entre sus restaurantes típicos y tiendas con cerámica, vi un cajero automático y decidí sacar efectivo. Tras la puerta de cristal estaba una mujer de espaldas, así que esperé mi turno afuera. Tan pronto terminó, me aproximé para aprovechar que había salido, pero aunque le mostré mi tarjeta, muy indignada cerró la puerta tras de sí. Fue una acción incluso violenta que me dejó perpleja. Por supuesto que tenía yo pinta de extranjera pero no de indigente ni terrorista. Un agente de viajes turísticos, me consoló después, según él, me había confundido con una mujer turca y ellos detestaban a los turcos.

La información turística decía que Atenas era una ciudad segura. Así que ese primer día me aventuré a caminar más lejos, después del incidente. Me acerqué a la zona de un parque público donde sabía que se levantaba la estatua a Lord Byron, considerado héroe nacional por sumarse a la guerra de independencia que tuvieron contra los turcos otomanos. Ahí estaba el poeta romántico, acogido por los brazos de una patria griega, rodeado por una glorieta de sauces y olivos. De pronto, escuché el sonido de unas llaves. Sin pensarlo, dirigí la mirada hacia una zona de arbustos aledaños. Un hombre con los genitales expuestos, sonrió excitado. Nunca había tenido la suerte de toparme con un exhibicionista, pero he aquí que Atenas me regalaba esa primera impresión. Regresé al hotel lamentando haber viajado sola. Las cosas no iban bien con Manuel, pero pude haberlo invitado y hacer de ese viaje, uno de despedida.

Todo se arreglaría al subir a la Acrópolis, pensaba. Cuando por fin arribé ahí a la mañana siguiente, las columnas, las cariátides y el templo de Atenea estaban muy deteriorados, tanto que parecían hechos de polvo y que en cualquier momento el viento terminaría por desvanecerlos. Había grupos de turistas y parejas que caminaban de la mano. Me subí en un pedestal vacío y atisbé a lo lejos el mar Egeo, toda una sorpresa pues no sabía que desde el Partenón era posible contemplarlo. Pero lo estaba contemplando sola. Volví a pensar en Manuel y eché de menos nuestros pleitos. El aire golpeó fuerte de pronto y creí que ahora era yo quien empezaría a disolverse. Incluso, tuve la sensación de que mi piel era porosa y el aire me traspasaba. Recordé a Marsias y a San Bartolomé, dos desollados cuya piel arrancada como castigo los había dejado a la intemperie.

Visité todavía el Museo Arqueológico y el Teatro de Dionisos. Por la tarde, me crucé con una agencia de viajes y me decidí por un recorrido en crucero por las islas griegas. Conocí Mikonos, Creta, Rodas, Santorini… Conocerlas fue un decir: como rebaño bajábamos unas horas del barco, recorríamos y comprábamos en los bazares, para luego regresar a la embarcación. La sensación de vulnerabilidad no me abandonó del todo, pero disminuyó con la amistad que trabé con una pareja de españoles que llevaban veinte años de casados. “Imagínate —me decía ella que también se llamaba Eva—, no he conocido más hombre que mi marido. No sé si tenemos buen sexo, nunca he podido comparar”. Así de cercana se dio la relación con la otra Eva. El marido se llamaba también Manuel y era la mar de divertido. Eva y Manuel viajando juntos por el mar Egeo…

En el regreso nos perdimos entre las prisas del desembarco y ya no pude contactar a Eva para mantenernos al tanto de nuestras vidas. Yo hubiera tenido que decirle que apenas regresar, me embaracé de Manuel. No lo sabía entonces, pero necesitaba guarecerme en otra piel interior. Y ella podría haberme contado si por fin conoció a otro hombre en la intimidad, aparte de su Manuel.