EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

El hombre que confundió un tumor cerebral con un colchón deformado

El hombre que confundió un tumor cerebral con un colchón deformado
El hombre que confundió un tumor cerebral con un colchón deformado Foto: Imagen: Cortesía del autor

No lo cuentes en la columna, me advirtió mi agente. Vas a quedar como un pendejo.

Y pues bueno, aquí estoy.

A algunos de ustedes les habrá sucedido. Después de una jornada ajetreadona, te vas a la cama muerto de cansancio, pensando que al día siguiente despertarás como La sustancia, rejuvenecido y listo para pedir las oxtras. Sin embargo, no hay nada de reparador en el sueño,

al contrario, amaneces más jodido que anteayer.

WTF, man?, te preguntas.

Todo el cuerpo te duele. ¿Será que ya me alcanzó la maldita fibromialgia? refunfuñas. Quieres regresar a la cama, pero tu organismo sabe que si lo haces será peor. Conjeturas que lo que necesitas es un masajote. Me refiero a una refriega en el sentido tradicional, no a visitar a las cariñosas. Haces la cita, te la dan para la tarde y para transitar las dolencias te

desayunas un ibuprofeno de 600 con un cono de McDonald’s, un americano y un Marlboro blanco.

A las doce del día te preguntas si no será prudente tomarte un par de chelas. A lo mejor te espanta el dolor. Pero no quieres llegar con la fisioterapeuta apestando a alcohol, así que te puchas otro ibuprofeno. Por un estúpido pudor que no reconoces en ti te asalta la preocupación de que piensen de ti que eres un borracho. Por un momento pierdes de vista tu filosofía: “El que se cura antes de las doce

es alcohólico. Y el que se cura después de las doce es alcohólico y pendejo: para qué se espera”.

Agradeces a los dioses que ya den las cuatro de la tarde y sea tu turno para que te amasen. La fisio que te recibe a lo mucho mide 1.55. Y su peso no rebasa ni de pedo los sesenta kilos. Pero en cuanto empieza a magrearte, te cae el veinte de que está más maciza que el Dr. Wagner. Según tú andabas a toda madre, pero resulta que traes contracturas más añejas que rib eye de carnes Revuelta. Está tan dura la friega que te está acomodando la fisio mini que de puro milagro no se te escapan las lágrimas. Sales todo molido de la sesión, pero ha valido la pena, porque esa noche te desquitarás y dormirás como rey después de ordenar la decapitación de tus enemigos.

Pero adivinen qué. Te despiertas más madreado que nunca. Con dos agravantes extra. Unas ojeras a medio cachete y un dolor de cabeza entre migrañoso y tensional. Bonita chingadera. Pues ya, ni pedo. Le llamas a tu contacto para estos casos de emergencia. El mío es El enfermero de amor, jefe de enfermería de la Cruz Roja. No le erremos, me dice, vamos a jugar la de la vieja confiable. Acomódate unos piquetes de doloneurobión y en tres días vas a estar al cien.

Después de seis inyecciones continuaba para el arrastre. Nunca falta la carrilla de tu amigo el mariguano. Eso te pasa por no fumar mota. Lo que necesitas es pachequearte. De pendejo le hice caso y me comí una gomita de 50 miligramos que me mandó a la luna. No me entró la paranoia, pero casi. Y desperté más apendejado que de costumbre. La fatiga solita está culei, pero en combo con el dolor de cabeza es un coctel que te trastorna todo el ánimo. Te vuelves irascible, más antisocial que un güey que no suelta su celular ni un segundo, y con tendencia a la amargura.

What’s next? Los obligados análisis de sangre. Tiroides bien. Páncreas bien. Glucosa bien. Próstata de quinceañero. Hígado en el límite. Triglicéridos altos, como debe ser en todo bebedor de cerveza. No existe explicación para tu estado. El dolor de cabeza constante comienza a debilitarte. A desesperarte. Cada día es más intenso. Empiezas a tener problemas de comunicación. Comienzas a padecer insomnio. Que en asociación al agotamiento que te produce dormir, te convierte en un autómata.

LOS RESULTADOS FUERON CONTUNDENTES. CERO. NADA. NO ALBERGABA NINGÚN TUMOR. PERO ENTONCES POR QUÉ ME SENTÍA TAN DESAHUCIADO.

Nueva visita al médico. Te ve tan jodido que ordena una tomografía computarizada no contrastada. No te asustes, nomás para descartar, me dice. No me chingue,doc, le ruego. Cómo que no me asuste si tengo todos los síntomas de un pinche tumor en la cabeza. Muchas veces la fatiga es un indicativo de que puede existir la posibilidad, pero también puede ser burnout. Pero burnout por qué. Ni que dirigiera una empresa. Mi única actividad es escribir una columna.

Una noche antes de la TC recapitulé y caí en cuenta de que llevaba mucho tiempo sintiéndome mal. Mi sintomatología apuntaba a un tumor pituitario. Los matasanos siempre te recomiendan que no te adelantes al diagnóstico. Pero yo estaba convencido de que un visitante indeseado anidaba en mi cráneo. Qué otra cosa podría estarme causando tal agotamiento. Y tuve miedo, lo admito. Lo primero en que pensé fue en mi hija. En que no había puesto los derechos de mis libros a su nombre. Lo segundo que me pasó por la cabeza es que no permitiría que me practicaran una lobotomía. Acabaría con mi vida por la vía rápida: me arrojaría a las ruedas del metro.

Los resultados fueron contundentes. Cero. Nada. No albergaba ningún tumor. Pero entonces por qué me sentía tan desahuciado. No puedo más, doc. Ayúdeme, por favor. Le rogué. Entonces al neurólogo se le prendió el foco y me hizo la pregunta del millón. Carlos, ¿cuántos años tiene tu colchón? Hice cuentas. Ese colchón era producto de mi primer divorcio. Lo compré cuando me separé. Hace 15 años. Jamás me pasó por la mente que la onda fuera por ahí.

Acostumbro darle la vuelta cada tantos meses. Pero nunca lo había examinado. Como sí lo hice al regresar de la consulta. El colchón parecía un cajón descuadrado. Seguí la recomendación del médico y probé a dormir en otra superficie. Aquella noche me hice un tendido en el piso. Un mat para hacer yoga que dejó aquí mi ex la yogui y encima una bolsa de dormir de mis años en que acampaba en el desierto buscando peyote. Entonces ocurrió el milagro.

Abrí los ojos antes de que saliera el sol y me sentí como el condenado a muerte que ha ganado la apelación. Me sentí repleto de energía. Ah, jijos. ¿En serio? me dije. A lo mejor fue una chiripada. La siguiente noche repetí la operación y desperté aún más espabilado. La mejoría operaba en mí. Qué extraño, he dormido en plazas públicas, en incómodos asientos de autobús, en sofás en casas de amigos y ahora un colchón deforme me estaba arrancando las ganas de vivir. No cabe duda de que me he aburguesado, me dije. Es oficial: el punk que llevo dentro ha muerto.

Ahora tengo que comprar un colchón nuevo. Me va a salir en una feria. Pero seguro voy a gastar menos que si me hubiera salido el tumor.