Leer a Thomas Bernhard es una empresa que sólo podemos llevar a cabo una vez cada dos o tres años. La mayoría de los lectores —incluyendo los críticos— conjeturan que su mayor dificultad radica en sus rasgos estilísticos: sus obras discurren en largos párrafos de oraciones subordinadas que se convierten en páginas enteras, que a su vez alcanzan la dimensión de capítulos, y con frecuencia se convierten en el libro entero. A esta exigencia, que obliga a sumergirse en un flujo donde unas veces nadamos a contracorriente, mientras otras francamente estamos a punto de ahogarnos, hay que agregar la repetición incesante, estridente, de palabras e incluso frases completas casi siempre ofensivas, sediciosas o mórbidas.
Propongo que en eso reside la verdadera dificultad de Bernhard: nos aniquila, con encono y sin descanso, no podemos seguirlo sin sentirnos avergonzados de existir. Y prácticamente ninguna otra literatura hace eso por nosotros, la mayoría de los textos literarios nos sugieren que, en el fondo, con todos nuestros errores, y por todas nuestras desgracias, somos héroes al menos de nuestra propia vida, merecemos estar vivos, merecemos si no el amor o el afecto, siquiera el respeto de los demás; sin embargo, Bernhard nos espeta que nadie tiene derecho a nada porque no se puede sobrevivir sin hacer el mal, porque la vida no nos debe nada y a fin de cuentas nadie nos ha pedido que sigamos aquí. La puerta de salida siempre está abierta —el suicido es uno de sus temas recurrentes— y si no tomamos esa vía es por cobardía, egoísmo, o ganas de seguir ahondando en la desgracia, la locura o la bajeza.
TALA, ESCRITA EN 1984, narra una cena con viejos amigos a la que el narrador —un trasunto del propio Bernhard— se ha visto obligado a asistir debido al suicidio de una amiga en común. Eso es todo lo que ocurre en la novela. El resto son sus temas recurrentes: el odio contra Viena, contra el mundo del arte (esa “chusma artística”), sobre todo los actores y los músicos, pero también los “así llamados” (la muletilla es de Bernhard) grandes maestros; y aquí, también enfila sus baterías contra la amistad e incluso el ¿amor? —no es seguro que exista este afecto en su obra—, o más sencillamente, contra las relaciones que entablamos con los demás para sobrevivir.
Estilísticamente, Bernhard escribe una fuga, una horrenda fuga de Bach, es decir, insiste en un puñado de cuestiones y palabras que se desarrollan, se acentúan, se dividen o complementan sus significados a través de diversas variaciones. La diferencia con la fuga musical es que las palabras tienen un significado concreto y eso las endurece, en Bach los sonidos parecer transcurrir con toda naturalidad, aunque se trata de una forma artística, de un desarrollo artificial de los sonidos; en cambio, en Bernhard somos constantemente interrumpidos por aquello que suponen las palabras.
La fuga, “esa penumbra en que mi fantasía y mis pensamientos pueden concentrarse y desarrollarse”, esa narración entre monótona y abusiva que intenta Bernhard, se rompe cuando lees: “La gente como Joana se ahorca, había dicho yo por teléfono, no se tira al río, ni desde el cuatro piso, sino que coge una cuerda, la anuda con habilidad y se deja caer en el lazo. Las bailarinas, las actrices se ahorcan…”, aquello es tan espantoso, porque lo dice de la amiga que acaba de suicidarse, que nos despierta del hechizo; saber que hay personas a las que “si no les hubieras vuelto la espalda en el momento decisivo, te hubieran aniquilado”; o momentos que casi obligan a apartar la vista como:
Tenemos una amistad de la forma más íntima con unas personas, y creemos realmente que es para toda la vida, y un día nos vemos decepcionados por esas personas que estimamos más que a cualquier otra, incluso admiramos, en definitiva hasta amamos, y las aborrecemos y las odiamos y no queremos tener que ver nada más con ellas, pensaba en mi sillón de orejas; y como no queremos perseguirlas toda la vida con nuestro odio, lo mismo que inicialmente con nuestro afecto y amor, las borramos sencillamente de nuestra memoria.
STRINDBERG LLAMÓ “ASESINATO MORAL” a esa diatriba contra un personaje que lo lleva a la aniquilación, ya sea a través de suicidio, la locura o el ostracismo social. En este sentido, Bernhard se parece mucho a Strindberg, sin embargo, en el teatro se desarrolla una confrontación a viva voz con otros personajes, en Bernhard todo sucede en su cabeza y entre su sillón de orejas. El problema con la puesta en escena es que son los personajes quienes se insultan y el espectador bien pueden hacerse de la vista gorda y decir: el asunto no es conmigo sino entre ellos. Bernhard, en cambio, sabe que está hablando al oído, que el lector está leyendo en silencio y, por tanto, se diría está diciéndose aquello en su propia conciencia, allí donde no puede huir. Sólo la prosa puede decirnos estas cosas, acercarse tanto a nosotros para susurrarnos estas terribles verdades, dolorosas majaderías, y salir indemne.
Quizás podríamos comparar a Bernhard con Fernando Vallejo, sin embargo, en Vallejo las invectivas están claramente dirigidas a los pobres, los políticos, las mujeres y contra su íntimo círculo familiar. En cambio, Bernhard apunta cosas como: “La mayoría de las personas no nos interesan realmente, pensaba todo el tiempo, casi ninguno de los que nos encontramos nos interesa, no tienen nada que ofrecernos más que su miseria masiva y su tontería masiva y por ello nos aburren siempre”, o bien:
corremos tras ellos durante años, mendigando su afecto, pensaba, y cuando, de repente tenemos su afecto no queremos ya ese afecto. Huimos de ellos, y ellos nos atrapan y se apoderan de nosotros, y nos sometemos a ellos, a todas sus exigencias, pensaba, y nos abandonamos a ellos hasta que morimos o nos escapamos. Huimos de ellos y nos atrapan y aplastan o nos escapamos de ellos y los denigramos para librarnos de ellos […] nos acusan, difunden todas las mentiras imaginables sobre nosotros para salvarse.
BERNHARD NOS ANIQUILA, CON ENCONO Y SIN DESCANSO, NO PODEMOS SEGUIRLO SIN SENTIRNOS AVERGONZADOS DE EXISTIR
No recuerdo que Vallejo diga cosas insoportables sobre sí mismo, en realidad se trata de un misántropo tradicional: odia a los demás; Bernhard, se diría, odia a la especie y por tanto también a sí mismo y nos agota, nos exprime, nos aniquila en un flujo de conciencia más cercano a la realidad que el de Joyce o el de Virginia Woolf, por chirriante, neurótico y obsesivo en su reclamo unísono y ecuménico.

