COMISIÓN DE SOMBRAS

Sobre el dios ausente

Un paseo al anochecer de Caspar David Friedrich, 1830-1835
Un paseo al anochecer de Caspar David Friedrich, 1830-1835 Foto: Cortesía del autor

“La última lección del cristianismo es aceptar que se ha sido abandonado por Dios e identificarse con Jesús en la Cruz, porque es precisamente en ese momento cuando Dios es abandonado por Dios”, aseguró hace un par de semanas, en una de sus múltiples conferencias por el mundo, el filósofo Slavoj Žižek.

Aunque dicho de modo muy efectivo, Žižek —me conmueve el personaje, hirviendo en tics y sorbiendo mocos, hablando un inglés instrumental, y desplegando, acaso por última vez, la neurosis como señal inequívoca de autenticidad intelectual— llega tarde a la discusión, con un retraso de cien o dos años, dependiendo a quien se cite.

G. K. Chesterton señala de manera precisa y audaz en Ortodoxia:

La divinidad de Cristo es terriblemente revolucionaria. En la historia aterradora de la Pasión, se descubre claramente la idea de que, por algún extraordinario modo, el autor de todas las cosas no sólo conoció la agonía, sino también la duda. No se conmovió el mundo, no se nubló el sol ante la crucifixión, sino ante el lamento que subió desde la cruz: el grito de Dios que confesó que Dios le abandonaba. Sólo una divinidad hallará que alguna vez haya confesado su aislamiento; sólo una religión en que Dios haya parecido ser ateo por un instante (las cursivas son mías, la traducción de Alfonso Reyes).

Chesterton no necesitó de tantos gestos involuntarios y repetitivos para declarar este escándalo teológico: el ateísmo de Dios. Acaso porque sabía que estaba precedido por otros ejemplos literarios. En 1797, en el cenit del romanticismo alemán, Jean Paul Richter o sólo Jean Paul, publicó una novela extraña e imposible, digresiva y juguetona como el Tristam Shandy (sería interesante saber si Jean Paul leyó esa novela cuyos primeros volúmenes se publicaron en 1759): Siebenkäs. Bodegón de frutas, flores y espinas o Vida conyugal, muerte y nuevas nupcias del abogado de pobres F. St. Sibienkäs.

CHESTERTON NO NECESITÓ DE TANTOS GESTOS INVOLUNTARIOS Y REPETITIVOS PARA DECLARAR ESTE ESCÁNDALO TEOLÓGICO: EL ATEÍSMO DE DIOS.

Las aventuras domésticas del abogado Firmian Stanislaus Sibienkäs son suspendidas por comentarios filosóficos, sueños, y otras “piezas florales” que durante muchos años fueron más célebres que la propia novela, como el famoso “Discurso de Cristo muerto desde lo alto del Edificio del Mundo, que no hay Dios”, o en la traducción prefiero, la del mexicano Jorge Arturo Ojeda, publicada en un esmirriado volumen de la editorial Premiá: “Sermón de que Dios no existe, dicho desde la torre del mundo por Cristo muerto”.

Aquí, un soñador imagina un cementerio en el que las tumbas se abren ante la llamada del campanario de la iglesia, cuando están todos reunidos se aparece una figura “noble y esbelta”, y “todos los muertos gritaron”: “Cristo, ¿No existe Dios?” Él respondió: “No existe”. Enseguida, Cristo narra su búsqueda:

Fui por los mundos, subí a los soles y volé con las vías lácteas por los desiertos del cielo, pero no hay Dios. […] Miré en el abismo y grité: Padre, ¿dónde estás? Pero sólo escuché la tormenta eterna que nadie gobierna.

Las sombras allí reunidas se dispersan, al tiempo que entran, aletargados, todos los niños muertos y preguntan: “Jesús, ¿no tenemos padre? Y él respondió con lágrimas torrenciales: Todos somos huérfanos. Yo y vosotros no tenemos padre.”

Si el Cristo había gritado en la Cruz de manera blasfema, según Žižek o rozando el ateísmo, según Chesterton: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? Que declarado quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34), en Jean Paul, el desamparo se profundiza hasta no quedar prueba alguna de Su existencia. Mateo 27:46 registra una variante de la misma exclamación: Elí, Elí, ¿lemá sabactani? (La Biblia del Oso, Casiodoro de Reina).

Casi un siglo después, Gérard de Nerval, retoma a Jean Paul en su poema Cristo en los olivos. Allí Cristo pide a los discípulos que permanezcan en vela, mientras él habla con su Padre, pero los discípulos se quedan dormidos. La última estrofa de la primera parte dice: “ ‘Os he engañado, hermanos: ¡abismo, abismo, abismo! / Falta el dios en el ara de la que yo soy víctima… / ¡Dios no es! ¡Dios ha muerto!’. Mas seguían durmiendo…” (Traducción de Tomás Segovia).

ESTA AUSENCIA ES TAN PLENA que parece espolear nuestra necesidad de lo sagrado. Una onda mnémica permea la existencia: los libros, los museos, la recurrencia de las estaciones, el poder unívoco de la muerte, la fuerza de los meteoros, las pulsiones que vienen de más lejos, de las que apenas podemos ser conscientes —a propósito ¿no es la conciencia un ejemplo de lo divino? Sin embargo, ante el avasallamiento de la técnica que nos distancia de la atención necesaria para escuchar el sacer primordial, quizás Heidegger tenga la última palabra.

En la única entrevista que concedió al Der Spiegel, el 23 de septiembre de 1966, a condición de que no fuera publicada sino hasta después de su muerte, con lo cual sus palabras se convirtieron en una suerte de testamento, el entrevistador le pregunta:

¿Puede el individuo influir aun en esa maraña

de necesidades inevitables, o puede influir la filosofía,

o ambos a la vez, en la medida en que la filosofía lleva

a una determinada acción a uno o muchos individuos?

Y entonces, como si se tratara de la última vez que el oráculo de Delfos concediera una respuesta, Heidegger señala:

La filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual estado de cosas del mundo. Esto vale no sólo para la filosofía, sino especialmente para todos los esfuerzos y afanes meramente humanos. Sólo un dios puede aún salvarnos. La única posibilidad de salvación la veo en que preparemos, con el pensamiento y la poesía, una disposición para la aparición del dios o para su ausencia en el ocaso; dicho toscamente, que no “estiremos la pata”, sino que, si desaparecemos, que desaparezcamos ante el rostro del dios ausente. […] El pensamiento no puede hacer más. La filosofía ha llegado a su fin.

Este atender —cuando se puede y como se puede, como dios nos da a entender— es al menos una disposición para que el dios o los dioses ocurran. Y si no sucediera, como sucede la lluvia o el calor del sol, entonces aprender a vivir y morir ante los ojos de dios ausente, es quizás la verdadera “última lección del cristianismo”. No significa que todos concurran al centro de la misma doctrina, funciona, más bien, como un ejercicio de la estrictamente personal que calibra nuestros valores. Žižek no sugiere a nadie una súbita conversión, sólo entiende, como Heidegger que la ausencia o el abandono de Dios bien puede provocar una disposición poética, una escucha atenta y hospitalaria hacia aquello de lo que no 0es posible hacerse una representación ni un concepto, y del cual no podemos tener otra experiencia más que la propia atención, el propio vivir.

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