Es fama la doble identidad que Cyril Connolly consignó entre los autores de lengua inglesa. En su intento por escribir un libro que se mantuviera vigente por lo menos “diez años” —quizá, con humildad, ese debería ser el horizonte, antes que la eternidad, a la que el escritor contemporáneo debería enfilar sus baterías—, terminó creando un clásico de la crítica literaria: Los enemigos de la promesa.
Ejemplo de una prosa límpida, juicio feroz, observaciones que menudean como rayos astillando nubes —“lo que mata una reputación literaria es la inflación. La propaganda, publicidad y entusiasmo que un libro genera implican una reacción en su contra”—, pero sobre todo, la obra es relevante, por definir dos estilos, casi se diría dos formas de ver el mundo: el estilo mandarín y el vernacular o realista.
Las características de una obra literaria, su modo de presentar las cosas, sus métodos narrativos, sus giros ornamentales, la calidad de sus ideas, la relación con sus fuentes literarias, definen su forma. De este modo, Connolly describe el estilo mandarín como aquél que desea “diferenciar al máximo la palabra escrita de la hablada. Es el estilo de los escritores que tienden a hacer que su lenguaje transmita más de lo que quieren decir o más de lo que sienten, es el estilo de la mayoría de los artistas y de todos los farsantes”.
Entre lo mejor del estilo mandarín se encuentran Donne, Browne, Johnson, Gibbon, De Quincey, y entre los “últimos exponentes” (hay que anotar que el libro fue escrito en 1938), están Walter Pater y Henry James, su estilo:
se caracteriza por largas frases con muchas cláusulas subordinadas, por el uso de modos subjuntivos y condicional, por exclamaciones e interjecciones, citas, alusiones, metáforas, largas imágenes, terminología latina, sutileza y presunción. Su suposición básica es que ni el escritor ni el autor tienen prisa y que ambos están en posición de una educación clásica y una renta. (Las cursivas son mías).
Por su parte, el estilo vernáculo comenzó a imitar el lenguaje directo y sencillo del periodismo, construyendo:
[…] el lenguaje de nuestra era. Shawn Butler y Wells lo atacaron [al estilo mandarín] desde el ángulo periodístico, George Moore y Somerset Maugham, admiradores del realismo francés, de los Goncourt, Zola y Maupassant, desde el estético. Su estilo es la ‘conversación de un gran conversador’.
A partir de este momento, Connolly somete a juicio a sus contemporáneos, y no me detendré en ello porquelo que interesa, para este texto, es aquella definición a la que en gran medida aún se atienen la mayoría de los escritores, incluso, se diría que hay géneros que pertenecen a una u otra tradición. Sería improbable, aunque como ejercicio podría ser interesante, escribir una novela negra en estilo mandarín; del mismo modo que un ensayo literario y, no digamos ya uno académico, exige necesariamente algunas características de dicho estilo. Por otro lado, sin lugar a dudas, el estilo vernáculo impera entre las letras contemporáneas, aunque suele ser el ejercicio del mandarín el que mantiene el aura de legitimidad entre el culto literario; como prueba bastaría señalar a nuestro más reciente Nobel de Literatura.
Sin embargo, es posible un tercer estado del ser escritor. El autor extemporáneo. La definición de este estilo no se desarrolla en un largo ensayo que mantenga el prestigio de Los enemigos de la promesa. Y justo ahí comienza la diferencia. Connolly no niega que escribe “para los burgueses como yo”, y los estilos a los que da nombre exigen efectivamente aquello que Ángel Rama llamó la ciudad letrada, ese pequeño grupo de ilustrados que se codean con el poder político y suelen mantener el statu quo de lo que es o no es la literatura.
La teoría del autor como ser extemporáneo se desarrolla en dos artículos de José Revueltas, el primero aparecido en 1940 (casi en la misma fecha de Los enemigos de la promesa), y el otro en 1968, pero ambos sobre la obra de Juan de la Cabada. Y aquí nos encontramos ya, no sólo en otro sistema del mundo letrado, sino en otro modo de entender la literatura. En el México precario, de autores que no tienen “tiempo”, “educación clásica” ni “renta”, que escriben donde pueden y como pueden, deben fungir como periodistas o guionistas de cine, y no casualmente se involucran en los procesos ideológicos del país.
Los artículos mencionados, son “Antimodernidad de Juan de la Cabada” y “Sobre Juan de la Cabada”, en ellos, Revueltas afirma que hay un “sitio rarificado”, pero, atención, ni siquiera es un concepto o lugar propiamente, sino una niebla en el mundo de las letras, “donde se colocan los autores extemporáneos.” (Las cursivas son suyas). Son tan pocos los que pertenecen a esa clase de autores que, sin ambages, Revueltas declara: “los únicos somos él y yo”.
SER EXTEMPORÁNEO ES SER INCÓMODO, es “el escritor que se siente incómodo en todo lugar e incomoda a todos en todos los lugares”; así como enfrascarse en la lucha contra el escritor “como contemporaneidad”, es decir, “la contemporaneidad vista como presencia cotidiana, un estar siempre a punto de todas las cosas sin que falte alguna, no permitirse caer en el olvido un solo día, reeditarse cada año eternamente”; en rigor, el escritor extemporáneo “no pertenece a ningún tiempo, porque lo pierde, pierde todo el tiempo”. Se trata de estar siempre en “otro sitio” (cursivas también de Revueltas). Y en eso consiste “la extemporaneidad” y “ser un verdadero escritor”; el resto, “no es sino la lucha que libra cada día, con todas las fuerzas de su alma, contra las trampas que la contemporaneidad le tiende para convertirlo en un no escritor”.
Me atrevo a sugerir que está convicción acaso estuviera teñida por su cristianismo, porque atender a los extemporáneos tiene que ver menos con el resultado que con el llamado; menos con el siglo, con la inclinación burocrática de la producción fordista, que con el milagro; de este modo, el autor evita tanto la “inflación” como la “esterilidad prolífica” contra las que nos advierte Connolly. Esta definición atiende menos al estilo —el autor extemporáneo sospecha tanto de los mandarines como de los realistas por consigna— y le interesa más el sitio de la literatura y su relación con las condiciones materiales y económicas de la vida social, con la ideología, con la ética.
EL ESCRITOR EXTEMPORÁNEO ‘NO PERTENECE A NINGÚN TIEMPO, PORQUE LO PIERDE, PIERDE TODO EL TIEMPO ’.
En los barrios periféricos de la ciudad letrada, entre vagabundos y autodidactas, el autor extemporáneo espera pacientemente el llamado, sabe como Hamlet, que “hay una providencia que determina incluso la muerte de un gorrión, y lo importante es estar dispuesto”. Sin tiempo ni presencia ubicua, sin capital cultural ni prestigio que defender o ante el cual doblegarse, la extemporaneidad es la disposición en la radical desposesión.

