PENSAR EL LENGUAJE
Una función extraordinaria del lenguaje, que a menudo pasamos por alto, es su capacidad metafórica. Una vendedora de dulces mexicanos de la calle enuncia “¡Alegrías, alegrías…!” y sólo pensamos en la barra de amaranto con piloncillo, pero no en el nombre que sugiere: alegría para endulzar el corazón pues ya se sabe la cualidad de los azúcares para producir endorfinas. Vamos conflictuados, pesarosos por la realidad caótica y violenta que nos ha tocado vivir, pero no reparamos en que alguien nos ofrezca un poco de miel y su felicidad instantánea para alegrarnos la existencia.
Hablar de figuras retóricas como la misma metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la paronomasia, juegos de palabras, la parodia, la catástasis y otras, puede sonar artificioso, elaborado, académico, pero lo cierto es que esos recursos del lenguaje los usamos todos a diario y de manera natural, sin reparar en el proceso y la elaboración intralingüísticos que conllevan. Como apuntaba Chomsky, cada hablante trae consigo una gramática incorporada que le permite crear enunciados y comunicarse, aunque no sepa nada, a nivel teórico, de morfosintaxis, semántica, lingüística, filología o retórica. Pero es muy cierto que, para percatarse de las metáforas cotidianas, llamadas muchas veces “lugares comunes” por su éxito en el hablar, como nos recuerda Borges, se necesita una cierta distancia crítica que a veces viene asociada con la labor poética, la labor de investigación académica, o con un hablante ajeno a la comunidad.
Es el caso de Adèle Blazquez, antropóloga cuya lengua materna es el francés, y autora del libro Amaneció un muerto. Antropología de la vida cotidiana en Badiraguato (Cal y arena / UAS /UIA / CEMCA, 2025).
Esa condición de extranjería, sumada a las habilidades y requerimientos de su profesión como investigadora de campo, la ha dotado de una capacidad para sorprenderse y reflexionar sobre los usos lingüísticos de una comunidad como la de la llamada “cuna del narco” —otra metáfora que es también un epíteto peyorativo—, para designar a Badiraguato, poblado de Sinaloa, donde es fama que nacieron El Chapo, Caro Quintero, y los hermanos Beltrán Leyva. Además de la labor etnográfica que la llevó a apersonarse in situ a fin de convivir, conversar, ser testigo de la vida cotidiana del pueblo y su cabecera municipal durante el periodo de 2013 a 2015, Adèle Blazquez contó con una perspectiva invaluable para su trabajo: la capacidad de reflexionar de manera crítica, a partir del extrañamiento lingüístico por su condición de hablante de otra lengua, para reparar en el lenguaje como visión de un mundo violento y las argucias con que, a través de las palabras, los habitantes de Badiraguato se las ingenian para sortear, vigilar, protegerse, lidiar a fin de sobrevivir en medio del temporal de incertidumbre y vulnerabilidad que los acecha un día sí, y otro también.
Así pues, el estudio que nos ofrece la autora se centra en la población, los habitantes de Badiraguato de a pie, en palabras de Adèle: “Personas que permanecen invisibles en el gran mural del crimen organizado”. Atrapados en ese mural, en esa red de intereses y complicidades que los utiliza y explota como mano de obra barata en un panorama que no permite otras formas de manutención más que el cultivo de amapola, los pobladores crean estrategias de supervivencia rayana en la inmovilidad, el no hacer ruido, no provocar las aguas. Mantenerse “de muertito”, a flote, sin arrojar la piedra ni a las gavillas ilegales ni a las autoridades simuladoras de justicia y legalidad.
HABITAR EL LENGUAJE
En un contexto de marginalidad socioeconómica y a la vez de centralidad en una economía transnacional (el narcotráfico), las personas que controlan los medios de circulación se aprovechan de esta situación a costa del resto de los habitantes. Cito a la autora:
La acumulación depredadora de Badiraguato induce la persistencia de la violencia armada en las relaciones sociales. Reforzada por la imposibilidad de recurrir al derecho, la violencia armada constituye un modo de apropiación de los recursos y asegura las ganancias de unos cuantos en el comercio de drogas mediante la explotación de los campesinos. Esta amenaza sorda y permanente labra ampliamente la vida cotidiana, suscitando una incertidumbre radical. La violencia convierte los actos y las relaciones más triviales de mis interlocutores en fuentes de inquietud: una vida incierta y confusa, un esfuerzo constante por evitar las emboscadas que implica vivir en la violencia.
No puedo imaginar el horror que muchas veces deben enfrentar los pobladores de Badiraguato, pero lo que sí me conmueve y admira es su capacidad de verbalizar, o silenciar, o matizar, o incorporar —otra metáfora: volverla parte de su cuerpo—, o sublimar la violencia. Regreso a la autora:
AMANECIÓ UN MUERTO’, UNA EXPRESIÓN SORPRENDENTE QUE EMPLEAN LOS HABLANTES DE BADIRAGUATO CUANDO SE DESPIERTAN CON LA NOTICIA DE LA APARICIÓN DE UN CADÁVER EN LAS PROXIMIDADES DE SUS CASAS
Sumidos en la confusión que siembra la violencia, los pobladores se involucran en una producción de significados, dichos y relatos, que les permiten asir, integrar, los actos violentos en sus vidas. En sus interlocuciones cotidianas las personas implicadas elaboran interpretaciones y formas de razonar la situación en la que viven. En Badiraguato, semejantes producciones, alusivas, fragmentarias y a menudo contradictorias, se ciñen a otros encuadres: el marco mediático que los califica de ser el pueblo de los narcotraficantes, por un lado, y por el otro, el institucional de ser un municipio ‘tranquilo’, donde hay violencia ‘como en todas partes’.
Como apunta acertadamente Claudio Lomnitz en el prólogo a Amaneció un muerto:
Adèle Blazquez, durante su estancia de casi dos años en Badiraguato, fue descubriendo una geografía del rumor, que se debe al hecho de que calibrar la distancia social que separa a cualquier sujeto de un acto violento, importa mucho. Tanto, que esta clase de cálculo es ya un arte sutil —y necesario, de hecho, imprescindible.
AMANECER DEL LENGUAJE
Un ejemplo cardinal es el que se presenta en el título de la obra misma: “Amaneció un muerto”, una expresión sorprendente que emplean los hablantes de Badiraguato cuando se despiertan con la noticia de la aparición de un cadáver en las proximidades de sus casas. A todas luces se trata de un contrasentido, una contradicción, un choque o crasis de significados y sentidos pues no es posible que un muerto amanezca o despierte a un nuevo día. Y sin embargo, si uno lo analiza resulta en una aseveración que sugiere un campo semántico que se proyecta hacia la poesía: el muerto amanece a su nueva vida, en la que no está excluida una cierta belleza trágica.
En un sentido recto, la Real Academia Española nos dice que “amanecer” es un verbo impersonal referido a aparecer la luz del día como en el caso de “Amanece a las 6 de la mañana”; también para dar idea del estado del clima: “Amaneció nublado”. En el Diccionario de americanismos se registra su uso para saludar al levantarse o en las primeras horas de la mañana, como cuando preguntamos: “¿Cómo amaneciste hoy?”
Otras entradas del Diccionario de la RAE, lo registran como verbo intransitivo en el caso de “Llegar o estar en un lugar, situación o condición determinados al aparecer la luz del día: Amanecí en Madrid. Amanecí cansado”. (Aquí podríamos incluso añadir con un doble sentido metafórico: Amanecí muerto de cansancio.) También puede decirse de una cosa o evento al aparecer de nuevo o manifestarse al rayar el día: “Amaneció un pasquín en la puerta de Palacio”, muy cercano a nuestro “Amaneció un muerto”. Pero “amanecer” se usa igualmente en sentido figurado de “nacer” y de ahí se proyecta al ámbito de la retórica, esa suerte de sinrazón poética que conlleva el título.
De esta forma, en la expresión “Amaneció un muerto”, que usan los habitantes de Badiraguato, se entrecruzan la cautela, la ambigüedad, la novedad, el temor, pero también un respeto por el fallecido al colocarlo en el sitial de los primeros y más importantes acontecimientos del día, una suerte de piedad y empatía como una plegaria por quien murió —y por los que quedan.
EL LENGUAJE COMO ESCUDO Y ARMA
Esta es una muestra de la realidad cotidiana a la que se enfrentan los pobladores, hombres y mujeres que deben sortear las vicisitudes de la violencia criminal en sus vidas. Todo ello les obliga al sigilo, la desconfianza, la vigilancia permanente. Algunos de ellos, como don Teófilo, uno de los interlocutores de Adèle, se convierten en “detectives ejemplares” en la “colecta y producción de información acerca del día a día del pueblo”. A partir de pedazos, segmentos de diálogo con los otros pobladores, participan todos en una actividad colectiva de autopreservación: en el caso específico, ubicar los datos generales del muerto, sus posibles lazos en la comunidad, pero también conocer tanto las incursiones de los soldados en busca de las parcelas de amapola, los casos de “robos” de mujeres, las rivalidades y venganzas, así como las fiestas patronales, las actividades del gobierno y sus dádivas para taparle un ojo al macho, los nacimientos y las celebraciones familiares, el día a día.
LA EXPRESIÓN ‘HAY CONTROL’ SUELE EMPLEARSE CUANDO LOS SOLDADOS LLEGAN A UNA PARCELA Y SON INFORMADOS DE QUE UN PESADO (UN HOMBRE DE PESO) YA ACORDÓ LA PROTECCIÓN, POR LO QUE SE ALEJAN SIN DESTRUIR LOS CULTIVOS
En esas interacciones priva la vaguedad, las frases impersonales como “Dicen que…” en las que se excluyen las preguntas directas; son intercambios discretos, deshilvanados, con un aire de cierta indiferencia, como de quien no quiere la cosa. Esa reticencia oculta un estado de alerta permanente, según un acuerdo compartido: “confiar es volverse vulnerable”. Señala la autora:
El registro expresivo de la desconfianza… debe leerse de manera tanto discursiva como situacional: más que expresar un sentimiento o estado psíquico, se trata antes que nada de enunciar la desconfianza en cada interacción. Las abundantes prácticas de ayuda mutua y solidaridad que presencié invalidan la hipótesis de una desconfianza generalizada entre mis interlocutores. Por eso hay que captar el efecto que producen, en estas situaciones, dichos enunciados. Así, la gente se posiciona como no incauta, prudente. En un contexto en el que todo el mundo se investiga, andar en guardia es una táctica de protección.
Por tal razón tienen validez las frases de Perogrullo: “Cuando te toca, te toca”, “Por algo lo mataron”, que no forzosamente implican la descalificación. También los refranes de sabiduría popular: “¿Sabes por qué la tortuga vive cien años? Porque no se mete en asuntos ajenos”. Son formas para identificar las posibles amenazas y conjurarlas: “Mira, aquí hay violencia como en cualquier otro lugar. Si uno no se mete, no hay problema”, que en mucho responde a eufemizaciones y contradicciones como parte de una apropiación del discurso oficial: “Los soldados se portan bien [aunque los extorsionen para no quemar todas sus parcelas de amapola], sólo hacen su trabajo”.
Los juegos de palabras suelen tener fines paródicos. Como en la broma que un grupo de niños hace a su maestra respecto a la palabra “control”. La expresión “hay control” suele emplearse cuando los soldados llegan a una parcela y son informados de que un pesado (un hombre de peso) ya acordó la protección, por lo que se alejan sin destruir los cultivos. Pero los niños lo usan para decir que tienen todo dominado con el control de la televisión en sus manos. En palabras de la autora:
Estas parodias deben servirnos como advertencia frente a una tentación: el hecho de presuponer que los interlocutores se adhieran o interioricen sus propias generalizaciones positivas acerca del contexto social y político. La imposibilidad de decir el contexto no significa que las personas suscriban la cualificación que proponen. Todo esto no le quita peso alguno a la imposibilidad de decir y nombrar lo que han vivido.
Rubro aparte son los léxicos de la dominación en los que una palabra como “un pesado”, “los pesados”, se refiere a aquellos que siendo de origen común con los habitantes de Badiraguato acabaron por salir adelante: desde Caro Quintero hasta los cabecillas de otras bandas. Por convicción, o porque no hay otro remedio, todos tienen que vincularse con un algún “pesado” a fin de resguardarse frente a la depredación del ejército —para automáticamente ser explotados por los “protectores” de las gavillas, en una relación aplastante, desigual y sin escapatoria.
Mención especial merece el capítulo 5, “Robarse a una mujer”, que revisa las relaciones de sometimiento y falta de libertad de las mujeres para decidir sobre sus vidas: la relación de pareja, el ámbito de lo doméstico, la crianza de hijos, el papel de trabajo no remunerado que redunda en una doble explotación. Y aquí entra ese otro sentido metafórico de violencia disfrazada que va de la mano con la expresión “robarse a una mujer”. Se roba un objeto (un collar) o un bien material (un patrimonio) o inmaterial (una idea). La Real Academia registra un tercer uso del término como sinónimo de rapto violento y ejemplifica: “robarse a una mujer violentamente”. Ese robo puede ser acordado entre una pareja para evitarse el consentimiento de los padres y los gastos de la boda, pero también puede incurrir en modalidades de corte patriarcal que son verdaderos secuestros. Así, al pasar de una expresión eufemística que conlleva un robo simulado a los casos en que el hurto o rapto es violento y no consensuado, se minimiza la violencia de un género sobre el otro.
NOMBRAR LO QUE NO ES INFIERNO
En Amaneció un muerto, la exploración antropológica nos permite avizorar el lenguaje y sus expresiones cotidianas en relación con la violencia. A veces a través de figuras retóricas, de construcciones elaboradas que aparentan sencillez, pero también de un lenguaje cifrado, entrecortado, con puntos suspensivos, que dice acaso más por lo que calla o sugiere. Quiero resaltar, sin embargo, que en todos los casos respira un aliento vital, el mismo aliento que llevó a Scherezade en la conocida obra oriental, a contarle al sultán una historia que prometía continuar a la noche siguiente, a fin de evitar su decapitación. “Síndrome de Scherezade” le digo yo a esa compulsión por contarnos historias que le den causalidad a nuestro cada vez más caótico universo personal y colectivo, una narratividad que nos permite salvar la cabeza noche tras noche elaborado o reelaborando nuestro día a día. A veces esos relatos llegan incluso a tener un toque de poesía. Como sucede al final del libro de Blazquez, cuando la autora nos refiere el momento en que don Teófilo le confió por qué se arriesgaba a contarle sus historias. La razón del hombre sencillo de Badiraguato: “De todas maneras ya están todos muertos”, en un pasado rulfiano que se extiende al presente y nos convoca: De todas maneras, ya estamos todos muertos. Concluye con gran empatía Adèle Blazquez: “Si cada dos por tres decimos que amaneció un muerto, eso significa que no somos ni el muerto ni el que lo mató. Significa, no obstante, que compartimos la precariedad de ambos, que nos asignarán, como a ellos, un lugar entre los réprobos”.
En el final de Ciudades invisibles de Italo Calvino, hay unas líneas que vienen a cuento. Cuando Marco Polo le dice al Gran Khan que, de todos aquellos lugares imaginarios que le ha referido sobre sus viajes, hay un mundo que permea entre todos:
El infierno de los vivos no es algo por venir: hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.
Eso es lo que ha hecho la antopóloga Adèle Blazquez con su libro, identificar lo que, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar.