Lisboa es la única ciudad que monopoliza un sentimiento: no se puede experimentar saudade en ningún otro lugar del mundo, salvo que sea saudade por Lisboa. Por supuesto, esto es mentira, y uno puede sentir lo que sea en cualquier parte. Pero la mentira insiste en convertirse en verdad, y todos contentos, o más bien tristes, sobre todo si recordamos la definición de Almeida Garrett, el más romántico de los románticos portugueses: “¡Saudade!, placer amargo
de los desdichados”. Tanta raigambre melancólica ha hecho que los viajeros se sientan obligados a sentirse tristes en Lisboa y que vean a los lisboetas siempre tristes. De allí que, a saber si honrando la tradición o dejándose vencer por ella, que son cosas muy distintas, John Dos Passos haya definido a la ciudad como “una nostalgia dormida” y Saint-Exupéry como un “paraíso claro y triste”. Me los imagino a ambos —hombres de acción, para colmo— fingiendo una saudade inevitable mientras contemplan el Tajo, brindan por tiempos pasados aunque estén atravesando por los mejores años de sus vidas y pensando en alguien o algo a quien extrañar, ellos, que sólo tenían ojos para el futuro.
Los lisboetas, sobra decirlo, hacen la vida como los habitantes de cualquier ciudad —o sea, como pueden—, y se sienten tristes cuando es tiempo de sentirse tristes y alegres cuando lo es de sentirse alegres. Los más tradicionalistas expresarán su patriotismo con algún suspiro, exclamarán qué se puede esperar de la juventud si ésta ya sólo ríe y no muestra la más mínima melancolía, y mirarán el río obligándose a pensar que sus aguas se llevaron el imperio que ellas mismas formaron, y no que el día luce esplendoroso o gris, que es lo que piensan los lisboetas cuando ven el Tajo en un día esplendoroso o gris.
Esta saudade obligatoria ha llevado a algunos de los mejores escritores lusos a escribir medias verdades, como Miguel Torga cuando sentenció que Lisboa era “una seductora decepción, hecha de un rendido culto a la belleza y de un obstinado apego a las raíces”. Hay mucho de mentira en la definición, pero lo de “rendido culto a la belleza” es, cierto, una verdad a medias: la belleza de Lisboa no es calculada como la de París, ni empalagosa como la de Brujas, ni ostentosa como la de Londres; la de Lisboa es una belleza espontánea, inevitable, casi creada a pesar de los portugueses, a quienes, salvo los imperios —que no les duran nada y no les sirvieron de mucho—, todo les sale bien. Pero la saudade es interesante, y quien se decepciona, como Torga, lo hace porque tiene altas expectativas y ha visto cosas mejores, o sea, porque es hombre exigente y de mundo. Cuánto más sincero y exacto, pero menos complejo y cosmopolita, resulta el mismo Torga cuando simplemente remarca, en su libro, Portugal, que “Lisboa es bonita”. Imposible refutarlo ni admirarlo, como le pasa a quien dice las cosas como son, pero así son la verdad y la literatura, y poco puede hacerse.

HUBO UN TIEMPO, HARÁ TREINTA AÑOS, cuando Lisboa y Portugal se pusieron de moda: uno iba al cine a ver Historia de Lisboa sin sospechar que Wim Wenders se volvería tokiota, escuchaba a Madredeus e incluso a Cesária Évora, leía novelas de Saramago y hasta de Lobo Antunes, memorizaba versos de cada uno de los heterónimos de Pessoa, repetía a la menor excusa que la palabra saudade era intraducible y alargaba inútilmente la lectura de Sostiene Pereira, pues la novelita se termina en dos muy agradables sentadas. Fue una buena moda, nadie lo va a negar, aunque vista en retrospectiva algo forzada, quizás para que los europeos se convencieran a sí mismos de que Portugal merecía integrar su bienintencionada unión; de esta forma, los españoles pondrían la alharaca;
los franceses, la lujuria; los portugueses, la saudade, y los alemanes, el dinero. Tampoco era mal trato, pero para ello había que mitificar Lisboa, de lo que se encargó como pocos el buen Tabucchi, traicionándose a sí mismo.
“Lisboa ofrece una apreciable variedad de alternativas para un noble suicidio”, reza su cita más famosa sobre la ciudad, que no tiene nada que ver ni con ella ni con su obra. Por el contrario, en Sostiene Pereira, Lisboa, en plena dictadura de Salazar, le permite a Pereira terminar con su vida gris y, aunque fuera por un único día y a cambio del exilio, convertirse en un héroe. Lisboa es una ciudad idónea para conspirar, rejuvenecer y reencontrarse con la vida y la literatura, clama en todas las páginas la novela, pero Tabucchi se siente obligado a contradecirla, para guardar las formas, por lo que expresó sentencia tan dramática. Un par de años antes había intentado en Réquiem narrar a Lisboa como una ciudad perfecta para morirse y deambular como un fantasma algo tristón, pero el librito dista mucho de la entrañable perfección de su Pereira. Y no es que Lisboa no se preste a las novelas de fantasmas, porque no es otra cosa El año de la muerte de Ricardo Reis, con la que Saramago inexplicablemente —por su complejidad y referencias literarias— cobró fama mundial, salvo en Estados Unidos, donde para reconocerlo esperaron la llegada de su decadencia con Ensayo sobre la ceguera.
En el libro no pasa gran cosa, fuera de los devaneos amorosos de Ricardo Reis, heterónimo de Pessoa, ahora convertido en personaje de novela, es decir, ficción transformada en otra ficción. Tras pasar décadas en Río de Janeiro, Reis regresa a Lisboa sin saber a ciencia cierta por qué, que es como se debe regresar, y pasa sus días y noches sin hacer básicamente nada, salvo enamorándose y platicando con el fantasma de Fernando Pessoa, cuando éste tiene la cortesía de aparecérsele. Ambos poetas fantasmas distan mucho de convertirse en una caricatura de la saudade y, en lugar de mostrar añoranza por lo que sea, prefieren aprovechar sus sobrenaturales encuentros para discutir sobre la vida y la muerte, dos materias sobre la que los fantasmas, y a veces los poetas, algo saben. “Lisboa es un gran silencio rumoroso, nada más”, dice el simpático narrador en algún momento dado, lo que es cierto para la Lisboa de su novela —poblada de fantasmas, como se ha dicho—, pero falso para la que está fuera de ella. Pero a estas alturas poco importa ya cuál sea más real, la de los libros o la de los mapas, en caso de que sigan siendo diferentes. Confieso que nunca me atreví a guglear si existen el hotel Bragança y el café Orquídea, donde pasan buena parte delas páginas de El año de la muerte de Ricardo Reis y de Sostiene Pereira, por temor a decepcionarme, aunque ni siquiera sé qué me hubiera decepcionado, de existir o no existir (como los fantasmas).
PORQUE SI EN ALGO ESTÁN DE ACUERDO TODOS LOS ESCRITORES PORTUGUESES QUE HAN ESCRITO SOBRE LISBOA ES EN QUE LA CIUDAD, POR ENCIMA DE CUALQUIER COSA, ES UN COLOR
ALGO TIENEN EN COMÚN LAS DOS LISBOAS y es que se prestan para el paseo. Es una ciudad pequeña, hecha de barrios muy distintos —en el Chiado, el Rossio, el Barrio Alto y Alfama transcurre media literatura lisboeta— a los que se llega en pocos pasos o subiendo o bajando una escalinata o una cuesta. Cardoso Pires, en su Lisboa, diario de abordo, la describe como “una ciudad de geometría esquiva, colinas, quebradas, ondulaciones, reflejos de un río con tonos imprecisos, según los días y según las mareas; un cuerpo para deletrear sin prisas”. La clave de la cita está en el final, en ese cuerpo para deletrear sin prisas, porque Lisboa está demasiado viva como para ser sólo una ciudad y es demasiado literaria como para sólo recorrerla a pie. Deletrear y pasear son actividades análogas y hasta intercambiables, y ambas se hacen, sin prisa, por el placer de escuchar las palabras, fatigar las calles y pasar la tarde. En eso uno no puede sino darle la razón a Cardoso Pires, pero no cuando, desde el título de su libro, afirma que Lisboa parece un barco.

De parecerlo, los portugueses no habrían zarpado de ella para descubrir el mundo y no habrían regresado para quedarse quietos por el resto de la historia. De hecho, las ciudades verdaderas, las que aún logran distinguirse
entre los Zaras y los Starbucks, no
se parecen a nada salvo a sí mismas. Lisboa no se parece a nada salvo a Lisboa. Hay muchas ciudades de las que partieron marinos a averiguar dónde se terminaba el océano; hay muchas ciudades que han inventado ritmos melancólicos para cantar canciones de amores tristes; hay muchas ciudades en las que el tiempo se detuvo cuando consideró que era preciso pues ya nunca vendrían días mejores y así inauguraron la forma más suntuosa de la decadencia, pero sólo hay una donde esos elementos se mezclaron y crearon, más que una arquitectura, un concepto. O mejor, un color.
Porque si en algo están de acuerdo todos los escritores portugueses que han escrito sobre Lisboa es en que la ciudad, por encima de cualquier cosa, es un color. Miguel Torga, a su pesar, se resigna a que “lo quiera o no, el espíritu tiene que rendirse a esta bendición de color, de grandeza y de armonía”, mientras que Cardoso Pires afirma que “en pocos lugares como éste cada color está hecho de tantos colores”. Incluso Lobo Antunes, quien no destaca por su optimismo ni sus libros por su colorido, afirma que “los barrios son aún más blancos de noche”. Y aquí las cosas se ponen complicadas, porque cómo puede ser que la ciudad más triste de todas sea también la más colorida y luminosa. La respuesta se encuentra en el azulejo, colorido a más no poder y, aunque brille de lustroso, siempre anticuado, con su aura de casa de la abuela, de patio de edificio arruinado, de grandioso portal venido a menos, de jardín de gnomo deforme, vieja loca, nenúfar nostálgico y musgo decadente. Qué hermosos son los azulejos de Lisboa, tan blancos y tan azules que da miedo romperlos, y uno camina por la ciudad de puntas, por miedo a desportillarla.

No recuerdo a Lisboa como una ciudad especialmente colorida, pero vengo de México, país al que se le podrán reprochar muchas cosas, menos su grisura. Tampoco es que recuerde mucho de Lisboa, ciudad en la que he estado dos veces, hace ya varios años. Creo que la primera vez fue justo antes de la Expo 98. Se decía que la ciudad estaba sufriendo una limpieza social, pues se quería que su centro luciera tan aséptico como centro de país europeo de primer mundo, con mucha franquicia, oficina turística y restaurante de lujo, sin mayor marca local que pudiera, con su simple presencia, mostrar alguna resistencia a la integración europea y al maravilloso mundo globalizado de los noventa. El ayuntamiento, entonces, cerraba las tabernas de mala muerte para sustituirlas por tiendas de souvenirs, mientras la policía, con la infalible retórica de la porra y la bota, convencía de mudarse a los suburbios a cualquier personaje que pudiera haber desagradado a un turista. Pero yo tuve la suerte —es un decir, como siempre ocurre con la suerte— de toparme con uno de los últimos ladrones lisboetas del siglo XX, quien todavía robaba escudos y no euros.
Acababa de llegar a la ciudad y, mochila al hombro y mapa de papel en mano, la recorría en busca de un hostal. Había intentado alojarme en un par de ellos, pero el barato era sucio y el caro todavía más sucio. Empezó entonces a seguirme un tipo chaparro y fornido, de rostro quemado por el sol y ojos azules, de un azul tan hermoso y frágil como el de los azulejos. En el primer momento en que nos quedamos solos, se me acercó con una timidez que quería ser violenta y empezó a vociferar algo en portugués. Yo estaba encantado de escuchar un monólogo en esa lengua idealizada, aunque algo me decía que no era uno de los poemas extensos de Pessoa ni una epístola de amor de la monja portuguesa lo que me recitaba.
YO NUNCA REGRESÉ A LISBOA Y QUIZÁ PREFIERA NO HACERLO. PREFIERO RECORDARLA COMO UNA CIUDAD DE MALEANTES DELICADOS, PROPICIA PARA LA SOLEDAD O EL AMOR, Y COLORIDA Y TRISTE, DEPENDIENDO SI LE HAGO CASO A MI MEMORIA O A LOS LIBROS
Lo miré y no entendía nada. Él seguía hablando y me mostraba los puños, como evidencia de algo. Simplemente me eché a caminar y él me siguió, tres pasos atrás. La escena se repitió dos veces más, cada vez que nos quedábamos solos. Finalmente, le pedí que hablara un poco más lento y entonces entendí lo que me decía tan atropelladamente: acababa de salir de la cárcel y quería que le diera dinero para una cerveza o me golpearía con los puños, pues en la cárcel había aprendido a pelear muy bien. Seguimos, entonces, buscando hostal, yo con mi mapa y él con sus palabras y sus puños. Finalmente, más harto que asustado, le di un billete para que me dejara tranquilo y me metí en un edifico donde se anunciaba una pensión. Él se fue, orgulloso de que las palabras o los puños todavía sirvieran para algo, y yo al fin conseguí dónde hospedarme. Al salir, un rato después, me topé con que me estaba esperando en la entrada del edificio. Temí que se repitiera la escena, pero en lugar de eso, me dio el cambio y se perdió en la plaza donde estábamos, hablando solo y enseñándole los puños a quien quisiera verlos. Yo me quedé con las ganas de invitarle una segunda cerveza al ladrón más honesto del mundo, quien había aprendido a pelear bien en una cárcel portuguesa y ya sólo esperaba de la vida que alguien, por las buenas o por las malas, le invitara un trago, lo cual, si uno lo piensa, no es mucho pedir pero tampoco poco.
UNOS QUINCE AÑOS DESPUÉS regresé a Lisboa. La ciudad era la misma y otra, como sucede con las que valen la pena. Ya no viajaba solo, sino con Gabriela, a quien quería mostrarle ese lugar en el que me había sentido tan contento, donde el mar sin fin es portugués, como dice Pessoa en el único poemario que publicó en vida. Yo había estado un puñado de días y poco recordaba, pero eso no impedía, soberbio e imbécil, que estuviera seguro de que sabía todo lo que había que saber de la ciudad. Para mi sorpresa, supe llegar a la plaza donde el ladrón más honesto del mundo me había regresado el cambio; él ya no estaba —andaría peleando en la cárcel o ganándose la cerveza de cada día—, pero sí la pensión. Entramos para preguntar si había cuartos disponibles y, dado que era baratísima y estaba perfectamente ubicada, nos alojamos ahí.
Ya en la habitación, vi en la cara de Gabriela que algo no marchaba bien, y entonces me di cuenta de que no estaba en la pensión de quince años atrás, en la que mal que bien me había refugiado de un ladrón. Ahora estábamos en un cuarto que se caía a pedazos, en el que las humedades habían formado mapamundis caprichosos, con geografías más ingeniosas que las reales, y en el que no había mueble alguno salvo la cama y un inmenso ropero cerrado con llave. Encima, los empleados de la recepción bien podrían haber estado en la plaza pidiendo cervezas con los puños. Durante los tres días que pasamos allí no vimos a turista alguno, sino a alguna pareja furtiva, a varios personajes solitarios a quienes no convenía preguntarles qué los había llevado a la ciudad y a algún viajante de comercio que seguramente recorría el país vendiendo un producto que la gente había dejado de necesitar hacía un siglo. Sin embargo, quizás por nuestra excentricidad en aquella pensión, en una época en la que el turismo masivo ya invadía la ciudad, los empleados fueron amables hasta el exceso: nada sabían de museos y librerías, pero nos ofrecían café y galletitas cada vez que nos veían, nos recomendaban sus bares preferidos e incluso, ignoro si como una advertencia o una atracción turística, nos dijeron cuáles eran las últimas calles del centro donde quedaba algún ladrón de los de antes.
Supongo que fuimos los primeros turistas de los muchos que no tardarían en llegar a la pensión, hasta que alguna gran empresa comprara el edificio e inaugurara algún hotel de cadena. A las parejas furtivas se les habrá acabado el amor, los personajes solitarios se habrán ido a un sitio donde nadie los molestara por cinco euros y los viajantes de comercio se habrán rendido al comercio electrónico. Yo nunca regresé a Lisboa y quizá prefiera no hacerlo. Prefiero recordarla como una ciudad de maleantes delicados, propicia para la soledad o el amor, y colorida y triste, dependiendo si le hago caso a mi memoria o a los libros que, de la mano de Lídia Jorge o Lobo Antunes, no se cansan de crear grandes mansiones a punto de derrumbarse. Si vuelvo, sólo será por la convicción de que es la ciudad perfecta no para suicidarse, sino para reinventarse, como lo prueban Tabucchi, Saramago, Pessoa y la más célebre de sus estatuas: la de Pedro IV, en plena Plaza Rossio, que en realidad representa a Maximiliano. Al escultor francés al que se la encargaron le sobraban maximilianos en su taller, pues todos los encargos habían sido cancelados de golpe con la noticia de su fusilamiento. Qué generosa es Lisboa: no cabe duda de que es mejor acabar en un monumento en una plaza hermosa y no sentir saudade, sobre todo si uno se muere de ganas de ser emperador en alguna parte, antes que ser fusilado en el Cerro de las Campanas.


