En mi experiencia —en los últimos años he amasado una extraordinaria trayectoria como desempleada—, el desempleo siempre es algo que secretamente se quiere. Como una especie de inmanencia vital que lo llevará a una, de la mano del hambre y la privación de todo cuanto se tiene al alcance en el capitalismo tardío (que no es poca la oferta), a la experiencia poética. En la adolescencia me parecía extravagante la sola idea de vivir en una sucia y oscura buhardilla en la mollera de París, sin más luz que la encendida vela verde de la última gota de absenta ni más brillo que la sífilis. Pero en París. Era presa, desde luego, de la terrosa influencia de los poetas del Parnaso. Por fin sola con mis aspiraciones bajo el sol negro de Nerval.
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Mi esperanza ha mermado. Hace apenas un par de años, creí que podría regalarme una residencia de escritura en un centro de rehabilitación (uno, claro, donde pudiera entrar y salir a mi gusto, que no fuera católico —todavía no sabía que, salvo Oceánica, ese resort cinco estrellas, la mayoría de estos centros están lejos de la secularización—, donde quizá pudiera escribir un gran poema y subsistir algunos meses en lo que encontraría una renta más barata que la actual. Además, borraría esa vergonzosa mancha de jamás haber pisado la cárcel (ni los separos, vaya), como varios de mis amigos y familiares, entre quienes hubo uno que se entregaba a la noble labor de reseñar la calidez de centros de detención que constantemente visitaba por manejar en estado de ebriedad. Entrañable.

Crónica fragmentaria de una feria muy anunciada
UNA VEZ INSTALADA EN EL UNIVERSO DOMÉSTICO, LOS ESPACIOS ADQUIEREN NUEVAS DIMENSIONES, LOS DESPERFECTOS DE LA CASA PARECEN RESPIRAR O INFLAMARSE CONFORME PASAN LOS DÍAS.
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No sé cómo sería antes pero a estas alturas los despidos, por lo general, ocurren sin aviso. Y eso que ahora las contrataciones ya traen un vencimiento formal. En el último lugar donde me emplearon, una editorial de literatura infantil y juvenil que solía ser mexicana (ahora está en manos de una trasnacional), durante la firma de mi primer contrato me dieron una forma que teníamos que llenar exclusivamente las mujeres. En ella se incluían preguntas como si alguna vez me había sometido a alguna cirugía estética, cuántos embarazos había tenido, cuántos abortos y qué método anticonceptivo usaba. Ocho meses después me corrieron de un día para otro, desde luego sin mayor liquidación que una mirada de Raid Mata Bichos, y cuando ya era demasiado tarde y había comprado el regalo del intercambio de la posada.
Si bien diciembre no es el mes más cruel, sí es el más molón. Chupa dinero. Una vez instalada en el universo doméstico, los espacios adquieren nuevas dimensiones, los desperfectos de la casa parecen respirar o inflamarse conforme pasan los días, hasta que costras de techo o pared van cayendo y poblando el piso, que hay que barrer de inmediato para evitar esa noción aterradora de suciedad. Porque si hay que estar en casa, por lo menos que esté limpia. Además, el desempleo tiene una implicación vagamente masculina. No me quedaba mucho margen para descuidar la limpieza del espacio lo suficiente como para abandonarme a la lectura. Tele, ni pensarlo. La sola idea de permanecer horas y días frente al televisor me daba pánico. Afortunadamente la deuda de mi tarjeta de crédito estalló antes de que pudiera soldarme las retinas viendo Netflix. En los días de desempleo hay que mantenerse activos, porque así como se dice que en la cárcel también hay sintecho, dentro del desempleo también hay periodos de trabajo y vacaciones.


