Hannah Arendt, a 50 años de su muerte

Hace 50 años murió una de las grandes pensadoras del siglo XX. Su libro clásico, Los orígenes del totalitarismo, es imprescindible para comprender el desarrollo de las dictaduras y tiranías que surgieron a lo largo de ese siglo y el presente. El Cultural rescata algunos fragmentos de un largo ensayo sobre Hannah Arendt escrito por José María Pérez Gay (1943-2013), estudioso de la literatura alemana, en La profecía de la memoria (Cal y arena, 2011)

Hannah Arendt huyó de la Alemania nazi y se convirtió en una destacada intelectual en Estados Unidos.
Hannah Arendt huyó de la Alemania nazi y se convirtió en una destacada intelectual en Estados Unidos. Foto: PBS

Hannah Arendt nació el 14 de octubre de 1906 en Hannover, Alemania, y murió el 4 de diciembre de 1975 en Nueva York. Su infancia y adolescencia en Königsberg, Prusia Oriental, fueron de puerto y barcos, de comercio marítimo y mar Báltico. Una infancia también de libros, porque a los catorce años había leído a Kant, Goethe y Schiller. Hannah Arendt siempre llevó una guerra civil en la conciencia y, al mismo tiempo, una lucidez crítica implacable. Mary McCarthy, su amiga más cercana, mencionaba la gran fragilidad de su amiga, “una de las mujeres más inteligentes del siglo XX”: la convicción de estar siempre en camino y su creatividad voraz.

José María Pérez Gay
José María Pérez Gay ı Foto: Especial

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A principios de 1924, Hannah Arendt cumplió dieciocho años y se matriculó en la Universidad de Marburgo. Tres materias: filosofía, teología y griego. Hannah tuvo la suerte de estudiar con tres de los más importantes filósofos alemanes del siglo XX: Edmund Husserl, Martin Heidegger y Karl Jaspers. Marburgo, una pequeña ciudad universitaria, se convirtió en una suerte de cápsula protectora en medio del caos de la República de Weimar (1919-1933): el altísimo desempleo, la inflación incontrolable, el fracaso de la democracia parlamentaria, el deterioro de los partidos políticos, la amenaza de la guerra civil y, al final, el ascenso de Hitler a laprimera magistratura.

En menos de catorce años, Alemania se hundió en el caos más violento. La Universidad de Marburgo, que en 1927 celebraba sus cuatrocientos años de existencia, se transformó también en una fortaleza inexpugnable del conservadurismo nacionalista. En ese mundo provinciano florecían cátedras y rumores, pero los hechos importantes ocurrían en otra parte del país: Berlín. Sin embargo, en la década de 1920, Marburgo llegó a ser, sin duda, la capital del reino de la filosofía alemana.

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A principios de 1933, la Gestapo capturó a Hannah Arendt y la sometió durante una semana a un largo interrogatorio. Su trabajo en la Biblioteca Estatal de Prusia —donde escribía un compendio sobre las expresiones antisemitas en Alemania, pero sobre todo sus relaciones con los círculos sionistas de Berlín— había despertado sospechas entre los funcionarios nazis. Según la crónica de esos días, el propio encanto femenino de Hannah había seducido al agente de la Gestapo —un hombre inexperto, recién reclutado— que no tenía idea de la policía política y, después del interrogatorio, la dejó en libertad. Al día siguiente abandonó Alemania y se dirigió a Praga, por esos meses la capital de la emigración alemana.

En el año de 1936, Hannah Arendt se divorció de Günther Stern, su primer esposo y, en febrero de 1940, se casó con Heinrich Blücher, un ex miembro del Partido Comunista Alemán. En mayo del mismo año, unos meses antes de que Alemania invadiera Francia, el gobierno de Vichy recluyó a Hannah y su esposo en el campo de Gurs, que después se convertiría en el gran centro de deportaciones de judíos europeos rumbo a los campos de exterminio en Polonia. En esos días, Arendt y Blücher recibieron un visado para viajar a Estados Unidos.

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En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt describe y lamenta la decadencia de las tradiciones políticas y democráticas durante la década de 1920 en Alemania, antes del ascenso de Hitler al poder. El cambio toma un rumbo inequívoco: de la democracia imperfecta y parlamentaria a la supremacía de los procesos y las denuncias, del Estado al partido único, del partido al movimiento nacionalsocialista. El Estado del Tercer Reich tenía dos funciones: por un lado, se convirtió sólo en una fachada que —desde la perspectiva de la política exterior— representaba al Reich alemán ante los Estados no totalitarios; por el otro, se reducía a un aparato administrativo, cuyo fin era el mantenimiento de la raza aria —así como el Estado bolchevique, según su propaganda oficial, era un instrumento en la lucha de clases.

El terror es el rasgo distintivo del totalitarismo; y como el propio totalitarismo, es inexplicable. Terror no es lo mismo que violencia; más bien es el fondo y la forma del régimen; nace cuando la violencia, después de que ha destruido todo poder, retiene el control de la sociedad. Así se explica la irracionalidad máxima del terror. No debemos confundir el terror totalitario con la tiranía ni con las guerras civiles. Al contrario de la violencia que persigue fines políticos, el terror no persigue ninguno.

EL TERROR ES EL RASGO DISTINTIVO DEL TOTALITARISMO; Y COMO EL PROPIO TOTALITARISMO, ES INEXPLICABLE. TERROR NO ES LO MISMO QUE VIOLENCIA; MÁS BIEN ES EL FONDO Y LA FORMA DEL RÉGIMEN

El terror nazi, como el bolchevique, se propone aislar a sus enemigos del mundo exterior, recluirlos en campos de concentración —tratan a quienes recluyen como si ya estuvieran muertos. Ni siquiera notifican sus muertes; no sólo quieren anunciarnos que los reclusos no han muerto, sino que nunca existieron. Por ese mismo motivo, cualquier indagación posterior sobre su destino carece de sentido. Nunca en toda la historia —escribe Arendt— existieron negreros que consumieran a sus esclavos con tal celeridad. El trabajo forzado en los campos nazis y bolcheviques significa no sólo arresto y deportación —cortar los vínculos de las víctimas con el mundo de los vivos—, sino también observar cómo las víctimas “expiran”, pues pertenecen a una clase moribunda y su exterminio fue ordenado desde mucho antes.

Aquí las revoluciones no devoran a sus hijos, como la Revolución Francesa, porque todos sus hijos están muertos. Los funcionarios del partido, así como las policías políticas, son adoctrinados en la lógica totalitaria: son las víctimas y, al mismo tiempo, sus ejecutores. Todo ser humano es, para el régimen totalitario, superfluo. En el campo de Auschwitz, por ejemplo, no se mata a ninguna persona con una identidad definida —la historia de una vida irrepetible, sus convicciones y sus intereses— sino más bien se liquida a un ejemplar de la especie. Los campos de concentración no sólo sirven para exterminar personas, sino que impulsan el monstruoso experimento de suprimir el carácter espontáneo del hombre; transforman a las personas en algo que ni siquiera es un animal, sino un haz de reacciones —apunta Arendt— siempre iguales:

El perro de Pavlov, adiestrado para comer cuando no tenía hambre sino cuando sonara la campanilla, es un animal pervertido. El totalitarismo triunfa cuando los hombres no sólo pierden su libertad, sino también sus pulsiones y sus instintos, cuando consigue la transformación de seres humanos en animales pervertidos.

Hannah Arendt huyó de la Alemania nazi y se convirtió en una destacada intelectual en Estados Unidos.
Hannah Arendt huyó de la Alemania nazi y se convirtió en una destacada intelectual en Estados Unidos. ı Foto: PBS

En condiciones normales nadie puede lograr esa transformación, ni siquiera bajo las circunstancias del terror totalitario. Pero en las condiciones de los campos de exterminio sí es posible en gran medida; en todo caso —dice Arendt— en esos campos se experimentan esas posibilidades y sus resultados con el máximo cuidado. Para arrebatar a los reclusos su individualidad y transformarlos en animales de reacciones idénticas, hay que destruir todo aquello que los devuelva al seno de la sociedad humana, destruir todo aquello que los haga identificables y singulares.

A diferencia de estos experimentos inhumanos, las purgas del terror bolchevique se repiten con ciertos intervalos, no se detienen ante nadie, y en ellas los verdugos de hoy pueden ser las víctimas de mañana. En las purgas todo es posible si las víctimas no ofrecen resistencia, si aceptan de buen grado su nuevo destino y cooperan en los grandes procesos ficticios, en los que se hace tabla rasa de sus vidas pasadas y las difaman, en los que todo se inventa y se confiesan los crímenes que las víctimas nunca cometieron y que, en la mayoría de los casos, jamás habrían podido cometer. En este aspecto el terror bolchevique coincide exactamente con el nacionalsocialismo al proclamar que las personas que han vivido nunca existieron en verdad.

En las purgas soviéticas existe también una suerte de experimento: se pone a prueba la confianza en la formación ideológica de la burocracia, y si la coerción interna del adoctrinamiento se corresponde con el terror externo.

En un abrir y cerrar de ojos —dice Hannah Arendt—, las purgas vuelven al acusador el acusado, al verdugo el ajusticiado.

Los llamados comunistas convencidos que por negarse a confesar desaparecieron por cientos de miles en el archipiélago Gulag, no pasaron la prueba, porque sólo quien la supera pertenece realmente al aparato totalitario.

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Como señala Hannah Arendt, “el totalitarismo es la negación más radical de la libertad”. Sin embargo, “esta negación de la libertad es común a todas las tiranías y no es de primera importancia a la hora de comprender la naturaleza peculiar del totalitarismo”. Y abunda: “quien no pueda ser movilizado cuando la libertad está amenazada no se movilizará jamás. Hasta las admoniciones morales, el clamor contra crímenes sin precedentes en la Historia y no previstos por los Diez Mandamientos, seguirán siendo de muy poca ayuda”.

Arendt rechazó la etiqueta de “filósofa”, prefiriendo ser llamada teórica política o pensadora.
Arendt rechazó la etiqueta de “filósofa”, prefiriendo ser llamada teórica política o pensadora. ı Foto: Especial

El régimen totalitario carece de precedentes porque desafía cualquier comparación histórica, es ilegal en la medida en que desafía también la ley positiva; pero no es arbitrario en la medida en que obedece con estricta lógica y ejecuta con escrupulosa compulsión las leyes de la Historia o de la Naturaleza. Su monstruosa pretensión de dominio total radica en que, lejos de ser “ilegal”, abreva directamente de las fuentes de autoridad de las que todas las leyes positivas —basadas en el derecho natural, en la costumbre y la tradición, o en el hecho histórico de la revelación divina— reciben su última legitimación. Lo que nos parece “ilegal” sería para el totalitarismo una forma superior de legitimidad. La legalidad totalitaria, al ejecutar las Leyes de la Historia o de la Naturaleza, no se toma el trabajo de traducirlas a los criterios del bien o el mal de los individuos, sino que las aplica a la “especie humana”.

Si la ley es, por tanto, la esencia del gobierno constitucional o republicano, el terror es la esencia del gobierno totalitario. Las leyes se establecieron —escribe Arendt— para trazar límites y mantenerse estables, al permitir a los hombres moverse en su interior; bajo condiciones totalitarias, por el contrario, se disponen todos los medios para “estabilizar” a los hombres, volverlos estáticos, con el fin de prevenir cualquier acto imprevisto, libre o espontáneo, que pueda entorpecer el libre curso del terror. La culpa o la inocencia se vuelven categorías sin sentido; “culpable” es quien se encuentra en el camino del terror, es decir, quien de manera involuntaria o voluntaria se interpone en el movimiento de la Naturaleza o de la Historia.

El terror congela a los seres humanos: los convierte en peones de un ajedrez que desconocen, donde sólo juegan la Naturaleza y la Historia; “suprime a los individuos en aras de la especie, sacrifica a los hombres en aras de la humanidad” —escribe Arendt. Con cada nuevo nacimiento llega al mundo una nueva promesa, y un nuevo mundo entra en el reino del Ser. La estabilidad de las leyes, que construye los límites y los canales de comunicación entre los hombres, protege este nuevo comienzo y asegura al mismo tiempo su libertad. A la inversa, en el mundo totalitario las leyes desaparecen, todos los individuos son iguales, prescindibles y exterminables. El terror desconoce los límites y las leyes, pero nunca en beneficio del poder despótico de un hombre contra todos —subraya Arendt—, ni en beneficio de una guerra de todos contra todos. El terror sustituye los límites y canales de comunicación entre los hombres por un anillo de hierro que los presiona a todos tan estrechamente, unos contra otros, como si los fundiese en un solo hombre:

El terror, siervo fiel de la Naturaleza o de la Historia, fabrica la unidad de todos los hombres al abolir los límites de la ley. En un gobierno totalitario, como en el Tercer Reich o la Unión Soviética, en el que todos los individuos se han convertido en ejemplares de la especie, en el que todo hecho se ha transformado en la ejecución de una sentencia de muerte, ya no hay necesidad de interpretar nuestras necesidades, ni interpretar nuestra libertad. El siglo XX nos ha hecho olvidar muchos horrores del pasado, pero nos ha traído el terror del totalitarismo capaz de exterminar al ejemplar de nuestra misma especie.

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Buenos Aires, mayo de 1957. Ricardo Klement ingresó a una tienda de la zona del Once, muy cerca de la plaza Miserere; se detuvo ante el mostrador y solicitó unos embutidos, compró fruta y salió a la calle, abordó el colectivo que lo llevaba, como todos los días, a su casa de la calle de Garibaldi, en el pueblo de San Fernando. Klement, un individuo de cincuenta años, de estatura media, desaliñado, de pelo oscuro y casi calvo, nariz aguileña y una miopía muy avanzada, daba la impresión de padecer una fatiga constante, hablaba español con acento y trabajaba como electricista en la fábrica Mercedes Benz de Buenos Aires. Esa tarde de mayo, Ricardo Klement no se dio cuenta de que, al salir de la tienda de la zona del Once, alguien lo había fotografiado varias veces.

Isser Har’el, miembro de los servicios secretos israelíes del Mossad, había tomado varias fotografías de Ricardo Klement, de su vivienda precaria en el pueblo de San Fernando, de su mujer y sus tres hijos. Por una casualidad asombrosa, en 1952 un amigo lejano de Simon Wiesenthal, el cazador de criminales nazis, había recibido en Dinamarca una carta desde Buenos Aires: “He visto a ese cerdo: Adolf Eichmann —escribía Lothar Karlmann, un judío alemán que había sobrevivido a los horrores de Dachau—. Vive en San Fernando, un pueblo cercano a Buenos Aires, y trabaja en la central del suministro del agua”.

Desde entonces Wiesenthal solicitó ayuda para capturar a Eichmann, pero las diferentes instituciones internacionales diferían su captura por razones incomprensibles. Se sabía que Eichmann había entrado en Argentina en 1950 con documentos falsos.

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Al escribir Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt no tenía una experiencia directa del sistema totalitario. La oportunidad se la brindó el proceso de Eichmann en Jerusalén. La revista The New Yorker la envió como reportera del juicio de Adolf Eichmann. Revisó todas las declaraciones del acusado y de los principales actores de la justicia y la política israelíes, leyó todos los documentos disponibles. Kurt Blumenfeld, su antiguo camarada sionista de Berlín, le tradujo del hebreo no sólo el pliego acusatorio de la fiscalía, sino también todos los comentarios de la prensa israelí.

La primera impresión que Arendt tiene de Eichmann en la sala del juicio, cuando se encontraba detrás de una jaula de cristal blindado —sobre la que se impactaron cuarenta y siete sillas y otros objetos lanzados por los testigos durante el proceso— no fue la que ella misma esperaba ni, mucho menos, la que la fiscalía israelí quería imponer como la única y verdadera. El hombre detrás del cristal blindado, que escuchaba concentrado la traducción del hebreo al alemán, no era el criminal demoniaco ni la encarnación del Mal absoluto, sino un hombre ridículo por su mediocridad, un pobre diablo: una paradoja que nadie aceptaría en esa época, ni la fiscalía israelí ni, mucho menos, los lectores judíos de Eichmann en Jerusalén: La banalidad del mal.

Durante el proceso, Eichmann manifestó varias veces que si Hitler había sido capaz de ascender de simple cabo del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial y convertirse en el Führer de una nación de casi ochenta millones de habitantes, “el triunfo de su voluntad me demostraba —dijo Eichmann— que yo me debía someter a él y guardarle total obediencia”. Eichmann no se cansaba de repetir una y otra vez: “Desde mi más temprana infancia, nunca odié a los judíos. La educación que recibí de mis padres fue estrictamente cristiana, y mi madre tenía una idea muy distinta de las cosas, distinta a la que tenían los círculos cercanos de las SS, porque ella tenía parientes judíos...”

EICHMANN NO SE CANSABA DE REPETIR UNA Y OTRA VEZ: ‘DESDE MI MÁS TEMPRANA INFANCIA, NUNCA ODIÉ A LOS JUDÍOS. LA EDUCACIÓN QUE RECIBÍ DE MIS PADRES FUE ESTRICTAMENTE CRISTIANA, Y MI MADRE TENÍA UNA IDEA MUY DISTINTA DE LAS COSAS

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Hannah Arendt nos recuerda que en medio del engaño debemos negarnos al autoengaño; que la política es la negociación del restablecimiento de la paz en el campo de batalla de las verdades, un restablecimiento que no puede ser orientado por ninguna verdad trascendente salvo aquella que garantice la condición de una vida humana digna. Su contribución capital será la vigilancia del respeto a las reglas del juego que permite a cada uno descubrir o, incluso, inventar su verdad vital. La verdad evidente de la política —con Hannah Arendt— debe consistir precisamente en esas reglas; su mayor enemigo es el autoengaño y la hipocresía.