He sentido vértigo algunas ocasiones en mi vida. Cuando nació mi hija. Cuando me andaba pasoneando. Cuando me enfrenté por primera vez a La broma infinita de David Foster Wallace. Sin embargo, se había tratado de algo metafórico. Si quieren ontológico. Pero hace un par de días sufrí mi primer episodio de VPPB (vértigo postural paroxístico benigno).
Mientras tecleo esto todavía experimento cierta oscilación leve de mi entorno. Odio que las cosas me afecten. Me caga ser cliente de las asperezas del mundo. Todo comenzó con un viaje relámpago a Culiacán. Me tuve que parar a las 3:50 de la madrugada. Malditos vuelos criminales, no dudo que sean los culpables de que mis oídos estén hechos mierda. No exageraré. No me sentí en peligro en ningún momento en el Culichi. Pero ver la ciudad tan militarizada me provocó una regresión. Me acordé de Torreón durante la guerra contra el narco. Fue una visita relámpago. Pero alcancé a presenciar la incertidumbre del estado de las cosas.
Me paré a las seis de la mañana al día siguiente para marcharme. Me fui triste. Pero también contento porque a pesar de la situación la Feria del Libro se había llevado a cabo. Y porque me chenté unos tacos de pulpo al pastor matoncísimos. Era como un capítulo de Star Wars. Me había internado en una base rebelde. En la que los miembros de la resistencia continuaban en su lucha por la libertad en una república desestabilizada. Al despegar comencé a leer las Conversaciones con David Foster Wallace compiladas por Stephen J. Burn. Y si me lo preguntan, creo que la combinación de las respuestas de DFW y ver a Culiacán tan llena de chota me provocaron el maldito VPPB.
UN PERIODISTA LE PREGUNTA A DFW si es el peor momento para ser escritor. Estamos hablando de los 90. El autor le responde que siempre es el peor momento para ser escritor. Nada ha cambiado. Podríamos decir lo mismo del presente. Hay un grado de identificación superlativo con las ideas de DFW que me reconforta pero a la vez me horroriza. Como esa convicción de que los drogadictos intelectuales percibimos de manera más intensa la tristeza. Y quizá esa pueda ser una explicación para mi vértigo. Pero también hay otras. Y no se puede adjudicar con certeza a cuál de ellas se deba en particular.
Después de pasar unos días en Ciudad Godínez, me subí a un avión con destino a Torreón, pero ya en un horario decente. Después de recobrar mi forma humana con un caldo de camarón y un par de cervezas. Abrí el libro para seguir latigueándome con las respuestas de DFW y clarito vi cómo pequeñas gotas de saliva se adherían a las hojas. A mis espaldas un par de viejitas tosían con potencia. Parecía competencia. Por ver cuál de las dos conseguía que sus babas viajaran más lejos. El pasajero a mi lado carraspeaba cada dos minutos. Y un par de asientos adelante otro estornudaba con virulencia. Agucé los oídos. Los mismos malditos que me traicionaron y me percaté que el avión entero era una sinfonía de enfermos de las vías respiratorias.
Dos días después comencé a estornudar a las cuatro de la tarde. A las seis ya era oficial. Había pescado una gripa. Sí, la pedota que me había puesto el fin de semana seguro me había bajado las defensas, pero con la carga viral encapsulada en el avión era imposible que saliera ileso. Me puché un antigripal, me preparé un té. Y me fui a dormir. A la mañana siguiente hice lo mismo.
Tres dosis. Té y agrifén. Para el viernes estaba como nuevo. Y con sed de la mala.
El sábado, como es costumbre, me fui a la cantina. Nada indicaba lo que estaba por ocurrir. Ni Culiacán.
Ni DFW. Ni el resfriado recién remontado. Pedí mi tercer cerveza y le pegué un trago. Ese fue un movimiento como los que hacía Jordan debajo del aro. Cuando bajé la chela me comencé a marear. Al principio pensé que era a causa de la ansiedad. A veces después de una juerga de periflais me pasa. Pero no señor, esto era en IMAX. Mis oídos estaban pitando como alarmas. Comencé a sudar como si estuviera en una sesión de crosfit. Y me entró la cama loca.
COMENCÉ A SUDAR COMO SI ESTUVIERA EN UNA SESIÓN DE CROSFIT. Y ME ENTRÓ LA CAMA LOCA
Sentí tal deseo de vomitar que me fui al baño. Entonces caminar se convirtió en toda una maniobra. ¿Han visto Inception? Sentí lo mismo que DiCaprio cuando ve a las calles levantarse. No pues me paniquié. Ya pinche Nolan, bájale a tu desmadre. Si ven aquí la referencia al cine no es por otra cosas más que por lo mismo que dice DFW cuando le preguntan sobre las referencias pop en su obra. “Simplemente se trata de la textura del mundo en que vivo”.
Me encerré en el escusado pensando que se me pasaría. No vomité. Pero al volver a la mesa comenzó de nuevo la diversión. Me fui al carro y me recosté a tomar aire. Me quedé dormido tres cuartos de hora.
Abrí los ojos y como el cabrón irresponsable que siempre he sido, conduje hasta mi departamento.
Me puché un difenidol y me desmayé hasta el día siguiente. Al despertar los síntomas habían bajado en un ochenta por ciento pero el mareo continuaba conmigo como la más tóxica de las relaciones.
El domingo por la mañana fui capaz de pasear al perro. Ese cabrón no te la perdona. Es más, cuando esté muerto, voy a tener que regresar del más allá para sacarlo a cagar. Pasé el resto del domingo tirado viendo la NFL. Esperando que fuera lunes para acudir a la cita con la otorrino.
NO LE ECHES LA CULPA AL EXISTENCIALISMO norteamericano, me dijo la doctora. Ni al alcohol, que también influye. Por lo que me cuentas de la regularidad con la que vuelas lo que ocurrió fue una combinación de factores. Los cambios en la presión.
Y que la gripa que padeciste provocó que se te inflamara el oído medio. Lo que a su vez repercutió en que los otolitos (pequeños cristales de calcio) se soltaran y se fueran de rol por los canales semicirculares del oído interno. Tan tan.
Fack.
Según la otorrino, el evento se podría repetir en un mes. O en unos años. O nunca. Pero nada de qué preocuparme.
Sin embargo, aquí viene lo triste del asunto. Me prohibió beber durante cinco días. Gracias, dioses del karma. Que me ocurrió esto ahora, me dije, y no durante la FIL. Así que tuve suerte. Voy a llegar a Guadalajara descansado y con todo.
Pero no estoy conforme con la explicación médica.
El mundo de la ciencia se niega a reconocer el poder de las palabras de DFW. Me gustaría que la otorrino leyera el libro. A ver si es cierto que no experimentaba algún tipo de trastorno. Ahora entiendo por qué se suicidó DFW.
Diablos, cómo se me antoja una cerveza bien helada en este momento.



