SON LAS ONCE de la noche. Ha terminado la temporada de lluvias y corro por la banda izquierda de una cancha de césped artificial azul. Recibo el balón pocas veces. Cuando éste llega a mí, intento entregarlo al compañero más cercano de un solo toque, procurando progresar la jugada. Cerca del final del primer tiempo recibo un pase largo y alcanzo el balón antes que el contrario. Me detengo, piso el balón, lo jalo hacia a mí y lo paso por detrás de mi otra pierna. Jamás había intentado hacer esa jugada y me ha salido tan bien que el rival ha ido a dar al suelo. Le rompí la cadera, dirían los especialistas. Avanzo unos cuantos pasos más y lo entrego a Alan. La jugada acaba sin éxito. El resto del partido no logro más que completar bien mis coberturas y presionar la salida contraria. Una noche estupenda.
GANAMOS 2-1. Los dos goles los ha hecho Alan, que seguramente volverá a ser el máximo anotador del torneo. Mientras comentamos el partido afuera de la cancha, Alan nos pide que no seamos “tan blandos y nobles”. En una de las últimas jugadas de la noche un rival me derribó tras un choque. Alan me pide que en ese tipo de jugadas levante el brazo. “Si te van a chocar así al menos déjale el codo para que se estampe”. No estoy de acuerdo, pero prefiero reservar mi opinión. Alan suele llevarse una buena cantidad de patadas todos los partidos y casi siempre compite de forma leal. Le conozco muy poco, pero es evidente que mantiene una rutina de ejercicio adecuada.
En torneos de este nivel es raro encontrar jugadores como él. Quizás por eso no hago objeción a sus sugerencias. La habilidad marca una jerarquía.
Como escribió alguna vez el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, gran fanático y apasionado jugador de futbol: “Los goles son siempre una invención, son siempre perturbación del código: todo gol es ‘ineluctabilidad’, fulguración, estupor y reversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”. No sabría yo cómo emplear las palabras ineluctabilidad y reversibilidad en una oración, pero estoy de acuerdo que al poeta (del gol) no se le tose.
Hace unos cuantos años empecé mi recorrido por las ligas de solteros contra casados o de futbolistas frustrados. Exagero en este último calificativo. Estoy seguro que, como yo, la mayoría de los que practican algún deporte saben desde pequeños cuando el talento o la convicción no alcanzarían para una vida de competencias profesionales y entrenamientos de alto rendimiento. Volví a jugar futbol poco después de cumplir treinta años, y a esta edad se vencen otras frustraciones: Acabar un partido de cuarenta o sesenta minutos sin salir lastimado es ya una suerte.
Llego a casa con frío. Caminar de vuelta en pantalones cortos ha sido una mala idea. Pensando en lo bueno y lo malo le doy vueltas a una pregunta: ¿Hasta qué edad debe jugarse un deporte de contacto? Esa pregunta me pone triste.