Alucinar en la sinagoga

El autoescarnio, la desesperación, el humor ácido del sarcasmo, la experiencia del absurdo y el rechazo
a la complacencia son algunos de los elementos que dan forma a esta novela radical
de Ari Volovich, bajo el sello de Editorial Moho. La marginalidad aparece como una suerte de pulsión
irresistible y el infortunio puede transfigurarse en el ridículo, sin excluir territorios
políticos o religiosos, entre las revelaciones de un espejo que acaso preferimos mantener a la distancia. 

Mi lucha.
Mi lucha.Foto: Especial
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La desesperación y el humor son una mezcla extraña y feliz, y son los dos componentes con los que está elaborada Mi lucha, la novela reciente de Ari Volovich. Hay muchas, muchísimas novelas que tratan sobre la crisis de un hombre en la mediana edad —tan es así que podría ya hablarse de una novela de la decadencia, sórdido complemento de la novela de aprendizaje—, pero por suerte el tratamiento de ésta es diferente. No hay rastros de la épica diminuta ni de la autoindulgencia cursi con la que los cuarentones suelen enfrentar, o más bien negar, el fracaso que ya se anuncia como irrevocable. Tampoco hay una romantización de la derrota que, salvo en los diarios de Ribeyro y en alguna novela de Vila-Matas, suele ser un artificio que nadie se cree. Lo que sí está presente aquí es una serie de cuadros a través de los cuales Oz, el protagonista, judío ateo, pierde el tiempo en redes sociales, finge que busca trabajo, se emborracha ante la menor oportunidad (que siempre la hay) y emprende una crítica ácida contra el sistema imperante, al que, obviamente, se muere de ganas de pertenecer.

Célebremente Marx sentenció que la historia primero se repite como tragedia y después como farsa, lo que quién sabe si sucede en las corrientes históricas, pero desde luego es válido para los géneros literarios. Volovich es consciente de que a estas alturas leer otra novela de realismo sucio, repleta de alcohol barato, cocaína y desamor, resultaría insoportable, por lo que decidió llevar el subgénero al terreno de la sátira, en la que él es el principal objeto de la burla. De esta forma construye una novela más meditada de lo que aparenta su aire espontáneo, como lo muestra la estructura dividida en cuentos casi independientes que van formando un simpático e inclemente fresco del sinsentido. Cada uno de estos episodios, algunos hilarantes leídos de manera autónoma, van cavando el pozo en el que, entre risa y risa, el narrador y protagonista acabará arrojándose entusiastamente.

Volovich, nacido en Jerusalén, mexicaniza el característico humor judío, lo que da por resultado un Woody Allen de cantina o un Philip Roth de la colonia Narvarte. La condición judía está, además, muy presente en todo el libro, también de manera novedosa. Hannah Arendt identificó dos actitudes posibles frente a la “judeidad”: la del advenedizo, que borra su identidad para lograr insertarse en la sociedad antisemita, y la del paria, que asume su origen aunque esto implique convertirse en un marginado. La marginalización de Oz no tiene un componente antisemita y su renuncia a la religión podría acercarlo a la figura del advenedizo, sin embargo, a causa de su imposibilidad para integrarse en cualquier círculo social mínimamente respetable, Oz es un paria modélico.

En efecto, Mi lucha —título desafortunado pues el chiste, además de gastado y sin gracia, ya no escandaliza a nadie—, puede leerse como una serie de intentos fallidos por parte de Oz para integrarse a algo, lo que sea, con tal de que sea razonablemente bien visto. Con cierta picaresca, logra, por ejemplo, que lo inviten a una fiesta para festejar el triunfo de López Obrador, en la que se empezarán a repartir algunos puestos y huesos, pero el torpe Oz sólo consigue que lo corran a patadas. Lo mismo sucede en ámbitos tan variados como una reunión de artistas jaliscienses, el ejército israelí e incluso en una fiesta infantil a la que acude por obligación, sin ni siquiera tener hijos que justifiquen tal tortura, episodio que remite al inicio de una de las novelas del noruego Knausgård, también titulada Mi lucha.

No hay rastros de la autoindulgencia cursi con la que los cuarentones suelen enfrentar el fracaso que ya se anuncia

OTROS DOS CÍRCULOS que excluyen a Oz resultan muy significativos, por su carga política y teológica. Uno es un periódico sionista que le pide una colaboración que predeciblemente es rechazada por sus cuestionamientos a la política israelí, y el otro es, para no andarse con medias tintas, la sinagoga, la institución judía por excelencia. Oz acude a una boda en una sinagoga e, improbablemente, encuentra una pastilla de MDMA en el baño. De forma por primera vez práctica en su vida, no le da vueltas al asunto y la ingiere. Tras algunas alucinaciones y un diálogo con el Dios severo del Antiguo Testamento, Oz despierta varias horas después, solo, en medio del templo vacío. Son los otros judíos quienes se han marchado al banquete y la fiesta, mientras que él, último miembro auténtico de su antigua estirpe, deambula perdido en la sinagoga abandonada.

Por último, un logro de la novela es que la agudeza, la burla y el autoescarnio no están presentes sólo en la construcción de situaciones absurdas, sino que penetran en la construcción de cada frase. El ingenio de Volovich alcanza su punto más alto cuando lo dirige contra sí mismo, por ejemplo, cuando describe su cotidianidad: “Los días transcurren agitados y lentos, como una suerte de reguetón compuesto por J. S. Bach. La búsqueda de empleo no ha rendido frutos. Únicamente consulto LinkedIn para atender mis filias masoquistas”. El lector sonríe divertido, pero la sonrisa de inmediato se convierte en una mueca

incómoda, ante la aterradora posibilidad de reconocerse en Oz. Porque el mundo que habita es el nuestro, y el fracaso, con cualquiera de sus mil caras, siempre nos está esperando.

Ari Volovich, Mi lucha, Moho, México, 2021.