Besos sin cubrebocas

Adiós 2020

Besos sin cubrebocas
Besos sin cubrebocasFuente: levante-emv.com
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Mi mamá se enfermó cuando yo era niña, no sé de qué, pero no pude verla durante varias semanas para evitar el contagio o no hacerle daño. Se quedó encerrada en su cuarto, adolorida y arropada entre las sábanas. Me prohibieron acercarme. No entendía bien lo que estaba pasando; asustada y curiosa, me asomaba por la puerta a observarla de lejos, en las penumbras. Me saludaba con un gesto dulce. Su pijama era un ligero camisón blanco, sin mangas, el pelo castaño y largo le cubría parte del rostro adormilado. Bebía traguitos de algún tipo de té, olía a canela y a hierbas. Su respiración era lenta y en ocasiones gemía. Algo, además del padecimiento, le producía aflicción.

Mientras, me escabullía en los rincones de esa casa, me parecía inmensa, llena de alfombras, sillas, mesas y cuadros de extravagantes paisajes. Jugaba a que yo no era yo. Fui un esquimal en un iglú de cojines, una gaviota en un nido de cobijas de estambre, una princesa en un palacio de naipes, un ratón en su madriguera de suaves peluches. Ante la añoranza de contacto físico, decidí guardarle a mi madre abrazos y besos en un pequeño cofre de madera que le daría cuando por fin se recuperara. Todos los días y las noches lanzaba apapachos, por arte de magia se mantenían ahí dentro, en montones. Enseguida ponía llave a la tapa para que no se salieran. Eran transparentes, de colores, y estaba segura de que sabían a fresa, limón o a sus chocolates predilectos. No recuerdo si pasó una semana o un mes, suelo perder la noción del tiempo si extraño mucho a alguien. Una mañana me despertó su voz gritando mi nombre. ¡Había sanado! Fui de mi habitación a la suya, corriendo, con la caja en las manos, valioso tesoro. Lo abrió, mis besos y mimos emergieron como peces o mariposas, volando y nadando con prisa hasta llegar a ella. Y sonrió.

EN CAMBIO, el último beso que le di a mi padre fue apagado y gris, sin sabor, debido a una profunda tristeza. Fue un jueves de octubre y hacía calor pero yo tenía frío. A él sí me dejaban visitarlo y estar cerca, me acosté por horas junto a él, aferrada a su mano y al barandal de la cama de hospital. Quería sostenerme de algo, evitar la caída al vacío emocional. ¡Cuántas lágrimas me brotaron! De tanto llorar se me despintaron los ojos y desde entonces son menos verdes. La falta se me nota en el iris.

¿Habrá sentido mis labios en su frente aún tibia? Me fijé en la cámara de goteo, en el filtro y regulador; hubiera deseado una transfusión de su sangre para llevarlo eternamente por dentro. Conservo en un joyero una de las agujas que usó. Aunque él ya no hablaba, algo escuché. ¿Un lamento, un llanto o la sirena de una ambulancia? ¿Los Beatles, Bob Dylan, alguna de sus canciones favoritas que en ese momento sonaban? Me dieron ganas de huir, como le hacía de niña, pero no encontré por dónde escapar ni dónde ocultarme. Todo eran muros blancos y fríos, bordes rectos, esquinas filosas, quería una superficie acolchonada y cálida que me sirviera de albergue. Tampoco pude imaginarme siendo alguien más, un doctor que inventara por fin la cura contra el cáncer o un brujo que le quitara el terrible dolor en piernas y espalda. Sólo pude ser yo, huérfana ya desde antes. La ausencia se siente como una inyección que perfora la piel y cuyo líquido va a arder por toda la vida, en todas las venas.

El último beso que di, tú sabes quién eres,  nunca debió de pasar. Y no por las normas para impedir la transmisión del Covid-19

ES CURIOSA LA ASOCIACIÓN de estos pequeños relatos: un cofre, “Let It Be”, lo que no fue y no fui. Infancia enmascarada, adultez reinventada. “Blowin’ In The Wind”.

EL 2020 se ha sentido como una eterna sesión de psicoanálisis. Pero en medio del caos, en el encierro, también recordé mi primer beso precoz. El chico que me gustaba me había mandado una carta que aquí tengo en un cajón. Me citó en el parque, ya sabía para qué. Chocamos narices, acercamos labios, abrimos bocas. Torpes e inexpertos metimos las lenguas, sentí el corazón acelerado martilleándome el pecho. Probé su saliva y percibí un raro y nuevo cosquilleo allá abajo. Saqué una navaja, siempre la cargo en la bolsa para defenderme de los ladrones, o del amor. Lo miré fijamente a los ojos, lo tomé de la mano. Sin avisar, le hice un corte en el dedo, después en el mío. Los juntamos. Mezclamos las sangres para sellar el secreto y luego chupamos las gotas restantes. “Si lo platicas, óyeme bien, te entierro esto en la garganta”.

EL ÚLTIMO BESO que di, tú sabes quién eres, nunca debió de pasar. Y no por las normas para impedir la transmisión del Covid-19 sino por otras razones muy evidentes y que te encanta ignorar. Tú sujetándome de la cintura, yo buscando mi navaja protectora. Me aprisionaste con fuerza, y no pude huir de la caza. Fue un instante sin consciencia, olvidamos la tragedia del virus. Los detalles se me escurren por el cuerpo, pero sigo con el necio afán de capturarlo todo en el recóndito baúl de la memoria, atiborrarlo de ti y de mí, de heridas, sonrisas, de mis objetos perdidos.

How many deaths will it take ‘til he knows

That too many people have died?

No sé cómo festejar la Navidad ni la llegada del 2021. No sé cómo evocar a mis muertos o abrazar a los vivos. Lo que aseguro es que el año entrante no voy a guardar experiencias en ningún recipiente. Voy a vivirlas. Cuando acabe la pandemia deseo salir, escribir más y mejor, dejar de esconderme. Quiero contar mis historias llenas de historias, presentes felices, hablar de los besos que he dado y daré, de lengua, sin contagio y sin cubrebocas.