Buenservicio / Malservicio

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

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Buenservicio / MalservicioFoto: jcomp / freepik.com
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Me encantan esas viejas fotografías en blanco y negro, de fiestas con gente congregada alrededor de una mesa. En particular, las que lucen con las mesas atiborradas de platos, botellas vacías y ceniceros retacados de colillas. Me trasmiten la sensación de que ahí palpita la vida. De que la gente se la ha pasado bien y la prueba irrefutable es la decoración de la mesa. Donde no existe la preocupación por mantener limpios los codos. Donde se puede derramar un trago y nadie se altera porque lo más importante es pasarla bien. Ya llegará el momento de levantar los cadáveres.

DESDE HACE UNOS AÑOS, comer en ciertos restaurantes se ha convertido en un suplicio para mí. Existe una epidemia por parte de los establecimientos por mantener la mesa limpia todo el tiempo. Eso se ha tornado en sinónimo de buen servicio. Sin embargo, ese comportamiento en ocasiones raya en el acoso. A veces es complicado disfrutar de los alimentos o de la charla misma con manos ajenas planeando por encima de tus hombros. Es como si acabaras de tener sexo y en lugar de reposar el orgasmo te estuvieran mandando a bañar de inmediato.

A ver, que quede claro que no es que quiera que mi mesa sea un chiquero. Pero el buen servicio no debe ser intrusivo. Ni atentar contra tu intimidad. A veces uno está platicando cosas personales y tiene que callarse porque el mesero ha irrumpido de nuevo. Sospecho que este comportamiento histérico se debe a órdenes de la gerencia. Que manda al personal estar encima de los comensales. Quizá sea la urgencia del mesero por ganarse la propina. O una mezcla de ambas. Lo que sí es que cuando se pasan de solícitos resulta molesto.

Existen personas que pierden la cordura con los choferes. Un amigo siempre que se sube a un Uber o a un taxi termina en bronca, incluso se ha agarrado a madrazos con varios. Otros pierden los estribos con los meseros. No soy de ésos. El dicho dice que no debes pelearte con la cocinera. Yo agregaría que tampoco con los meseros. O te arriesgas a que te escupan la comida. Lo sé por experiencia propia. Cuando trabajé como despachador de pollo frito, si alguien se pasaba de grosero a la hora de hacer su pedido no me temblaba la mano para pasarme sus piezas de pollo por las axilas y la cola antes de servirle.

Pero hace unos días me exasperó una mesera. Era muy amable. Sólo que no me dejó en paz ni un segundo. Quería que ordenáramos de inmediato. Primero las bebidas, le dije. Y mientras las preparaban vino a bombardearnos con las recomendaciones del día. Que, lo sabemos bien, las ofrecen antes que nada porque es la comida que está próxima a caducarse. Quiso levantarme mi michelada cuando el vaso estaba a la mitad. Me estaba presionando para pedir lo siguiente mientras le mordía a mi tostada de atún. Ni siquiera le pude contestar porque tenía la boca llena. Estaba a dos metros de la mesa vigilando cada uno de nuestros movimientos. No es que me sintiera observado, me estaban observando. Y no es que sea como esa gente a la que le molesta que la vean comer, pero necesitaba respirar.

Meseros del mundo, agarren la onda. No pasa nada si en mi mesa hay una servilleta sucia

ERA TAN BUENO EL SERVICIO que era un mal servicio. No se me malentienda, agradezco infinitamente que un mesero sea atento. Porque nada cae peor que el pinche tipo que no te pela, al que le pides las cosas y se tarda siglos. Pero meseros del mundo, agarren la onda. No pasa nada si en mi mesa hay una servilleta sucia, que yo mismo he usado. No voy a juzgar ni el servicio ni el lugar por algo así. No es ningún pecado que un par de botellas de cerveza se amontonen. No es ninguna traición que un plato yazca inerte con restos de ceviche. No tengo urgencia porque lo retiren. Lo que me parece grave es que me estén pasando el trapo cada dos minutos y que me dejen la mesa apestando a fabuloso.

Siempre que voy a restaurantes y volteo a las mesas a mi alrededor, si veo que están impecables experimento un vacío en el pecho. Por qué la fobia a que haya restos de la batalla que se acaba de librar. Siento que es una negación del placer. Que la gente se siente culpable de lo que se acaba de banquetear. Como si viviéramos dentro de una película, en la que la comida es de utilería. 

En fin, siempre que entro a comer a un restaurante pienso en cuánto me gustaría vivir en una de esas viejas fotografías en blanco y negro, con la mesa anegada de platos con las sobras.