Las confesiones y la memoria autobiografica

REDES NEURONALES

Claudio Coello, El triunfo de San Agustín,  óleo sobre tela, detalle, 1664.
Claudio Coello, El triunfo de San Agustín, óleo sobre tela, detalle, 1664.FOTO: museodelprado.es
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Es bien sabido que los fenicios, ese pueblo marinero del Mediterráneo oriental, fundaron al norte de África la ciudad de Cartago. En la Eneida, Virgilio narra la historia mítica según la cual Eneas, príncipe de Dardania, huye de Troya cuando la ciudad es derrotada por los griegos y llega tras siete años a Cartago, donde la reina Dido se enamora perdidamente de él. La culpa de este hechizo amoroso, según Virgilio, debe atribuirse a la diosa Venus y a su hijo, Cupido. A pesar de recibir todas las atenciones y ser tratado con la máxima dignidad, Eneas abandona a Dido y Cartago por órdenes de Júpiter, el padre de los dioses, pues su destino es la fundación del pueblo romano que formará el máximo imperio de la Antigüedad. Antes de quitarse la vida por desamor, Dido maldice a Eneas y a su estirpe, lo cual origina (mitológicamente) la rivalidad histórica entre Roma y Cartago, que provocará la guerra entre los dos estados durante los siglos III y II a. C.

En el año 146 a. C., Cartago cae bajo el poder romano. La ciudad es destruida hasta sus cimientos; se dice que incluso se utiliza un arado para marcar surcos durante 17 días, tras lo cual el terreno es sembrado con sal para que nada crezca allí. Sin embargo, el emperador Augusto fundará ahí una colonia romana, que será uno de los puertos más importantes del Mediterráneo. Durante los primeros siglos de nuestra era, el norte de África se cristianizará paulatinamente. Hagamos un acercamiento a esta región durante el siglo IV d. C.

EN UNA PEQUEÑA CIUDAD a 240 kilómetros de Cartago, en el año 332, ha nacido Santa Mónica. Educada por una sirvienta cristiana, en el seno de una familia de la misma religión, Mónica se casa con un hombre pagano y violento: Patricio. Tras soportar el adulterio y el maltrato, Mónica convierte a su esposo al cristianismo. Uno de sus tres hijos, quien ha heredado de Patricio el carácter soberbio y colérico, se llama Agustín. En el año 370 estudia retórica en Cartago; seis años después lo encontramos en la misma ciudad, impartiendo clases.

En el año 397, Agustín da a conocer un libro que fascina a sus contemporáneos: las Confesiones. Allí describe su juventud como un momento de desenfreno, en el cual abusó del libertinaje sexual, la afición por el teatro y los espectáculos públicos, la comisión de algunos delitos menores, como robos, y además su rechazo al cristianismo, que perturbó profundamente a su madre. Agustín transitó por el escepticismo y luego se convirtió a una religión persa, el maniqueísmo, que enfatizaba la eterna lucha entre la luz y la oscuridad, además de la necesidad de una moral estricta. Durante una crisis personal, Agustín partió a Roma y Milán, donde fue bautizado en la fe cristiana. Al regresar a África, dejó atrás a la madre de su hijo para dedicarse a la vida monástica. Eventualmente fue ordenado sacerdote y nombrado Obispo de Hipona, donde pasó las cuatro décadas finales de su vida.

Aunque está muy lejos de ser un trabajo científico, las Confesiones es un libro importante para la ciencia de la memoria. Si bien hay textos autobiográficos anteriores (como los testimonios de la guerra escritos por Julio César), algunos estudiosos consideran al de San Agustín como un libro pionero en el género de la autobiografía. Está escrito con sentido de intimidad, ya que se trata de una conversación que Agustín dirige a Dios. Dedica los libros X y XI de sus Confesiones a los temas paralelos de la memoria y el tiempo. Junto con el intelecto y la voluntad, San Agustín incluye la memoria como una de las facultades del alma. En su visión filosófica, plenamente cristiana, la memoria es el depósito de ideas arquetípicas que dan al ser humano la capacidad de portar verdades divinas. Este concepto de la memoria quizá fue influido por la filosofía grecorromana de su época, que recuperaba la creencia de Platón en un conjunto de Ideas (así, con mayúsculas), inmutables y eternas. También es cierto que la filosofía de la memoria de San Agustín influyó en pensadores muy importantes del siglo XX, como el psiquiatra Carl Gustav Jung. En alguna medida, San Agustín y Jung piensan que la memoria humana tiene un estrato personal, autobiográfico, pero también uno más profundo, universal, a través del cual la psique humana es portadora de verdades eternas que pueden revelarse mediante la experiencia religiosa. Son las Ideas platónicas, o los Arquetipos del Inconsciente Colectivo, en la terminología jungiana. Desde el punto de vista científico, esta idea nunca ha sido demostrada y parece imposible hacerlo, ya que los tres autores (Platón, San Agustín y Carl Gustav Jung) conciben los Arquetipos como trascendentes: estarían ubicados más allá del mundo material que la ciencia examina y analiza.

LAS CONFESIONES DE AGUSTÍN ponen en la escena lo que será un tema crítico de la neurociencia: el entendimiento de la memoria autobiográfica, que da un sentido de identidad a las personas a lo largo del tiempo. La autobiografía requiere una memoria de largo plazo y se debe, en particular, a las operaciones de la memoria episódica: una memoria de eventos ordenados en forma cronológica.

Algunas enfermedades cerebrales pueden tener un impacto significativo en la memoria autobiográfica, lo cual señala la relación entre esta forma de memoria y el complejo proceso por el que los eventos personales se inscriben en la corteza cerebral. En el campo de la neuropsiquiatría clínica, es posible atender a pacientes que padecen episodios de recuerdos autobiográficos intensos y fugaces, de manera involuntaria, como resultado de crisis epilépticas generadas en el lóbulo temporal derecho.

Hace unos años, el doctor Juan Orjuela y yo publicamos en la revista Neurocase el reporte científico de una psicóloga que había sido calificada como “histérica” porque decía que, en forma repetida, una parte de su campo visual se deformaba, como si mirara a través de una lupa, y en ese contexto brotaban en su campo de visión imágenes autobiográficas inesperadas: por ejemplo, su abuela en una mecedora. Al mismo tiempo, sentía que la mitad izquierda de su cuerpo no le pertenecía. Todo esto duraba un minuto, aproximadamente, y después regresaba a su modo cotidiano de conciencia.1 El fenómeno fue calificado por médicos y psicólogos como un discurso excéntrico para llamar la atención. Pero los estudios de neuroimagen demostraron la presencia de un parásito alojado en la corteza visual del hemisferio derecho (un cisticerco). Las descargas epilépticas provocadas por la presencia del parásito se transmitían a las profundidades del lóbulo temporal, involucrado en construir y resguardar la memoria autobiográfica. De la misma forma, las descargas epilépticas se propagaban al lóbulo parietal del hemisferio derecho, indispensable para la representación del cuerpo en el cerebro, y de manera muy particular, para generar el sentido de propiedad sobre nuestro cuerpo. Es así como la patología neuropsiquiátrica ofrece una lección contemporánea acerca de la mismidad, la representación corporal y su relación con el legado de San Agustín: el ejercicio de la memoria autobiográfica.

Nota

1 J. M. Orjuela-Rojas, J. Ramírez-Bermúdez, I. E. Martínez-Juárez, et al.: Visual Hallucinations of Autobiographic Memory and Asomatognosia:

A Case of Epilepsy Due to Brain Cysticercosis, Neurocase 2015; 21: 635–641.