La costra de la tierra

Hace 15 años, Francesca Gargallo escribió el ciclo de libros La Madre Tierra, sobre la defensa del territorio, la crisis climática y civilizatoria. No halló editorial “porque esos temas no eran de interés literario”. Se publicaron artesanalmente, hasta ahora, que Editorial Heredad les da casa. Estaba trabajando su versión final cuando la sorprendió la muerte, en 2022. Hoy, por fin, encuentran camino hacia sus lectores. Aquí, un adelanto de La costra de la Tierra —escrita con sus amigos del levantamiento en Cherán—, que se presentará en la FIL Guadalajara.

Portada del libro "La costra de la tierra"
Portada del libro "La costra de la tierra"Foto: Especial
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Mis jóvenes jamás trabajarán. Quien trabaja no puede soñar, y la sabiduría nos visita en los sueños.

Desde que ha leído ese poema, la mujer duda. El poeta sokulk se negó a labrar la tierra para volver al vientre de la madre después de la muerte. Cuatrocientas mil personas han marchado ayer por Nueva York exigiendo que el petróleo se quede en la tierra, las mayas se parapetaron ante la entrada de una mina, los totonacas suturaron con tierra las heridas que una excavadora infringió a las orillas de su río. […]

Me pides que are la tierra, ¿por qué debería tomar un cuchillo y destrozar el pecho de mi madre? Entonces cuando yo muera ella no me llevará en su seno a descansar.

Ese único poema sokulk ha llegado en una hoja suelta, de color más claro, inserta en una revista. Sofía Hernández Navarro siente cada verso como una declaración de amor a la masa terráquea, al todo superior, a la suma de las partes que jamás se llamará así en la voz de los pueblos, sino Madre o Tierra o Vientre. 

Ha buscado en la enciclopedia de la biblioteca comunal quiénes son los sokulk. La bibliotecaria es una señora mayor y delgada que durante la rebelión de su pueblo mantuvo prendido el fuego en una barricada para vigilar las calles. Las noches eran frías, el fuego, sagrado. Los vecinos habían peleado con palos y machetes contra armas de fuego, no perdieron, pero tuvieron que replegarse sobre sí mismos. Nadie podía entrar o salir y no tenían qué comer. La bibliotecaria, como sus vecinas, sabía que un té de hierbitas, en ocasiones, consuela. Por la noche, las mujeres convirtieron las barricadas en fogatas alrededor de las cuales se fueron juntando los vecinos de los cuatro barrios del pueblo para protegerse y escucharse unos a otros.

Con el nuevo gobierno municipal volvió a la biblioteca. Reúne revistas de arqueología, estudios de antropología y crónicas editadas en las imprentas de los pueblos, donde la historia más antigua se entremezcla con los recuerdos de infancia y los mitos colectivos. Son los libros que la bibliotecaria presta a los alumnos de secundaria cuando llegan a preparar sus exámenes, pero entre ellos no hay referencias a la historia sokulk. Tampoco sabe si Smohalla está vivo o ha escrito en el siglo XVI, antes de la sedentarización forzada de los pueblos americanos. ¿Smohalla es una mujer? Escribe “mis jóvenes”, los defiende del trabajo, ¿es un chamán, una portavoz, un jefe? ¿Qué más podría ser un poeta?

Smohalla canta su propia falta de disposición: Me pides que desentierre las piedras. ¿Por qué debería cavar bajo su piel para sacar sus huesos? Entonces cuando yo muera no podré entrar en su cuerpo para volver a nacer.

El poema ha sido traducido al español, pero los sokulk no son una nación asentada en México, ni en Centroamérica, ni en los Andes. Sólo son el pueblo de un poeta. La bibliotecaria ha leído una y otra vez la hoja que ella le tiende cuando va a verla, siempre asintiendo: Mire si tendrá razón, ahora hasta quieren fracturar la tierra para extraer el gas de sus entrañas; no tienen llenadera. Aquí los tuvimos que detener cuando estuvieron a punto de profanar las fuentes. Casi nos dejan sin agua. La bibliotecaria no sabe quiénes son los sokulk, pero el poema la entusiasma.

La bibliotecaria es una señora mayor y delgada que durante
la rebelión de su pueblo mantuvo prendido el fuego en una barricada para vigilar las calles

DOS DÍAS ANTES DE QUE que al geólogo se le rompiera el radiador de su auto nuevo y llamara a la puerta de un rancho de piedra para pedir un balde de agua, Sofía se había sentado en el pórtico en construcción. Acababa de encontrar el poema de un jefe sokulk llamado Smohalla.

Se mantuvo así hasta que el frío la obligó a meterse y arrellanarse frente a la chimenea apagada, en un sillón duro. Por la mañana se arrastró cansadamente hacia el baño para hacer pis. De la ventanita cuadrada del sanitario miró hacia la cerca que estaba aprendiendo a erigir, escogiendo las piedras para acomodarlas según el tamaño y la forma, de manera tan firme que resistiera el paso de un vendaval sin necesidad de cemento.

Huesos, pensó; la osamenta de la madre tierra. Lápidas que se paran desnudas bajo las estrellas, las rocas de Gea, el armazón de la Pachamama. El mundo se le hizo un inmenso osario sin descanso porque unas células ansiosas, dementes, se reproducían por cualquier lado impulsando el trabajo: arar, perforar, erigir. Los humanos como el cáncer del mundo.

Fue médica cirujana durante muchos años. Observándolas al microscopio, las células de un carcinoma en un tejido crecen con una prisa ansiosa hasta desplazar a todas las demás. Sofía Hernández había destruido la guarida de unas liebres con su pala cuando empezó a remover la tierra para reforzar los cimientos de su casa. Creyó por unos meses que trabajar con el adobe, que no utilizar pesticidas, que esa extraña voluntad suya de cultivo permanente no era agresiva. Ingenua. Ella también era una célula cancerígena.

Al interior de la cerca de piedras había emplazado el pozo. No habría podido hacerlo sola. Don Melesio Equihua Vázquez, el Tarhecha, había buscado el agua con una horquilla. Desciende de los purépechas que llegaron a ese erial ocho siglos antes, nadie sabe si viniendo del sur o del norte, y puede encontrar el agua, erigir cercas, escoger las semillas.

Sofía le trabaja la huerta y él, a cambio, le enseña a trabajar.

Las plantas tienen sus tiempos; hay que dejarlas en paz para que hagan sus cosas. Si estás encima todos los días se molestan y dejan de crecer, decía el Tarhecha en el pueblo cuando le preguntaban por qué no estaba con su pupila. Pero le encantaba tener a quién enseñar. Cuando se reunía con los ancianos en la plaza frente a la casa de los bienes comunales, preguntaba: ¿Hay que reforestar con pinos, que crecen rápido y se venden bien, o con robles que retienen el agua?

Los nueve hombres y las tres mujeres que han sustituido al presidente municipal en el pueblo entienden el bosque. Él los conoce desde que eran niños, sabe que son valientes. Al asumir el cargo, se convirtieron en los portavoces de la dignidad del pueblo.

Como la bibliotecaria, Melesio Equihua nunca ha oído hablar de Smohalla, pero a diferencia de ella, sus versos no lo han conmovido. Es un campesino, un reforestador. Para defender el bosque había escarbado hoyos, presentado ofrendas y organizado la fabricación de trementina. Cuando los talamontes invadieron su comunidad, aguantó como todos, hasta que con todos dijo basta. Le daba vergüenza bajar la cabeza frente a un matón; lo ofendía que las muchachas tuvieran miedo de caminar por el pueblo. No necesitó más que el ejemplo de las mujeres para sumarse a una rebelión que le devolvió la honra de su trabajo, su dignidad de campesino. Acudió a la memoria de su madre, su abuela y abuelo, labradores como él. A los fuegos de las señoras, a la organización de sus vecinos. Para conocerse a fondo, él tenía a su pueblo. Uno de grandes agricultores.

*

LAS MUJERES CERRARON las entradas del pueblo con piedras y troncos a media calle. Las campanas de la iglesia habían empezado a tañer muy temprano la mañana del 15 de abril. Ellas convocaban a sus maridos e hijos. Los talamontes les robaban sus troncos de pino y roble. Eran malos, los malos. La sangre estaba que hervía. A las ocho de la mañana interceptaron cuatro camiones. Entre todas bajaron a los delincuentes de sus cabinas. ¿A poco creían que podían llevarse a las muchachas, así como se llevaban sus árboles? Uno de los detenidos estuvo a punto de ser linchado. Lloraba, no soy un asesino, no somos asesinos, somos sus vecinos. Su llanto aplacó las cosas. Las mujeres deliberaron: no vamos a hacerles nada a los apresados. ¿Y a los camiones? ¡Fuego!

Gracias a las mujeres, los ancianos tomaron la decisión de gobernar el pueblo y echaron a los partidos. Es en la calle, el bosque y la milpa donde se conoce lo que el pueblo necesita. Don Melesio y su gente no son poetas, son campesinos, pero ahora sesionan en el municipio, le ha dicho a su protegida después de leer a Smohalla.

*

EN REALIDAD, EL TARHECHA teme que el poema de Smohalla haya llegado demasiado pronto. Vino a la tierra hace poco, lo hizo bien, pidió permiso, se dice entre dientes. Fue con las autoridades comunales: no pretendía comprar una parcela, quería vivir cerca del bosque, cultivar una milpa, comer lo que produce. Les dijo que únicamente si la aceptaban, se quedaría. Los keri le informaron que era muy peligroso vivir sola en el bosque, los talamontes son una mafia poderosa con vínculos con el narco. Ella insistió: No tengo miedo, quiero aprender a ser campesina. Y a don Melesio le gustó que una turhisi quisiera aprender a trabajar.

Los ancianos tomaron la decisión de gobernar el pueblo y echaron a los partidos. Es en la calle, el bos­que y la milpa donde se conoce lo que el pueblo necesita

Está haciéndolo muy bien. Sin turbación por el esfuerzo, sin recelos. Trabaja como un hombre y como una mujer, informó a los guardianes de los bienes comunales.

Ahora le oculta al Consejo de Mayores que la mujer está atravesando por una crisis. Apenas empezó a dirigirla le dijo que no se puede vivir sin trabajar. Si tú no trabajas alguien más tendrá que hacer su trabajo y el tuyo, sería como si le robaras, le había dicho. ¿Y si todos dejáramos de trabajar, nos detuviéramos un rato para pensar?, le ha contestado ella después de leer ese maldito poema.

Quien es bueno en estudiar asimila cualquier cosa; esa mujer fue a la universidad y vieran lo bien que aprende todo. Es necesario que una anciana vaya a enseñarle a hacer tortillas, no es conveniente que una mujer no sepa amasar, dice por lo tanto en la plaza a los mayores. Sin embargo, la mujer estaba doblada como una vara tras el aguacero, con la hoja de papel entre las manos. Le leyó el poema y le dijo que era de Smohalla. Él se había encogido de hombros.

La costra de la tierra
La costra de la tierraFoto: Regina Olivares / Cortesía de Editorial Heredad

Son otros tiempos. Antes las cosas eran diferentes, no se puede volver atrás. 

¿Antes de qué, don Melesio? El viejo se conoce de memoria la leyenda de la migración de los purépechas hasta el gran lago, la subida a la meseta, las tres ciudades como los tres poderes: cielo, tierra e inframundo, pero no sabe imaginar una vida sin siembra ni cosecha.

Quizás antes, mucho antes, balbucea la mujer, los antiguos comieron los frutos de la tierra sin nunca sembrar. Vivieron de frutas y serpientes, tunas y mezquites, todas esas personas iguales, todas a cargo de los niños…

¿Y cuántos cree que eran entonces? No, mija, cuando se crece hay que trabajar la tierra, hay que pedirle permiso a la Madre, presentarle ofrendas y agradecerle los frutos que cosechamos.

Dígame, maestro, ¿no deberíamos pensar que los gobiernos insisten mucho en incrementar la productividad de las semillas por hectárea y liberar así más tierras para la extracción de minerales e hidrocarburos?

Aquí se lucha contra los talamontes y las mineras.

Perdón, estoy pensando en lo que dicen los programas de Estado, no en el pueblo. Es que me parecen discursos de guerra.

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LA SOLA MENCIÓN a la guerra le amarga la vida, es sucia y duele. Su abuelo había estado en la Revolución, del lado de los buenos, zapatista, y recordaba los brazos amputados por la metralla, las traiciones, el hambre y esa sangre viscosa que ofende a la tierra. Hay tantos pendejos que creen que la guerra es excitante: cornetas, medallas, disparos al aire en medio de cabalgatas felices. Pero nadie gana una guerra, el miedo permanece. Guerra es llorar a los muertos.

Durante tres años, él también había vivido en guerra. En las partes altas de la meseta purépecha, donde el agua escasea y por tanto no es posible el cultivo comercial a gran escala, el blanco de las extorsiones y exacciones ilícitas fueron los bosques de pino y encino. La tala clandestina la realizaban maleantes de poca monta, reclutados en los pueblos vecinos para que llevaran a cabo el corte y extracción de los troncos. Una vez cortada, la madera era transportada a un conjunto de aserraderos clandestinos controlados por bandas criminales. Cuando la guerra se recrudecía, los malos ofrecían protección y permitían el libre acceso a los bosques a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar una cuota correspondiente por la madera cortada. Por cada camión, cobraban. Hubo días en que se llevaron 250 camiones.

La corneta de alerta era el sonido de la sierra eléctrica. Después de la rebelión de las mujeres, había que alistarse de prisa, agarrar las lámparas, correr al bosque sin separarse. Sobre todo, no separarse. Si una se descuida la raptan, la violan, la matan, si uno se descuida lo secuestran, lo torturan, lo matan. Guerra es tener que defender la tierra de tu propia vida.