El cuerpo de la crónica

El valor testimonial de la crónica, además de su singularidad como “el más versátil” de los géneros literarios
—según apunta este ensayo—, le ha permitido transformarse de acuerdo con los cambios de época.
En años recientes han surgido autoras cuya lectura plantea el cuerpo como su nuevo territorio
y protagonista. Así comparten experiencias y cuestionan —aun sin proponérselo—
el orden de un mundo reflejado, de modo inevitable, en el espejo de una vida que se vuelve
única mediante la escritura, con el acento en subjetividades radicales que detonan su potencia y originalidad.  

Jazmina Barrera (1988).
Jazmina Barrera (1988).Fuente: horizontal.mx
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Al igual que la novela, la crónica siempre se está muriendo. Larga agonía, la de la crónica, cuyo fin se anunció cuando el turismo de masas sustituyó la era dorada de los viajes, cuando el cine y la televisión jubilaron a los enviados especiales de los diarios y cuando las redes sociales monopolizaron el relato de lo cotidiano que se sueña extraordinario. Pero quizás estos cambios fueron necesarios para recuperar su esencia: en una buena crónica quien se transforma es el cronista; el protagonista es la mirada de quien escribe, y el cuerpo y el alma son el campo de batalla. Inevitable como escenario, en el fondo, el mundo está de más.

Esta liberación permitió que ya no fuera necesario peregrinar a París, a Japón o a Egipto, cual viajero modernista, para escribir crónica. Es verdad que la Torre Eiffel, las pagodas y las pirámides fueron para Darío, Gómez Carrillo y compañía más bien una excusa exótica para resucitar el español y llegar a fin de mes, pero la excusa acabó por gastarse, aunque Netflix persista en resucitarla con series que convierten a la vieja crónica de viajes en episodios de superación personal en los que los emprendedores de un puesto de crepas, sushi o pizza nos cuentan la historia de su éxito.

Camila Sosa Villada (1982).
Camila Sosa Villada (1982).Fuente: showbizbeta.com

Con la variante nómada cancelada, la crónica recurrió a uno de sus viejos trucos para sobrevivir: el relato barriobajero, prudentemente delincuencial, regado con harto alcohol y drogas varias, desesperado por encontrar ya no nuevos mundos o sensaciones, sino a un despistado dispuesto a escandalizarse. Curiosamente, los pocos que se escandalizaron fueron algunos cronistas, que en un ejercicio de ascenso social y terapia de adicciones impulsaron una crónica más periodística que literaria, más aséptica que bastarda, más cercana al reportaje de domingo por la tarde que a la crónica del fin del mundo, en la que los ingredientes —entrevistas, descripciones, alguna cita culta, anécdotas— se mezclaban siguiendo al pie de la letra la receta para obtener un texto objetivo y verídico, olvidando que las subjetividades más radicales suelen alcanzar verdades más interesantes.

Cuando no está oficialmente muerta, la crónica está de fiesta (también oficial). Hace pocos años se la intentó poner de moda: antologías, reportajes y crónicas sobre cómo se escriben las crónicas. En realidad, había motivos para festejar, como los textos pachangueros de Salcedo Ramos, los viajes algo gruñones de Martín Caparrós, el humor penetrante de Juan Villoro o la tensa contención de Leila Guerriero. Pero mientras se nos anunciaba que la nueva crónica era la auténtica literatura latinoamericana, el género perdía los espacios ganados a lo largo de todo un siglo a golpe de pluma y de timón, pues los periódicos y revistas —soporte en el que todos los cronistas, de Walsh a Monsiváis, y de Novo a Ibargüengoitia publicaron sus trabajos— cada vez dedicaban menos espacio al más versátil de los géneros.

Ala crónica le importa más bien poco la realidad, tan poco que siempre le da la vuelta para ir un paso adelante.
Si periódicos y revistas se abandonaban al chisme político y al meme, celosas de las redes sociales, quedaban los libros  

PERO A LA CRÓNICA le importa más bien poco la realidad, tan poco que siempre le da la vuelta para ir un paso adelante. Si los periódicos y las revistas se abandonaban al chisme político y al meme, celosas de las redes sociales, quedaban los libros. En lo que no deja de ser una pequeña traición a su historia, algunas de las crónicas más interesantes que se publican hoy en día llegan directo al formato alguna vez prestigioso del libro, sin haberse ensuciado antes en la tinta —y ni siquiera en el pixel— de todos los primeros de mes. Este cambio por supuesto supuso algunas ventajas —como la publicación de trabajos más unitarios y ambiciosos, y no de meras recopilaciones—, pero también implicó algunas pérdidas, como dejar atrás esa insolencia con la que la crónica le hablaba de tú a tú al mundo a cambio de ser recibida en el elegante salón donde poetas y novelistas platican de los últimos premios y becas recibidos.

El mundo cambia, y menos mal que así es, porque si no todas las crónicas serían iguales. Es llamativo el carácter algo contradictorio, casi caprichoso, de la crónica, que al retratar el mundo lo confronta y lo contradice: cuando viajar era difícil, las grandes crónicas eran las de viaje; hoy que las distancias se acortan, narrar porque sí un viaje a Katmandú, Venecia o Tombuctú no tiene mucho sentido. Se privilegian los temas y se sale para dotarlos de carne y narrarlos, o se cae en la cuenta de que, modestia aparte, no hay lugar más interesante en el mundo que uno mismo, por el simple hecho de que las cosas no pueden mirarse desde otra perspectiva. Así, las crónicas más sugerentes que se escriben en la actualidad son ensayos nómadas —ideas en movimiento—, o viajes sedentarios —recorridos vitales. A esta última categoría pertenecen tres novedades de este 2020, el año menos propicio del siglo para escribir crónica y, por esto mismo, el año en que leerla se hace más necesario: Linea nigra, de la mexicana Jazmina Barrera; Las malas, de la argentina Camila Sosa Villada, y La revolución a dedo, de la chilena Cynthia Rimsky.

Linea nigra
Linea nigra

COMO TODA BUENA obra de cualquier género, Linea nigra (Almadía, México, 2020) es su confirmación y su refutación. Si los manuales indican que la crónica narra una transformación, que en ella hay un punto de partida y otro de llegada, que hay un relato cronológico en el que todo cambia, entonces Jazmina Barrera los sigue al pie de la letra. Pero los manuales también estipulan que la crónica narra un recorrido, que se basa en una mirada algo objetiva de cierto fenómeno (de ahí su gusto por las entrevistas y los testimonios) y que de preferencia todo lo que se cuente debe ser verificable; entonces, parecería que Barrera tomó la sabia decisión de olvidarse de las reglas y de escribir, básicamente, como se le dio la gana. En Linea nigra la autora narra su embarazo, desde que recibe la noticia del próximo nacimiento de Silvestre hasta el periodo de lactancia. Para ser sinceros, no se me ocurre un tema más radicalmente personal y más instintivamente social y, como hombre y padre, lo leo con un reconocimiento y una identificación imposibles, a la vez que con un extrañamiento permanente.

Linea nigra se presenta como el diario de un embarazo y lo es, estrictamente lo es, con visitas mensuales al médico, evolución de los ultrasonidos y aumento del peso, pero también es muchas cosas más: una inquietante antología de fragmentos que se han escrito sobre la maternidad, una descripción de los fenómenos fisiológicos más extraños del embarazo, un ensayo sobre la transformación del propio cuerpo para dar vida a otro ser, una diminuta novela familiar donde conocemos a la madre y la abuela de la autora, y una narración, en suma, de cómo vivió cotidianamente Barrera esta experiencia extraordinaria. El fragmento, recurso que suele emplearse para agregar básicamente lo que sea a un libro que no trata sobre nada, en este caso sirve para ensayar diferentes perspectivas de un mismo tema, con lo que se consigue, encima, que el libro avance con la calidez y naturalidad de una conversación. Siempre en un mismo estilo —íntimo y cotidiano—, pasamos, sin darnos mucha cuenta, del manual de ginecología al relato de terror, de la complicidad de pareja a la soledad más profunda, de la cálida remembranza familiar al temor a lo desconocido, que se multiplica al no poder ser más cercano, pues de pronto el cuerpo se convierte en el territorio más extraño del planeta.

Las malas
Las malas

SOBRE ESTE MISMO territorio escribe Camila Sosa Villada en Las malas (Tusquets, México, 2020), y también en su caso se trata de un espacio en mutación: el cuerpo que tiene nombre de niño, pero que Villada sabe de mujer, y que transforma en tal, echándose, de paso, a todo el mundo en contra: la familia, la policía, los vecinos, la escuela y cualquier otro colectivo que merezca un capítulo de Foucault para desnudar las relaciones entre poder, represión y sexualidad. Por supuesto que hay queja y denuncia en la escritura de Camila Sosa Villada, y motivos no le faltan, pero felizmente, incluso en los momentos más difíciles, prima la celebración: la de seguir el camino elegido por duro que sea, el de la solidaridad de las travestis que la acompañan en las noches clandestinas de trabajo y fiesta, el del humor y la ternura que afloran en medio de la sordidez y la violencia ejercida contra quien decidió ser diferente, por más que esa diferencia simplemente consista en ser quien se es y aspire, como lejana utopía, a la simple normalidad.

Al igual que todo estilo personal, el de Sosa Villada es una mezcla feliz de otras voces bien llevadas: cuando una escritura realmente se apropia de otras, no las oculta, taimada y avergonzada, sino que las grita a los cuatro vientos, ya con su propio acento. En nada se parece el estilo de Sosa Villada al de Duras, Szymborska y McCullers, como un tanto elitista y acomplejadamente afirma Juan Forn en el prólogo; con toda claridad y nuevos bríos, en las páginas de Las malas conviven el Reinaldo Arenas más impetuoso, la sordidez lírica de Pedro Lemebel y sí, el viejo realismo mágico del cada vez peor leído García Márquez. Sobra decir que aquí no hay Macondos, pero por esta Córdoba argentina tan oscura hay espacio también para travestis que cambian la piel por plumas y se convierten en pájaros o que, bajo la luna llena que alumbra sus noches de amores pasajeros, se transforman en lobisonas. Y aunque el destino de estas criaturas maravillosas sea el de vivir enjauladas, el Parque Sarmiento donde pasan sus noches se convierte, al menos durante pocos años y algunas páginas, en un escenario de furia y carnaval, de fiesta y rabia, en el que las travestis se juegan la vida al tiempo que la cuestionan y la veneran.

A pesar del tono a veces melodramático y de la juerga permanente, el libro está rodeado de una inmensa oscuridad. Por una parte, está la historia del niño que las travestis encuentran una noche abandonado en el parque y que deciden adoptar. Junto con la vida de la propia autora, dicha historia sirve para estructurar la crónica y no acabará bien, por culpa del odio de la sociedad frente a quien se muestra libre e insumiso. Por otro lado, el mismo libro es el testimonio de una traición: la que la autora cometió, quizás, para sobrevivir. Para Camila Sosa Villada su verdadera familia fueron las travestis del parque, quienes fueron cayendo una a una, asesinadas, suicidadas o simplemente perdidas; finalmente, las abandona y les da la espalda, escribe sobre ellas pero jamás regresa a verlas, las convierte en material literario al tiempo que las arroja fuera de su vida. Con estupor y algo de nostalgia, Sosa Villada se da cuenta de que la realidad sobre la que escribe, a la que una vez perteneció, ya no existe, y es precisamente esa pérdida la que dota de fuerza al relato. Más de una vez la mejor literatura surge de los mundos perdidos y de las traiciones ya consumadas, como Sosa Villada lo constata, culpable e incrédula, al final de su hermosa crónica.

El estilo de la autora —desesperado, lírico y frenético— contrasta con el de Barrera —contenido, levemente irónico y transparente. Las historias que ambos libros cuentan tampoco podrían ser más diferentes; para acabar pronto, en el primero nace un niño y, en el segundo, muere otro. No obstante, ambos se guían por la evidencia hasta ahora mayormente desatendida por la crónica latinoamericana —con las excepciones de rigor— de que no hay país más enigmático que el propio cuerpo, y que un viaje alrededor del mundo o incluso alrededor del cuarto es superficial si no se observa el cuerpo que lo lleva a cabo. Pero esta escritura corporal no es lo único que comparten las autoras. A las dos les creemos lo que nos dicen no sólo por el pacto de veracidad que algo inocentemente impone la crónica, sino porque, con voces opuestas —la voz baja frente al grito, el deliberado tono menor frente al casi manifiesto— consiguen uno de los mayores artificios de la literatura: que sus palabras suenen verdaderas.

La revolución a dedo
La revolución a dedo

QUIEN YA NO CONFÍA, en cambio, ni en sus propias palabras, es la Cynthia Rimsky de La revolución a dedo (Literatura Random House, Santiago de Chile, 2020). En esta apresurada crónica de, paradójicamente, un viaje realizado hace cuarenta años, la autora rememora la peregrinación que la llevó de su Chile natal, en pleno pinochetismo, hasta la Nicaragua de la última revolución triunfante —es un decir— de América Latina, la sandinista. A la mujer de 57 años, escribiendo en el apogeo del Chile neoliberal, le cuesta reconocerse en la muchacha de 23 años que recorrió el continente a dedo para llegar al futuro, que en ese entonces todavía y ya sólo por unos cuantos años más era simple y llanamente la revolución. Rimsky relee a la distancia tanto los artículos sobre su viaje que logró publicar en Chile como las anotaciones en su diario, y para su sorpresa se encuentra con que los artículos son doctrinarios y no cuestionan nada de la revolución, mientras que en sus anotaciones personales se muestra mucho más escéptica. A estas dos escrituras enfrentadas —la leal y la traicionera, la fanática y la crítica, la pública y la íntima— se añade una tercera, la de la mujer que se relee a sí misma en plena madurez, en un mundo, a treinta años de la caída del Muro de Berlín y de la derrota de Pinochet en el plebiscito, que poco o nada tiene que ver con el de su viaje.

Más que en el periplo, la crónica se basa en un ejercicio tan sugerente como masoquista: la relectura. Ignoro si cedo a la sobreinterpretación o si, por el contrario, caigo en el juego de Rimsky, pero me parece que se desaprovechan los conflictos evocados en el texto, que van desde la imposibilidad de observar mientras se viaja hasta el desconocimiento de uno mismo y del mundo en que creció y creyó. Quizás a su pesar, La revolución a dedo es un libro triste, casi trágico por el escepticismo que desprende y al que Rimsky se niega a abandonarse, aunque no encuentra de qué sostenerse. Reverso del publicitado viaje del Che en motocicleta por América Latina, el de Rimsky calca el itinerario y hasta culmina también en una revolución, pero pierde todas las certezas y sólo halla cierto consuelo en la escritura.

Es curioso el contraste con una crónica anterior de Rimsky, Poste restante, en la que la autora partía a la tan libresca Galitzia en busca del pueblo de sus ancestros, que nunca encontró, frente a este viaje, en el que finalmente sí llega a la revolución. Aquella crónica, a través de los restos de un mundo arrasado —las poblaciones judías en Europa del Este—, rebosa vida, mientras que ésta, que culmina en una revolución triunfante en su breve apogeo, exuda decepción.

Parecería que La revolución a dedo no tiene nada que ver con Linea nigra y con Las malas, y es verdad, salvo por un detalle: de nueva cuenta, la pretendida verdad objetiva, al igual que cosas tan grandilocuentes como la geopolítica o la guerra fría, no le interesan a Rimsky, quien mejor escribe sobre el combate que libra una mujer consigo misma al leer lo que escribió cuarenta años atrás sobre un mundo que de pronto parece pura fantasía (macabra). Quien espere leer puros datos objetivos sobre la maternidad en México, la población travesti en Argentina o la Guerra Fría en Nicaragua hará mal en acercarse a estos libros, que están muy lejos —por fortuna— del informe de una ONG, de una dependencia gubernamental o de un think tank. Por el contrario, quien quiera leer una crónica personal sobre la maternidad, la vida travesti o el desencanto de la madurez, o mejor aún, quien quiera leer una excelente crónica sobre lo que sea, tiene aquí tres magníficas opciones. Esto es lo que diferencia a la crónica periodística de la literaria: la primera informa y enseña; la segunda comunica y conmueve.