La dolorosa reconstrucción de dos vidas

La familia es un tema constante en la literatura y el arte, por intimidad emocional —positiva o negativa—
y porque es habitual pensar que la creación puede arrojar luz sobre quiénes somos. Otra cosa
es que un escritor se acerque a figuras que determinaron su propia historia y les aplique el tamiz de la ficción.
Así ocurre con Los apóstatas, de Gonzalo Celorio —actual director de la Academia Mexicana
de la Lengua—: en ella explora narrativamente la complejidad familiar, a través de la ruta de sus hermanos.

Gonzalo Celorio, Los apóstatas, Tusquets, México, 2020, 413 págs.
Gonzalo Celorio, Los apóstatas, Tusquets, México, 2020, 413 págs.Foto: Especial
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Tratándose de biografías, los finales trágicos no suprimen la

vida anterior, pero, al parecer, arrojan una luz que las ilumina. Eso (creo) lo sabe Gonzalo Celorio. Hijo número once de una familia de doce, reconstruye con amor, comprensión y pasmo la trayectoria de dos de sus hermanos: Eduardo, su casi contemporáneo y Miguel, una especie de figura paterna a la que miró con devoción durante años.

No se trata de biografías académicas sino noveladas, asumiendo que nadie es capaz de descifrar por completo el misterio de una trayectoria vital. Celorio parte de su memoria, realiza entrevistas, descubre correspondencia, indaga con dedicación y logra colorear un fresco, si se quiere fragmentario, elocuente y dramático, de dos vidas que le importan mucho. Logra que el lector recorra con él ese laberinto de luces y sombras al que por economía de lenguaje llamamos vida. El narrador se convierte entonces en una especie de guía por las avenidas esplendentes y los siniestros túneles que acaban conformando una biografía.

El autor, en paralelo, ilustra los dilemas éticos que tuvo que afrontar para dar a luz historias que en no pocas familias se preferiría dejar ocultas. Historias cargadas de dolor y sufrimiento y que hacen de la escritura —digo yo— una especie de terapia que nunca se sabe si ayuda a sanar o, por el contrario, deja las heridas más expuestas. Porque el carácter testimonial de una obra (creo) nunca resulta anodino, menos cuando se le enfrenta con veracidad y coraje. Esos últimos atributos están presentes a lo largo y ancho de Los apóstatas.

Celorio narra, describe, pero hace algo más: reflexiona sobre lo sucedido y sobre el reto de contarlo. Esas cavilaciones ofrecen sentido a los acontecimientos y a la necesidad de abordarlos. No es un juez, menos un fiscal, es un observador participante (como en algún lejano tiempo decían los antropólogos comprometidos), que mira de cerca, totalmente involucrado, porque sabe y asume que esas historias son sus historias. Son los sucesos que para bien o para mal lo modelaron y los cuales lo acompañarán a querer o no.

Aunque el tono general del libro es mesurado, meditabundo, está rodeado de un aura de calidez que no permite al lector mantenerse impávido

Esto le da al texto una fuerza —sobre todo en algunos pasajes— poco usual. Porque, aunque el tono general del libro es mesurado, meditabundo, incluso sobrio, está rodeado de un aura de calidez que no permite al lector mantenerse impávido. Son historias erráticas, con etapas de creación y momentos de pérdida, de ilusiones frustradas y realizaciones constatables. La de Eduardo es además expresiva de las pulsiones de cierta izquierda católica radicalizada que quiso fundir su destino con el de los pobres, que vio en la Revolución Sandinista esa posibilidad, viajó a trabajar en aquel país, para terminar en un profundo desencanto por los ensueños rotos.

Creo que Celorio asume que todo intento biográfico novelado está condenado a ser fragmentario. No pretende saberlo todo sobre sus hermanos, no es un narrador omnisciente u omnipresente, no tiene el poder de develar la vida completa. Pero las estampas que logra rescatar, la memoria hecha escritura, los testimonios varios, sí son capaces de entregar un cuadro lleno de significado y tensión dramática.

Ya lo sabemos, cualquier buena historia contiene muchas historias. No hay un solo tema, una sola situación, un solo resorte que pueda explicar la tela de araña que día a día forja una biografía. Pero hay algunas líneas maestras que acaban por modelar la trayectoria de cada quien. Celorio recrea con sensibilidad las cálidas y en ocasiones tensas relaciones fraternas, los abusos sexuales sufridos por Eduardo en su niñez, las capacidades desperdiciadas por Miguel (un erudito ágrafo), la imposibilidad de forjar una familia estable del primero (tuvo cuatro hijos con cuatro mujeres distintas en Nicaragua), o el abandono de su familia por parte del segundo; los miedos y las aprehensiones que rodean a toda vida auténtica, la soledad final de los dos.

La familia de Gonzalo Celorio, según él mismo narra, acunaba una religiosidad tradicional que daba forma a sus relaciones, a su visión del mundo. Ambos hermanos son profundamente religiosos. Eduardo vive desde los once hasta los 22 años enclaustrado en instituciones religiosas (maristas) con la nebulosa ilusión de consagrar su vida a Dios. Miguel, por su parte, “vivió más de dos años en el convento dominicano de San Esteban de Salamanca”, España.

No obstante, las experiencias se bifurcan. Mientras el primero, como apuntaba, sacudido por los vientos de la Teología de la Liberación acaba por migrar a Nicaragua para ponerse al servicio de una revolución triunfante, que al final acabó desfigurada por la ambición de poder y la corrupción, fracturando la existencia de muchos de quienes habían creído en ella; Miguel, luego de dirigir importantes proyectos como el de montar el Museo Nacional del Virreinato, en el antiguo Colegio de San Martín de Tepotzotlán, acabará literalmente poseído por su obsesión por Satán y tendrá que ser recluido en un hospital psiquiátrico. Dos desenlaces trágicos.

Los apóstatas complementan, por lo pronto, una trilogía familiar que empezó con Tres lindas cubanas y continuó con El metal y la escoria. Las dos primeras, a decir del autor, “son novelas y no libros historiográficos”, dado que acudió a la “ficción” ahí donde la “veracidad histórica se detiene”. No sé si Celorio pueda y quiera decir lo mismo de esta tercera entrega de la saga.