Elena Poniatowska, periodista y escritora

Las celebraciones por el cumpleaños noventa de Elena Poniatowska han sido tema de la vida cultural
durante los días recientes. Los motivos saltan a la vista y se fundan en el conjunto de una bibliografía
tan pródiga como generosa, retribuida con legiones de lectores a la vez que reconocimientos múltiples.
Es una obra que disipa la frontera entre periodismo y literatura, capaz de fusionarlos para brindar
por su cuenta un espléndido mural del siglo XX mexicano, animado por sus personajes y momentos emblemáticos

Poniatowska con Gabriel García Márquez, 1986.
Poniatowska con Gabriel García Márquez, 1986.Foto: Cuartoscuro
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El pasado 19 de mayo se celebró el cumpleaños noventa de Elena Poniatowska (París, Francia, 1932), que coincidió con los ochenta de su llegada a México. Mexicana por elección y naturalización, Elena es una gran periodista y escritora que incluso en sus obras más llenas de pesadumbre siempre ha escrito, como quería Chéjov —y como a mí me es casi imposible— “confiando en un futuro mejor”.

Desde hace más de cuatro décadas me une a ella una amistad que se originó cuando me honró con su confianza y cuando era yo, apenas, un imberbe reportero de la sección de cultura de un periódico desaparecido: El Día. Hace ya 42 años de aquel primer encuentro.

Elena ya era reconocida lo mismo como escritora que como periodista y ella veía en el periodismo una necesidad profesional que no tenía por qué apartarla de la literatura. Ella nunca se ha avergonzado del periodismo, sino todo lo contrario: ha publicado, desde La noche de Tlatelolco, en 1971, otros libros de reportajes, crónicas y muchísimos de entrevistas, entre ellos Fuerte es el silencio, ¡Ay vida, no me mereces!, Nada, nadie: Las voces del temblor, Las soldaderas, Luz y luna, las lunitas, Gabriel Figueroa: La mirada que limpia, Amanecer en el Zócalo, La herida de Paulina, No den las gracias: La Colonia Rubén Jaramillo y el Güero Medrano, Domingo 7 y Todo empezó el domingo, pero ya desde su primera novela, Hasta no verte, Jesús mío, inspirada en la vida de Josefina Bórquez, alias Jesusa Palancares, el periodismo veraz y la ficción verosímil se unen en una historia apasionante con la que nuestra escritora debutó como novelista, después de haber publicado sus cuentos de Lilus Kikus.

Elena Poniatowska.
Elena Poniatowska.

EL DESTINO ME LLEVÓ a Tabasco, a trabajar con la también escritora Julieta Campos, y coincidimos también allá cuando Elena, invitada por su amiga Julieta, fue a deslumbrarse con el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, en Oxolotán, dirigido por una activista, María Alicia Martínez Medrano, que es parte de las voces corales de La noche de Tlatelolco (era entonces directora de guarderías): esa que dice en el libro de Elena:

Una ráfaga de metralla pasó rociando el lugar en donde estábamos. Vi el impacto de una bala a unos cuantos centímetros del zapato. La mujer dijo nada más “¡ay!”, y otra voz le respondió: “Tienes que hacer un esfuerzo. Camina porque es peor que te quedes herida aquí”. Todos empezamos a caminar y vi un datsun rojo, manejado por una muchacha. A ella le dio una bala; la vi caer sobre el volante y escuché el claxon que se quedó pegado...

Elena Poniatowska hace de sus generosas dedicatorias todo un género literario, en breves testimonios, para que no se olvide el momento que pronto deja de ser presente para situarse en el pasado. En la edición especial de La noche de Tlatelolco, apela a su memoria y escribe: “En recuerdo de una primera entrevista en que no estaba a punto de llover como en esta tarde en que nos referimos al 68 y a tantos amigos”. Y no puedo dejar de compartir ésta que escribió en la portadilla de Fuerte es el silencio: “Fuerte es también la amistad a través de los años, y el deseo y el amor a la vida y el afán de ir hacia lo justo y lo bello, con un abrazo rompecostillas a la mexicana”.

“El amor a la vida y el afán de ir hacia lo justo y lo bello”. Creo que en es-ta frase se resume la vocación literaria y periodística de Elena, y en esto ha sido siempre fiel. En una de nuestras tantas entrevistas y conversaciones, en 1989 me dijo que “el periodismo ha sido la puerta a un mundo al cual nunca hubiera tenido acceso de no ser por su ejercicio”, y agregó: “Para mí, fue un mundo de gran aprendizaje. Yo tenía una educación extranjerizante y de convento. El periodismo fue una manera de internarme en lo que era mi país, y sobre todo aprender a amarlo”.1

En cuanto al arte y a la literatura, al preguntarle quiénes habían sido sus maestros decisivos, respondió:

Mis maestros fueron, en cierta forma, mis entrevistados: Diego Rivera, Octavio Paz, Alfonso Reyes, etcétera. Al escuchar sus respuestas, aprendía yo más de México, y, en el caso de los grandes escritores, al leer sus libros, para entrevistarlos, en consecuencia, tuve un aprendizaje más importante que si hubiera estado en una escuela durante años.2

Cuentista, novelista, cronista, biógrafa, gran entrevistadora y hasta cultivadora del poema (ahí están sus Rondas de la niña mala), Elena Poniatowska nunca olvida lo mucho que le debe al periodismo y lo mucho que ama esta profesión hoy tan peligrosa de ejercer en México (somos el país más letal y que menos protege a sus periodistas en el mundo). Ha sabido combinar sus talentos literario y periodístico con algo que hasta en la ficción es indispensable: la verdad.

Entre los galardones literarios más importantes que ha recibido están el Alfaguara de Novela, por La piel del cielo; el Biblioteca Breve, por Leonora; el Rómulo Gallegos, por El tren pasa primero; y, sobre todo, el Premio Cervantes de Literatura, el más importante de la lengua española, concedido por su trayectoria literaria. Además de sus novelas ya mencionadas, es autora también de La Flor de Lis, Tinísima, Leonora, Dos veces única y El amante polaco. Y, como biógrafa, son indispensables sus libros Octavio Paz: Las palabras del árbol; Juan Soriano: Niño de mil años; Las siete cabritas; Mariana Yampolsky y la bugambilia, y El universo o nada: Biografía del estrellero Guillermo Haro.

Una imagen reciente de la escritora, nacida en 1932.
Una imagen reciente de la escritora, nacida en 1932.Foto: Cuartoscuro

EN EL OFICIO de la entrevista nadie la aventaja. La decena de tomos de Todo México, publicados entre 1990 y 2003, es esto justamente: la amplitud y la totalidad del universo mexicano de la cultura y las artes, que abarca las diversas disciplinas y, democrática-mente, hace que convivan Luis Buñuel, Luis Barragán, Salvador Novo, Carlos Fuentes y otros tantos ilustres de la arquitectura, el cine y la literatura, con Lola Beltrán, Gloria Trevi y Juan Gabriel, entre otros muchos artistas populares. A esos tomos hay que agregar los posteriores Palabras cruzadas e Ida y vuelta.

No es por nada que, cuando recibió el Premio Cervantes, haya evocado, como divisa, una certidumbre de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja jerónima del siglo XVII: "la única batalla que vale la pena es la del conocimiento", y ese conocimiento, esa cultura, está en todas partes y en todos los sectores sociales de México, y lo que es indispensable es descubrirlo y descifrarlo, como lo ha hecho ella con tanto tino y talento. Pronto supo cuál era la llave para penetrar en ese mundo y comprenderlo. Por ello también evocó entonces a Octavio Paz, su amigo y mentor. Afirmó: “El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos”.

Debo enfatizarlo: este par de escritores, a quienes el destino les deparaba el Premio Cervantes de Literatura, fueron grandes amigos incluso en las diferencias. Lo enfatizo porque hoy, en un país terriblemente polarizado, hay quienes ponen a Elena en un lado y a Paz en el otro extremo. Nada más lejos de la verdad. En 1977, Paz se refiere a su estancia en Europa y escribe:

Durante esos años en París a veces pensaba en el regreso a México y me repetía, mentalmente, aquellos versos de Tablada dedicados a López Velarde: “Qué triste será la tarde, / cuando a México regreses / sin ver a... Xavier Villaurrutia”. Terminé por regresar, nueve años más tarde. Nuevos amigos: Carlos Fuentes, Jorge Portilla, Ramón y Anna Xirau, Elena Poniatowska, Jaime García Terrés.3

Por eso es tan importante leer y releer el libro Octavio Paz: Las palabras del árbol, de Elena Poniatowska, en el cual demuestra que, incluso en los desacuerdos (que son el rasgo más importante de la democracia y la pluralidad) se puede cultivar el afecto y la amistad, como los cultivaron Poniatowska y Paz, quien le dijo: “Es más fácil deshonrar a nuestro interlocutor que refutarlo” y, en cuanto a mundos perfectos, le recordó: “Querida Elena, nadie puede vivir en el paraíso, es imposible”.

En el prólogo a la edición en inglés de La noche de Tlatelolco, Paz afirmó: “El arte de escribir implica dominar antes el arte de oír, un arte sutil y difícil, pues no sólo exige finura de oído, sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros”.

Y distingue “dos razas de escritores: el poeta oye una voz interior, la suya; el novelista, el periodista y el historiador oyen muchas voces afuera, las de los otros.4

No es por nada que, cuando recibió el Premio Cervantes, haya evocado una certidumbre de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja del siglo XVII: la única batalla que vale la pena es la del conocimiento

POCOS ELOGIOS fueron tan categóricos como los que Paz destinó a Elena Poniatowska. Sus palabras están tan frescas y vivas como hace medio siglo, cuando las plasmó:

Elena Poniatowska se dio a conocer como uno de los mejores periodistas de México y un poco después como autora de intensos cuentos y originales novelas, mundos regidos por un humor y una fantasía que vuelven indecisas las fronteras entre lo cotidiano y lo insólito. Lo mismo en sus reportajes que en sus obras de ficción su lenguaje está más cer-ca de la tradición oral que de la escrita. En La noche de Tlatelolco pone al servicio de la historia su admirable capacidad para oír y reproducir el habla de los otros. Crónica histórica y, asimismo, obra de imaginación verbal.5

Octavio Paz no es santo de la devoción de un sector que ­—me atrevo a decirlo— en gran medida ni siquiera lo ha leído o prefiere deshonrarlo ante la incapacidad de refutarlo. Desde El laberinto de la soledad y otros libros, Paz advertía lo que también mencio-na en el prólogo del libro de Elena: engañados y burlados por muchos años, los mexicanos siempre estamos esperando a un redentor. Y a lo largo del siglo XX y parte del XXI, cada sexenio creemos encontrarlo, ¡ahora sí!, pero después de las promesas y las campañas se produce una suerte de petrificación de la imagen pública del gobernante en turno, “que deja de ser un hombre para convertirse en un ídolo”. Paz concluye que, “acostumbrados al monólogo e intoxicados por una retórica altisonante que los envuelve como una nube, nuestros presidentes y dirigentes difícilmente pueden aceptar que existan voluntades y opiniones distintas a las suyas”.6

Traigo esto a cuento porque, aunque ella siempre ha simpatizado con el gobierno actual, bastó una breve opinión en enero de 2021 para que se desencadenara una lapidación digital contra ella. Dijo que, con sus conferencias matutinas diarias, “el presidente ya nos tiene a todos al borde de la irritación social”, y aunque el presidente únicamente respondió mandándole un abrazo, el linchamiento virtual, el insulto y la injuria de los incondicionales al presidente, más papistas que el Papa, prefirieron deshonrarla que refutarla, pues refutarla implicaba reflexionar.

Debemos dejar de simplificar y reducir las cosas, abandonar esa efectista consigna villana y perversa: “Menos Paz y más Revueltas”. Octavio Paz y José Revueltas fueron también amigos (“uno de los mejores escritores de mi generación y uno de los hombres más puros de México”, dijo Paz de Revueltas), y a los de corta memoria hay que recordarles que no fue la derecha la que defenestró a Revueltas, sino la izquierda la que lo expulsó del Partido Comunista.

Por lo demás, ningún gran autor sustituye a otro: todos los grandes escritores se suman a nuestra tradición, más allá de su signo político: por ello, lo justo y lo bello es más Paz, más Revueltas, más Fuentes, más Sabines, más Castellanos, más Garro, más Pellicer, más Gorostiza, y, por supuesto, más Elena Poniatowska.

En Rusia nadie, en sus cabales, diría “más Tolstói y menos Dostoievski” o “más Chéjov y menos Pushkin”; ni en Francia, “más Flaubert y menos Baudelaire”. El arte y la literatura no se restan, no se disminuyen, sino que se suman y se multiplican. La verdadera inteligencia cultural no va por los rumbos de la incultura de la cancelación. Octavio Paz y Elena Poniatowska, juntos, han hecho más por México que todos sus detractores.

Elena Poniatowska.
Elena Poniatowska.Foto: Especial
Notas
1 Juan Domingo Argüelles, Literatura hablada. Veinte escritores frente al lector, segunda edición, SEP/Ediciones Castillo, México, 2003, p. 98.
2 Ibidem.
3 Octavio Paz, Obras completas, volumen 4, Generaciones y semblanzas, Dominio mexicano, Círculo de Lectores / FCE, México, 1994, p. 254.
4 Octavio Paz, Obras completas, volumen 8, El peregrino en su patria. Historia y política de México, Círculo de Lectores / FCE, México, 1994, p. 327.
5 Ibidem.
6 Ibidem, p. 329.