Por qué escribí El vicio de leer

Es lugar común afirmar que la lectura nos mejora moralmente. Juan Domingo Argüelles afirma
que ese supuesto pretende encumbrar a los amantes de los libros en un rango superior al de otros seres
humanos. Como presentación de su nuevo volumen El vicio de leer. Contra el fanatismo moralista
y en defensa del placer del conocimiento (Laberinto Ediciones, 2021), el autor muestra que la literatura
no ha corregido a genocidas y que el auténtico gusto lector es incompatible con propósitos edificantes o ideológicos.

Por qué escribí El vicio de leer
Por qué escribí El vicio de leerFuente: StockSnap / Pixabay
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En los cafés, en los aeropuertos, en cualquier sitio de espera, Julio Cortázar, según refiere, llevaba siempre un libro en el bolsillo o en las manos. No imaginaba su existencia sin el feliz y absorbente vicio de leer. En una entrevista declaró: “Los horarios de la vida te condenan a horas de espera y, entonces, tener un libro en el bolsillo y concentrarse en él anula el tiempo del reloj y te crea una sensación de plenitud”.

Fumador empedernido, además de lector adicto, Cortázar sabía de lo que hablaba cuando, con ironía admirativa, afirmó: “El vicio de leer es peor que el tabaco”. Peor, por su poder adictivo. Mejor, muchas veces mejor, por sus efectos y recompensas que, sin embargo, tampoco son materia de la ciencia estadística, ya que, de acuerdo con Gabriel Zaid, “¿qué demonios importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales”.

Para la gran novelista neoyorquina Edith Wharton, autora de La edad de la inocencia y de un muy breve pero magistral ensayo con el título El vicio de la lectura (1903), “ningún vicio es más difícil de erradicar que el que se considera popularmente una virtud. Entre ellos destaca el vicio de la lectura”. Sabemos que las expresiones “vicio de la lectura” y “vicio de leer” constituyen oxímoros, y las usamos deliberadamente. Sabemos que, por definición, los vicios son dañinos o insanos y también sabemos que la expresión vicio virtuoso tiene pinta de sinsentido, pero es la mejor definición de la afición, la pasión, la perdición o el hábito de leer, aun a sabiendas de que no somos virtuosos por el sólo hecho de leer los mejores libros y que incluso los lectores pueden (podemos, dijo aquel) ser malos bichos.

Contrario a lo que piensan los ideólogos (que no pueden leer sin un propósito social o político), no existe una República de Lectores, aunque sí sea factible una dictadura de ellos. Cada lector es un soberano de su reino íntimo, y puede leer por las más variadas razones, pero no existe razón alguna para dar cuentas a nadie de un vicio, de cualquier vicio y, entre ellos, del vicio de leer, éste que Valery Larbaud calificó magistralmente, hace ya casi un siglo, en su libro Ce vice impuni, la lecture (Ese vicio impune, la lectura).

La lectura puede ser tabla de salvación para no ahogarnos en un océano de necedad, pero también puede ser una roca atada al cuello para hundirnos hasta el fondo del fanatismo

VICIO IMPUNE, sí, y soberano, en un mundo dominado por fanáticos, dice Oscar Wilde, “cuyo peor vicio es la sinceridad”, esa sinceridad de quienes presumen tener siempre la razón y viven obsesionados por meter a todos en un mismo saco. No son pocos los que creen saber por qué debe leerse y para qué; también, y no en menor medida, qué y cómo debe leerse. Y en todos los casos lo que les importa no es el verbo leer sino el verbo deber. En el momento en que debemos leer esto o aquello de la manera equis, porque es indispensable para esto y lo otro, el placer se esfuma, nos lo roban, porque si hay algo peligroso para el poder es precisamente el goce, el placer, el disfrute individual, y a veces colectivo, que los ideólogos desean echar al pozo porque no hay forma de controlarlo.

La lectura puede ser, según el uso que se le dé, una tabla de salvación para no ahogarnos en un océano de imperativo y necedad, pero también puede ser, y no pocas veces, una roca atada a nuestro cuello para hundirnos hasta el fondo del fanatismo. No todos los que leen libros se liberan con ellos; hay quienes creen que someterse a una creencia es emancipación y leen únicamente para cimentarla y reafirmarla. Les importa un pepino el placer: leen lo que debe ser leído, por el motivo equis para el objetivo tal. Son fanáticos y no son pocos; abundan: levantas una piedra y ahí están.

CON MAGISTRAL IRONÍA paradójica, Oscar Wilde sentenció: “cuando la gente está de acuerdo conmigo, siempre tengo la sensación de estar equivocado”. No es mala idea cultivar esta sensación, sobre todo cuando nos obstinamos en algo con lo que está de acuerdo una mayoría dominante. Un lector, cualquier lector, uno mismo, no es necesariamente noble o virtuoso nada más porque lee libros, y ni siquiera es necesariamente ético porque lee o escribe libros de ética. Hay que ir desechando de una buena vez la falsa idea de que los libros y la lectura nos hacen buenos per se. Hitler leía y tenía biblioteca, y hasta un reciente difunto (culpable de miles de asesinatos y atrocidades), fundador y dirigente, en Perú, de la banda criminal Sendero Luminoso (el nombre lo dice todo), Abimael Guzmán, leía bajo la creencia de que mejoraría al mundo o por lo menos al Perú si exterminaba a cierta gente. Lo mismo que el Che Guevara, que leyó muy buenos libros, sólo para terminar gritando “¡Viva la muerte!”.

El placer que se pervierte lleva, por ejemplo, al disfrute de matar, pero para llegar a este punto es necesario perder o extraviar la inteligencia. El placer también se educa y refina, pero para esto es necesario aceptar de buen grado no tanto a la moral como a la ética. Creer que uno es moralmente mejor que los demás sólo porque lee más o mejores libros que ellos es no tener idea de la ética que, por cierto, no se aprende en los libros.

Dice bien André Comte-Sponville: tenemos un cuerpo y, porque lo tenemos, los seres humanos somos capaces de construirnos un alma; con libros o sin libros, y hay desalmados que también son lectores. Y hay lectores a quienes les fascinan los tiranos y simpatizan con las tiranías. Hay lectores que aman a los criminales e idolatran a los genocidas. Esto, en realidad, no es una incongruencia de la lectura; sólo nos lo parece porque asumimos, optimista, cándidamente, que leer libros nos hace automáticamente buenos y nos expide un certificado de virtud y buena conducta. Por supuesto, no es así.

La falacia de que leer nos hace buenos o de que nos mejora moralmente es una forma de justificar nuestra conciencia y, no sin vanidad, encontrarnos mejores a nosotros mismos puesto que leemos; tratamos de darle a la lectura un sentido de utilidad con un beneficio explícito y tangible, y hasta estadístico, para no sentir que es un ejercicio sin fruto, superfluo, ocioso, independientemente del placer que nos depara. Por amor propio, y para darnos importancia, nos negamos a aceptar el ya clásico apotegma de Zaid: “Leer no sirve para nada: es un vicio, una felicidad”.

Por qué escribí El vicio de leer
Por qué escribí El vicio de leerFoto: Dariusz Sankowski / Pixabay

El moralismo, más que la moral, censura el placer, lo combate, oponiendo a él la disciplina y la obediencia fanática en nombre de la utilidad. Michel Tournier escribió: “Desdichadamente, el horror hacia el placer se parece mucho al odio hacia la vida”. Condenar el placer estético (el del arte y la cultura) es cosa castrense y de políticos, de gobernantes y de militares, de guerrilleros y terroristas, pero también de algunos hombres y algunas mujeres de letras, o letrados por lo menos, que sirven o colaboran con el poder; gente que cree que el placer estético es insano sobre todo por un motivo: porque, al ser incontrolable, conspira contra el poder, no admite disciplinas, no acepta órdenes.

A LA MASA se le puede obligar a aplaudir y se le puede conducir al matadero, pero al individuo soberano no se le puede obligar a experimentar placer. El placer es de cada cual, incluso si surge como producto del dolor de los demás: el placer del mal, cuya banalidad va más allá del simple egoísmo. Cada cual es libre de elegir su destino, con libros o sin ellos, pero cuando la maldad y el terror se imponen a pesar de los libros, que constituyen un ideal cultural del mejoramiento y el bien, la cultura y la educación fracasan estrepitosamente. El Che lector, médico y matón, y Abimael Guzmán (el “Presidente Gonzalo”), lector, profesor universitario de filosofía y genocida, constituyen, ambos, no sólo una vergüenza, sino un estrepitoso fracaso para la educación y la cultura, la lectura y el arte, y sobre todo para la humanidad, y esto es para que no olvidemos lo que nos advirtió George Steiner: “Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”.

Después de más de medio siglo como lector, hoy sé que los peores lectores son aquellos que rechazan el gozo estético a cambio de leer en nombre de una ideología que los ciega para no ver los valores artísticos y propiamente literarios de una obra. Que doctores, lectores y escritores tengan devoción por matones y genocidas prueba que la lectura de libros no es, por sí misma, una demostración de inteligencia ni mucho menos de nobleza de espíritu. Están también los doctores, lectores, escritores y artistas que admiran a Hitler, Mao, Stalin, Mussolini, Franco y Fidel Castro, entre otros genocidas. Evidencian una casi nula inteligencia emocional, y leer los mejores libros no les ha servido de mucho si lo que quieren demostrar, según suelen decir, es que los libros mejoran a quienes los leen.

Quienes leen y, en lugar de seguir leyendo o de comenzar a escribir, desean exterminar a sus semejantes, no pueden culpar de ello a la lectura, sino a su falta de inteligencia emocional, pues muy bien lo explica Michel Serres: “No hay nada en el intelecto que no haya estado primero en los sentidos”. Leemos mal porque sentimos mal o porque leemos no por placer, sino contra alguien o contra algo. Leer bajo el imperio de una ideología, con rencor y con resentimiento, no parece ser la mejor manera de leer, aunque todo el mundo tiene derecho a leer como le plazca.

A lo que no tienen derecho los funcionarios de la administración educativa y cultural es a decir mentiras, y divulgarlas desde el poder político, en nombre de la mejoría humana. Ya sabemos de qué está empedrado el camino hacia el infierno, pero en su caso no parece siquiera que los empedradores posean buenas intenciones, sino fanatismo, vanidad, arrogancia y la evidente creencia de ser dueños de la verdad absoluta. Hasta el placer disciplinado, más temprano que tarde, deja de ser placer y se convierte en un deber y, con frecuencia, ni siquiera en un deber noble, sino en uno rencoroso.

Los peores lectores son aquellos que rechazan el gozo estético a cambio de leer en nombre de una ideología que los ciega para no ver los valores artísticos y literarios de una obra 

LA LECTURA DE LIBROS puede ser uno de ellos. Al igual que el amor y el sexo, el placer es siempre desenfadado y también desprogramado, y se pierde fácilmente con la agenda, con la programación, con la obligación asignada: “hoy nos toca leer” puede llegar a ser tan desabrido como “hoy nos toca hacer el amor”. ¿A qué hora? El viernes, de cuatro a cinco o el martes, de siete a ocho o el domingo de nueve a once. Ni siquiera el onanismo, la autosatisfacción, la autocomplacencia fácilmente admiten una agenda, un programa.

El placer de leer nada tiene que ver ni con consignas ni con horarios, mucho menos con propósitos edificantes, morales, ideológicos, políticos. Los libros que se leen por obligación admiten reglas y horarios, pero incluso, algunas veces, de esos libros de obligación (leídos generalmente en las escuelas o cuya lectura es indicada por ellas) alguien ha sacado algún placer, como excepción a la regla, lo cual demuestra que la educación sentimental es tan importante como la educación intelectual.

De estas y otras cosas más trata El vicio de leer: Contra el fanatismo moralista y en defensa del placer del conocimiento (Laberinto Ediciones, 2021): la lectura placentera, la soberanía lectora, la insumisión y los poderes del lector, la labor de los promotores o promovedores, el poder político contra la lectura, la imposibilidad de fabricar lectores, el fanatismo ideológico, y del lucro, la moral, la demagogia, etcétera, que se entrometen en la lectura literaria y en la comprensión estética para dictar caminos únicos y a contracorriente de la libertad de cada lector.

Ha sido escrito durante el confinamiento al que nos obligó la pandemia por Covid-19, en el que, a pesar de todas las desgracias, los libros y la lectura han sido buenas compañías, no para salvarnos de la muerte, precisamente, sino para ser más sensibles a ella. No se puede, por cierto, exigir a los libros lo que nosotros mismos no podemos dar. En cambio, sí podemos exigirnos que nuestro vicio de leer y nuestro oficio de vivir no contribuyan a empeorar la realidad y los sueños, tor nándolos pesadillas. Dicho está.

Este libro está dedicado a la memoria de Stephen Vizinczey (1933-2021), quien nos enseñó que “hay dos clases básicas de literatura. Una te ayuda a comprender, la otra te ayuda a olvidar. La primera te ayuda a ser una persona libre y un ciudadano libre, la segunda ayuda a la gente a manipularte”.  

Por qué escribí El vicio de leer
Por qué escribí El vicio de leer