George Steiner, lecciones del maestro

En la evocación que sigue, el historiador literario Stephen Greenblatt —autor, entre otros libros, de El tirano:
Shakespeare y la política, traducido al español en 2019— narra su deslumbramiento al encontrarse con George Steiner como su maestro en la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Lo recuerda con motivo de las conferencias
que el profesor y crítico impartió en Harvard, en el año 2002. Menciona la pasión, generosidad, exigencia
y sabiduría como claves fundamentales en la “implacable” enseñanza de quien “daba la impresión de haberlo leído todo”.

George Steiner (1929-2020).
George Steiner (1929-2020).Fuente: youtube.com
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TRADUCCIÓN   ELÍAS CORRO

Cuando estaba en el último año en la facultad pedí una beca para estudiar en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Ignoraba prácticamente todo sobre los estudios de literatura inglesa en Cambridge, pero por suerte la Comisión Fulbright era tan ignorante como yo: me dieron una beca para estudiar con el profesor Basil Willey quien, como lo pude descubrir al deshacer mis maletas, resultó que llevaba varios años muerto. El supervisor que se me asignó en lugar del difunto Willey —aunque sin duda él tenía para ofrecerme mucho más de lo que yo entendía entonces— me pareció muy tedioso y los dos años que me faltaban de pronto me parecieron una eternidad. Fui a ver a quien llevaba el atractivo nombre de mi “tutor moral” para preguntarle qué podía hacer. Me recibió —por razones que nunca he entendido— en la tina del baño, pero me dio un muy buen consejo. Como ciudadano de Estados Unidos, dijo, tenía menos motivos para preocuparme por las reglas, y en realidad podía estudiar con quien quisiera, con tal de que encontrara a alguien que me aceptara.

Por consiguiente empecé —de manera absurda, en retrospectiva— a preguntar a diversas personas, casi al azar, quiénes eran en su opinión los profesores más brillantes e interesantes de literatura inglesa en Cambridge. De inmediato surgieron tres nombres. El primero, F. R. Leavis, me tomó del brazo luego de que me planté ante él una cruda mañana fría de noviembre, y me dijo: “Todos me odian, pero he de des-quitarme con mi red de profesores en todo el mundo”. Eso no iba a funcionar, pensé. El segundo fue Raymond Williams, quien me aceptó amablemente: escuchó mis ensayos semanales hasta el final del semestre con los párpados a medio cerrar, en un silencio sepulcral y con una apariencia de aburrición inefable. El tercer nombre que se mencionó repetidamente era el de un joven profesor cuya precocidad intelectual —y su petulancia, según algunos— había causado conmoción en las Salas Comunes de los Mayores de la venerable universidad. El joven profesor era George Steiner.

No había ninguna razón para que Steiner accediera a tenerme como estudiante —sólo la generosidad que es una de las grandes características dominantes en toda mi profesión. Y en verdad no había razón para que escuchara tan atentamente mis desordenadas ideas y menos para que respondiera con tan apasionada inteligencia. Me habían dado clases maestros fabulosos, pero nunca había visto nada como esto ni lo vería después.

¿Se me permite confesar, querido George, que no supe qué hacer con tal cosa? Deslumbrante, exigente, autoritario, insultante, desconcertante e inspirador, eso fue usted. Enseñaba tragedia griega —porque eso fue lo que estudié a su lado— con intensidad demoniaca: aunque nos sentábamos juntos en su pequeña oficina, sólo nosotros dos, su voz ascendía en un crescendo y luego caía de pronto hasta un murmullo teatral. Aludía casualmente a libros que yo nunca había leído, citaba portentosamente autoridades que yo jamás había escuchado. Invocaba sin explicación alguna complejos problemas de ajedrez, adivinanzas matemáticas, dilemas filosóficos. Se refería usted a los encuentros cruciales de oscuros teóricos de Europa del Este, a las visiones místicas de ermitaños que estaban obsesionados con Dios, a los intensos debates de talmudistas y marxistas encerrados en vagones para ganado rumbo a los campos de muerte. Usted hablaba como si los hornos siguieran calientes.

Daba la impresión de haberlo leído todo y de esperar que yo también estuviera encaminado hacia allá. Me dijo que debía dominar al menos cinco idiomas, que en lugar de ir al posgrado me fuera a Alemania a leer a Heidegger, Benjamin y Witt-genstein, que debía portar al menos dos pasaportes, que me debía casar con alguien inmensamente rica o inmensamente brillante, que debía tratar de lograr algo —un solitario acto mental— que impresionara al mundo y que tal vez fracasaría en el intento. Fue usted implacable. Al fin del semestre, le pedí que al siguiente fuera mi maestro y me honró no sólo al aceptar sino al invitarme a su casa a comer, algo que el profesorado de Cambridge no hace de ninguna manera.

El mes pasado usted dijo, en la primera de sus conferencias, que un maestro no encuentra un discípulo digno de su herencia, y entendí, como debieron entenderlo otros exalumnos, lo mucho que lo hemos decepcionado. Pero luego usted dijo también que sólo había tres opciones: el maestro destruye al discípulo, el discípulo destruye al maestro o los dos quedan atados por la funesta cadena de eros; y entendí por qué todo el proyecto del discipulado me parecía un arreglo fáustico. “Qué mundo de provecho y placer”, dice el Fausto de Marlowe,

De poder, de honor, omnipotencia,

Se promete al artesano estudioso.

Consciente del destino de Fausto opté, en cambio, por la modesta meta de tratar de entender algo sobre Shakespeare. Pero como los otros que hoy se han reunido aquí, celebro su intelecto, su audacia, su curiosidad maravillosa, infatigable, visionaria.

En ocasión de la tercera conferencia Charles Eliot Norton, “Magnificus”, ofrecida en la Universidad de Harvard el 5 de noviembre de 2002. Fuente: Harvard Review, primavera de 2002.