Ya no hay tragedia: postales desde la cocina

Hasta hace poco, el espacio doméstico y sus labores habían sido históricamente despreciados. Cada vez se recupera más su importancia. Aquí, Yuliana Rivera ensaya sobre el territorio de la cocina en relación con los afectos profundos. Entre la anécdota personal, una escena de Romeo y Julieta, y algunos de versos de Elizabeth Bishop, la autora se hace preguntas como “¿Será acaso que las vajillas son una proyección de nuestra personalidad?”, para hacernos pensar qué del interior humano está también en esos objetos cotidianos

Osias Beert, Bodegón con varios recipientes, hacia 1610.
Osias Beert, Bodegón con varios recipientes, hacia 1610.Foto: collections.mfa.org
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La cocina es el lugar, acaso después de la recámara, donde enfrentamos batallas y conquistas. En ese espacio de trabajo y meditación, se conjura la magia. Por eso, no son menos importantes los utensilios con los que preparamos desde una infusión hasta un ramen; qué decir de los trastes donde servimos, ellos completan el ritual.

Shakespeare, fanático de la botánica, menciona varias veces la semilla de mostaza, la flor del pensamiento, los cardos y el romero; sin duda conocía el fruto de la maquinaria que se conspira en la cocina. En la trama de varias de sus tragedias, bebidas y alimentos juegan un rol significativo. Él sabía que no hay algo más humano que el sentido del gusto.

Se me antoja traer una cita que pone sobre la mesa ese territorio de la cocina en el hecho semántico de la conquista amorosa, la guerra y la magia. En la escena III del primer acto de Romeo y Julieta, previo al baile de máscaras en la casa de los Capuleto, Julieta es abordada por su madre:

—¿Es capaz de complacerte el amor de Paris?

—Trataré de gustarle, si el tratar mueve al gustar; pero mis ojos no lanzarán sus dardos más hondos de los que nuestro consentimiento les dé fuerzas para volar.

Irrumpe un criado para anunciar que la cena está servida. Los siguen, termina la escena. Es bellísima la metáfora: se está cocinando el encanto, el amor, un Bocato di Cardinale. Esa misma noche, Julieta conoce a Romeo. El resto, ya lo sabemos.

La cocina, un espacio para amar.

Propicia vínculos afectivos. Aún no puede deslindarse de su origen con lo acogedor, la ceremonia y lo amoroso. Leo: se sabe que en las bodas de Manuel I de Portugal con Leonor de Habsburgo, en 1530, ordenaron fabricar la vajilla para el banquete. Si fue cierto, sucedió antes de la tragedia shakesperiana, en vísperas del Renacimiento cuando, si bien había trastes, su uso era primario u ornamental y los diseños, sencillos. A lo mejor sólo las clases altas y el clero tuvieron juegos de vajillas.

Similar a las intenciones de un artista, imagino que la aristocracia del siglo XVI valoró más los aspectos estéticos para la celebración de su boda. Sólo lo bello trasciende. No deja de sorprenderme la unión entre esas dos necesidades orgánicas y vitales: amar y comer. Así, la creación de utensilios, mediada por el amor, concilia lo útil y lo bello. Eduardo Lizalde escribió: “Dicen que el amor embellece”. Entonces, Dios salve el ocio, la belleza, lo (in)útil.

Amar debería ser como un poema. Pienso en los vasos, las tazas —pequeñas— o los platos hondos que sortean contener lo incontenible; de igual modo, la poesía persiste en inundar el abismo y conservarlo. El poema, en su profundidad, íntimo e introspectivo, defiende el ser individual. Toda poesía —como un plato hondo— es romántica, porque preserva su esencia.

He olvidado a aquél poeta que decía que “existen muchas maneras de decir algo en prosa, sólo hay una en poesía”, pero así sucede con el plato hondo, un recipiente de líquidos y semilíquidos. Fiel a su forma, responde a un principio termodinámico: bloquea la propagación del calor por conducción. Es decir, abraza la temperatura, pese a que la naturaleza de las moléculas en los cuerpos busca el equilibrio térmico. Así la realidad con el poema, mientras contiene la eternidad en un instante. Así el amor.

Decía Schopenhauer: “Primero soy yo, luego el mundo”. Hacía una crítica a lo aparente y defendía la esencia; lo eterno, pues. A un renacentista como Shakespeare le hubiera seducido esa idea o ¿por qué los enamorados Romeo y Julieta se conocerían en la mascarada? Pienso: ¿será acaso que las vajillas son una proyección de nuestra personalidad?

Recuerdo que una vez invité a mi casa, para tomar café y presentarle a mis gatos, a un chico que me gustaba. Para ese día compré unas tazas en una tienda departamental. Cuando llegó, nos quedamos en la cocina y bebimos el café en aquellas preciosas tacitas. Pero él sólo ponía atención a la fila de plantas carnívoras de la ventana. Salimos al jardín a ver a los gatos y luego se fue. Pasó inadvertido el detalle de las tazas, como yo pasé inadvertida después, muchas veces, para él.

Aquí, ahora, en este territorio pequeño, propio, que conozco como ningún otro, estoy enmascarando —o proyectando, quizá— mi incapacidad para hablar de su pérdida. Evadiendo el duelo o tratando de embellecerlo para

habituarme a la ausencia. Elizabeth Bi-shop decía: “Es indudable / que el arte de perder se domina fácilmente, / así parezca (¡escríbelo!) un desastre”.

Mientras la tetera rezonga sobre la estufa, le cuento a mi gata Pou que continúo pensando en la valiente elección de Julieta: amar. En nuestros días su figura está infravalorada y me parece importante recuperar su atributo. Pou, ¿te imaginas conocer a alguien que te haga sentir el amor o la pasión de Juli y rifártela? Dime, ¿quién piensa hoy en la dimensión del libre albedrío promovida en el Renacimiento? “Tantas cosas parecen empeñadas / en perderse, que ya no hay más tragedia”; Bishop, otra vez. Elegir nuestro lugar y relación con el mundo puede iniciar, incluso revelársenos, cuando escogemos del librero un tomo de poesía o uno de narrativa; con quién salir, si vivir juntos o separarnos. Por ejemplo, en este instante, cuando busco en la gaveta las tazas donde servir el café: ¿prefieres una de Mickey Mouse?