El horizonte de la caja de cartón

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El horizonte de la caja de cartón
El horizonte de la caja de cartónFuente: kartox.com
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La caja de cartón convierte el sueño de lo plano en una sólida estructura tridimensional. Ni siquiera el papel más delgado tendría cabida en el mundo de Planilandia concebido por Abbott, pero basta plegar los lados de una lámina de fibra vegetal para transformarla en una arquitectura compacta, habitable, delicia de gatos y niños pequeños. El juguete sofisticado —y caro— yace arrumbado a la espera de atención, mientras ellos pasan horas jugando con esos cubos ligeros que sirvieron de empaque, en una suerte de curso intensivo y palpable de la metafísica del adentro y afuera.

EL PAPEL BIBLIA, el cebolla o, más engañosamente, el albanene, se antojan una membrana mínima comparados con la tosquedad del cartón, y sin embargo todos esos descendientes de la celulosa comparten la cualidad de que, tras ser sometidos a un origami preciso, se convierten en una coraza o segunda piel, efímera y desprendible, que protege y a la vez conserva el misterio de lo que aloja.

Así sea una simple caja de color café o el envoltorio de un regalo exquisito, cumplen la función teatral de posponer y demorar el encuentro con el objeto, y tal es su importancia para la psique y su necesidad de enigma que, sin caer en el suspenso de la mise en abyme que proponen las cajas chinas (un regalo adentro de un regalo adentro de un regalo...), en las redes sociales triunfa un género de video conocido como unboxing: literalmente, “desembalaje”. A diferencia de los envoltorios que se desprenden, tiran a la basura y dan lugar a montañas sin sentido que se desbordan en navidades, las cajas de cartón suelen tener otras vidas, y reforzadas con cinta canela, no es infrecuente que, después de almacenar cartones de huevo, transporten los tesoros de la familia.

La rigidez de la caja de cartón es tan decisiva como su ligereza. Los castillos de naipes parecen una idealización desalmada de las casas que se improvisan en las ciudades perdidas, hechas de cartón y demás materiales azarosos, prueba de que con apenas nada se pueden levantar fantasías góticas, edificaciones fantásticas que como sea no resistirían los soplidos del lobo feroz ni las lengüetadas del fuego. Cuando Andy Warhol exhibió en 1964 sus famosísimas Cajas Brillo, las apiló a modo de fortaleza, en homenaje a esas instalaciones vanguardistas de sitio específico que abundan en los pasillos de ofertas de los supermercados, pero antes se cuidó de crear réplicas exactas en madera, no sólo para que lucieran paradójicamente “más reales” —y las torres alcanzaran mayor estabilidad—, sino para favorecer su comercialización y coleccionismo. Aunque el cartón y el papel periódico, materiales de desecho por excelencia, han entrado hace más de un siglo al cubo blanco hiperprotegido del museo, no congenian con los ritmos de la posteridad. Entiendo que la Caja de zapatos con que Gabriel Orozco deslizó su provocación al sistema del arte ha debido reemplazarse numerosas veces, ya incluso durante la propia Bienal de Venecia, y que no hay ninguna que pueda considerarse “la original”.

ELABORADO CON FIBRAS de celulosa virgen (principalmente de pino) a las que se sustrae la lignina (sustancia que las mantiene unidas cuando forman parte del árbol), el cartón es una variante de papel que adquiere firmeza gracias a la acumulación de capas y al corrugado. Tanto su epidermis como su esqueleto lo conforman hojas lisas u onduladas que podríamos encontrar en una factura, un libro de arte o una tarjeta de visita, pero que en el imaginario colectivo, quizá porque rara vez se someten al proceso de blanqueo, están más cerca del estado de la materia o del desperdicio.

La temporalidad de una caja equivale a un parpadeo si la comparamos con la de un libro, a pesar de que el agua los reduciría a una misma e indiscernible pulpa. Por más que Ediciones El Mendrugo o Eloísa Cartonera incorporaran la textura áspera y basta del cartón allí donde solía imperar la piel de cerdo —en ejemplares austeros y se diría silvestres, hoy codiciados por los bibliómanos—, perdura la idea de que su función principal es el empaque de mercancías. Si en su tiempo Marcial, el mordaz epigramista de la Roma imperial, temía que las hojas de sus libros terminaran reducidas a meros envoltorios del mandado —túnicas de atunes o cucuruchos para las especias—, hoy más bien temería que, reblandecidas por la humedad y el olvido, se reciclaran para fabricar el cartón con que se reparten las reediciones de sus rivales.

Mi familiaridad con las cajas data de antes de que se prohibieran las bolsas. Son una constante en mi vida

Mi familiaridad con las cajas data de mucho antes de que se prohibieran las bolsas de plástico. Son una constante en mi vida de la mano del trasiego interminable de libros, e incluso creo que he alcanzado cierta maestría en la confección de empaques a la medida para enviar ejemplares por correo. Aunque limitado al reino de los paralelepípedos, me complace la exactitud con que el cartón arropa lo que envuelve, y confieso que en el trance de una inundación se me salieron las lágrimas al ver cómo el agua disolvía sus enlaces de hidrógeno hasta devolverlo a la condición de papilla. (Debo aclarar que la caja estaba llena de libros...).

A pesar de que no hay una relación etimológica entre “papilla” y “papel”, ambos conceptos están relacionados a través del acto de la masticación, no por nada papier mâché significa “papel masticado”. Como señala Steven Connor en su fascinante libro Parafernalia, fue el naturalista René Réaumur quien sugirió por primera vez que se podría emular a las avispas, que mastican las fibras de los árboles a fin de construir sus panales.

La idea de triturar árboles para transformarlos en cajas no deja de provocar escándalo, pero no todo estará perdido mientras no sea posible ordenar un árbol vivo —ni siquiera un bonsái—, a través del gigante Amazon, con la intención de que llegue debidamente embalado a nuestra casa.

SE HA VUELTO una tradición en los estadios que los fanáticos se cubran la cabeza con una bolsa de papel para ocultar la vergüenza por el triste desempeño de su equipo. Kōbō Abe, en la novela El hombre caja, enumera los pasos a seguir para alcanzar el anonimato enfundados en cajas, adaptadas como escafandras cúbicas, que garantizan la inexpresividad a la vez que llevan hasta sus últimas consecuencias el proceso de uniformidad y desindividuación en las sociedades contemporáneas. El perturbador hombre caja, que encuentra una tortuosa salida en el encierro, no es sino la atomización y síntesis del departamento caja o de la oficina caja, condición que nos acerca al grado cero de la piñata, ese punto en que el vacío se toca con el acartonamiento. Una metáfora de la vida compartimentada, frágil, asumida como mercancía, sin otro horizonte que la mudanza permanente en puerta.