Salman Rushdie

"Los humanos somos seres parciales"

Aunque era una pluma notable de la narrativa en lengua inglesa y ganador del Booker Prize, su fama
mundial —que nadie envidia— fue resultado de la sentencia de muerte que se dictó contra él, por su novela
Los versos satánicos. Desde entonces han sido asesinadas numerosas personas a causa de la edición o difusión de esa obra, y ahora su autor está en un hospital de Nueva York. Reivindicar la subjetividad, incluida la blasfemia, resulta hoy indispensable, sostiene Julio Trujillo en estas líneas airadas.

Salman Rushdie (1947).
Salman Rushdie (1947).Foto: Cuartoscuro
Por:

Salman Rushdie nació el 19 de junio de 1947 en Bombay, en las vísperas de la independencia de la India del dominio británico, que se celebra el 15 de agosto.

A SU FAMILIA le gustaba hacer la broma de que el bebé Salman fue responsable de esa emancipación, pero la fecha es también importante en la obra del autor porque detona su mejor novela, que no la más famosa: Hijos de la medianoche (1981). Narra en clave fantástica la historia de los mil y un niños nacidos al sonar la medianoche de ese 15 de agosto, historia contada por uno de ellos que, al ir enlazando las diferentes narrativas, construye un mosaico histórico de la India postcolonial. Es (hoy más que nunca, no sobra decirlo) una ficción que ayuda a entender mejor la realidad y que a Rushdie le dio premios, fama y la siempre dudosa etiquetación de su estilo como “realismo mágico”, pues los hijos de la medianoche tienen extraños y muy simpáticos poderes... Es una primera coordenada, una fecha simbólica (la independencia de su país) que nos ayuda a ubicarlo mejor.

Una segunda fecha es el nefasto día del amor y la amistad. Y no es que sea nefasto por su derroche de cursilería, a la que tenemos derecho todos, sino porque fue un 14 de febrero de 1989 cuando el ayatolá Jomeini de Irán (un “dictador teócrata y senil que arrastró a su propio país a la miseria, la mendicidad y la bancarrota”, en palabras de Christopher Hitchens) emitió una fatwa o edicto religioso que ordenaba matar a Rushdie por considerar que su novela Los versos satánicos (1988) insultaba a las santidades islámicas (anoto entre paréntesis que Rushdie atendía los funerales de su amigo, el escritor de viajes Bruce Chatwin, cuando se enteró del edicto).

El líder de un país ordenó matar a un escritor. No tendría que ser necesario decir más, explicar más, entrar en las sutilezas de lo escrito, para escandalizarnos y rechazar un gesto semejante en el siglo XX, un gesto barbárico con varias ondas expansivas, una de las cuales fue, por supuesto, la promoción planetaria de la novela. Años después, en una entrevista con The Paris Review, Rushdie diría con su característico humor: “El Día de San Valentín no es mi día favorito del año, lo cual realmente le molesta a mi esposa”.

La tercera fecha o coordenada temporal en el arco de vida de Rushdie es muy reciente: el 12 de agosto de este año, cuando fue apuñalado varias veces por un joven veinteañero antes de dar una conferencia en Nueva York. A reserva de tener más y mejor información, no cabe duda de que se trató de un intento de asesinato contra un escritor al que la fatwa de hace treinta y tres años convirtió en una diana humana. Dicho edicto, por cierto, dejó de ser una fantasía verosímil del fanatismo religioso para cobrarse la vida, a lo largo de esos años, de decenas de personas relacionadas con el libro, desde su traductor al japonés hasta muchos de los mismos ofendidos por la sátira, quienes acudieron a protestar en Bombay y fallecieron en los enfrentamientos con las autoridades, sin olvidar a los inocentes que murieron al ser incendiado un hotel en Turquía donde se hospedaba su traductor al turco. La fatwa era real, pues, demasiado real, y su más reciente materialización tomó la forma de un cuchillo hace apenas ocho días. El apellido del hombre histérico que acuchilló a Rushdie es Matar, dicho sea de paso, pero Matar no es ni será una solución.

Un manifestante musulmán quema un ejemplar de Los versos satánicos en La Haya, 3 de marzo, 1989.
Un manifestante musulmán quema un ejemplar de Los versos satánicos en La Haya, 3 de marzo, 1989.Fuente: es.wikipedia.org

DOS DE ESAS TRES FECHAS desviaron al escritor de su ruta natural, la de la imaginación literaria y la aprobación o discrepancia que ella pueda provocar, y lo redirigieron, contra su voluntad, hacia una ruta nueva: la de la defensa de dicha imaginación y la libertad de expresarla. Rushdie aceptó ese nuevo papel, que cambió su vida, y hoy lo está pagando más caro que nunca.

Heráclito dijo que el carácter de un hombre es su destino, pero a veces la violencia irrumpe y cambia ese destino, a veces un avión incrustado en un rascacielos es tu destino y entonces el filtro de la política transforma permanentemente la visión que tienes del mundo. Rushdie lo ha dicho así:

Es como Jane Austen olvidándose de mencionar las guerras napoleónicas. La función del ejército británico en las novelas de Jane Austen es verse guapo en las fiestas. No es que ella esté evitando algo, es que puede explicar plena y profundamente las vidas de sus personajes sin referirse a la esfera pública. Eso ya no es posible.1

"Eso ya no es posible", pero un escritor jamás debería pagar con su vida por algo que ha escrito ni reprimir su propia imaginación por miedo a la ofensa y sus arcaicas represalias. Se ha dicho muchas veces: limitar la libertad de expresión no sólo implica censura, es violentar la naturaleza humana.

Los versos satánicos es la novela más famosa de Rushdie por razones extraliterarias. Él era ya, probablemente, el novelista británico más celebrado de su generación cuando el libro fue publicado, y no se trata de un volumen solamente sobre el islam sino, según él mismo, sobre “migración, cambio, personajes escindidos, amor y muerte”; también lo ha definido como “la investigación de una persona no religiosa sobre la naturaleza de la revelación”. Subrayo esto último: la creencia sostiene que en los albores del islamismo, Mahoma fue tentado por Satanás y luego corregido por el arcángel Gabriel en un episodio que se conoce justamente como los versos satánicos.

Esa “investigación de una persona no religiosa” le llevó cinco años de trabajo y escritura a Rushdie, labor que la sentencia de muerte nos hace olvidar, reduciéndolo todo a la ofensa y desplazando la lectura misma (al parecer, Jomeini nunca leyó el libro).

Para el novelista, el escándalo tuvo más que ver con el desprecio intelectual que con el solo peligro físico al que fue condenado: “la denigración de la seriedad del trabajo, la idea de que yo era un individuo sin mérito que había escrito una obra sin mérito, y con saber que, desafortunadamente, había algunos compañeros de viaje en Occidente que coincidían con esa idea”.

Una religión, fundada en el respeto sagrado a la escritura, se ensañó con la escritura de un individuo que ejerció su derecho a la libre expresión... Pero fue la fatwa la que convirtió al individuo en un símbolo y a su libro en un asunto internacional: antes del edicto, la mayoría de los musulmanes había ignorado Los versos satánicos, cuya campaña de censura estaba confinada a la India, Pakistán y el Reino Unido. El libro incluso se podía conseguir en Irán. La condena del ayatolá transformó el affaire Rushdie en un conflicto global con repercusiones históricas, y fue a través de ese affaire que muchos de los temas que entonces dominaron el debate público (multiculturalismo, libertad de expresión, radicalismo islámico, terrorismo) salieron a la superficie. En esos días de turbulencia y, sí, quema de ejemplares y de la efigie del escritor, sus editores no titubearon para defenderlo. El directivo de Penguin, Peter Mayer, reconoció después: “lo que hiciéramos entonces afectaría mucho más que el destino de un libro en particular. Nuestra respuesta a la controversia afectaría el futuro de la libre investigación, sin el cual no habría una industria editorial como la conocemos, pero tampoco, por extensión, una sociedad civil como la conocemos”.2

Un manifestante musulmán quema un ejemplar de Los versos satánicos en La Haya, 3 de marzo, 1989

ESA VALIENTE ACTITUD parece de otra época. Es pertinente citar al analista Kenan Malik al respecto: “Lejos de enfrentarse a las bombas y a las amenazas de muerte, todo lo que hace falta hoy para que los editores titubeen es que una persona se sienta ofendida. Y a veces ni siquiera se necesita una amenaza, sencillamente el miedo a ofender es suficiente para ejercer la autocensura”. Y añade: “En el mundo post-Rushdie es aceptado que está moralmente mal ofender a otras culturas y sistemas de creencias”; concluye que esa aceptación es equivalente a haber internalizado la fatwa. ¿Quién se atrevería hoy a escribir, o publicar, algo similar a Los versos satánicos? Es por ello, porque ese miedo o cautela existen, que la defensa de la libertad de expresión, que incluye la blasfemia, es más vigente que nunca, y que nuestra indignación es necesaria.

Tras años de vivir a escondidas por la circunstancia insólita de que su cabeza tenía un precio, según lo expone en su libro autobiográfico Joseph Anton (2012), llamado así porque ése era su nombre en código para los agentes de seguridad que lo cuidaban (una combinación de Joseph Conrad y Anton Chéjov), Rushdie estuvo muchas veces tentado a rendirse y dejar de escribir: la salida fácil, la concesión de la victoria al fanatismo. La lista de quienes han dejado de escribir esto o aquello para no herir la susceptibilidad del otro, cuyo número es imposible registrar porque engorda en el terreno del silencio y la autocensura, debe ser enorme. Pero Rushdie decidió encarnar una frase de Beckett: “Hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir”. Y así, siguiendo, relajando la seguridad que lo rodeaba, intentando desaparecer en la ciudad ideal para lograrlo, Nueva York, se fue acercando a algo parecido a la normalidad. Incluso Los versos satánicos comenzó a ser leído como lo que naturalmente es.

Cito al propio autor: “Vale la pena haber peleado la batalla y saber que este libro de alguna manera sobrevivió y hoy puede finalmente ser un libro y no una papa caliente, un escándalo y un eslogan. Es, por fin, una novela”.3

¡Una novela! Y muy recomendable: una que recrea el Londres de Margaret Thatcher y la vida de sus inmigrantes. Es fácil decirlo y escribirlo: una novela y su autor, pero para Rushdie ambos conceptos padecieron la metamorfosis de la intolerancia. Y por las grietas de un merecido descanso y relajación, de una aspiración a la normalidad, se coló rapazmente la violencia.

ESTOS DÍAS HE PODIDO detectar dos actitudes preocupantes en gente cercana: la primera es una especie de hartazgo con el tema, una mal reprimida exasperación ante el hecho de que Rushdie sea noticia nuevamente. Pero la noticia-Rushdie, que es la causa de la libertad de expresión, es, debe ser, un tema de todos los días porque nos concierne a todos y está constantemente bajo amenaza. En el apogeo de la fatwa, Susan Sontag le dijo a Rushdie por teléfono: “¡Salman! ¡Es como estar enamorada, pienso en ti noche y día, todo el tiempo!”.4 Ese amor, llamado así por Sontag, es la solidaridad y empatía que debemos sentir y ejercer, como en el enamoramiento, todos los días, sin bajar la guardia, a sabiendas de que hay un valedor allá afuera que nos representa. La otra actitud es conocida y desplaza la culpa del atacante al atacado, argumentando una provocación por parte de Rushdie, pero si la literatura no puede provocar, ¿qué es? Y otorgarle a un individuo el poder de incomodar a Mahoma o de sacudir los fundamentos de su fe, tan sólo revela la fragilidad y cerrazón de los portavoces de dicha fe: de ahí a creer que ofender a los creyentes es imperdonable o irresponsable, el paso es cortísimo e, insisto, preocupante.

Nuestro entendimiento del mundo es por fuerza subjetivo y, por ello, difiere del entendimiento de otros y está saludablemente condenado a la discrepancia, cuando no a la ofensa, sobre todo si el pensamiento de los otros viene empacado y uniformado con el dogma, con una visión monolítica de las cosas. Dijo el propio Rushdie:

... Pero los seres humanos no perciben las cosas como un todo, no somos dioses sino criaturas heridas, lentes agrietadas, capaces tan sólo de percepciones fracturadas. Seres parciales, en todo el sentido de la frase. El significado de la vida es un edificio tambaleante que construimos con pedazos, dogmas, traumas infantiles, artículos de periódico, comentarios al azar, viejas películas, pequeñas victorias, gente odiada, gente amada; tal vez es porque nuestra noción de lo que es el caso está construida con materiales tan inadecuados que la defendemos tan rabiosamente, incluso hasta la muerte.5

La trinchera de un escritor para librar esa rabiosa defensa es una laptop y su voz; no tiene un ejército ni un presupuesto billonario, sólo palabras, esas herramientas tan poderosas como ambiguas, tan fáciles de malinterpretar y torcer.

No creo que se presente un día la cuarta coordenada, en la que Rushdie pueda volver a ser un artista como cualquier otro y ya no el incansable defensor de nuestra libertad. Mientras esa fecha no llegue, habrá que ser incansables con él, no tener aversión al conflicto y decir lo que tenemos que decir, lo que realmente queremos, sin temor a la ofensa, la cancelación o la represalia. 

Notas

1 “The Art of Fiction”, entrevista con Salman Rushdie en The Paris Review, núm. 174, verano de 2005.

2 Kenan Malik, “From The Satanic Verses to Charlie Hebdo”, conferencia pronunciada en Brisbane el 19 de octubre de 2017.

3 Salman Rushdie, op. cit.

4 Andy Ross, “Remembering the Rushdie Affair”, en rossagency.wordpress.com

5 Citado en www.nitch.com