In memoriam, Carla Bley: Lo que sigue

Friedrich Nietzsche planteó que el pensamiento y la vida son inseparables; para Carla Bley, la creación va a la par de una forma de vivir. Fue una mujer que amó al mundo con la misma intensidad que componía música. Este texto de Luis Arce la retrata así, rodeada por amigos, experimentando con las notas, escribiendo encima de sus partituras. Falleció la jazzista estadunidense, y cuando parte alguien como ella —que entrega la imaginación al sonido— un tono se rompe mientras otros continúan: el silencio de su muerte es atonal

Carla Bley (1936-2023).
Carla Bley (1936-2023).Foto: rockdelux.com
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Son los primeros días en que el mundo de la música tiene que encarar la realidad ya sin Carla Bley (1936-2023) entre sus filas. La monumental pianista, compositora y arreglista falleció a los 87 años. Lo intuía desde hace tiempo. De ninguna forma puede ser casualidad que titulara sus últimos álbumes Andando el tiempo (2015) y Life Goes On (2020). Quedaba la esperanza, pero también la dulce consciencia del final.

FUESE EN LA PARTITURA o en la vida, Bley nunca quitó los ojos de lo que le gustaba. Amó la música, componerla; a los músicos y a las personas que escuchaban esa música; los bares neoyorquinos, a los Beatles. Nunca hubo, en el jazz, persona que no quisiera interpretar una composición de Carla Bley, hasta considerarse un privilegio darle vida a sus intrincadas partituras. Charlie Haden, Robert Wyatt, Jimmy Giuffre e incluso Nick Mason, el baterista de Pink Floyd, tocaron obras suyas. Cada quien lo hizo a su manera, pero en todas está presente la huella de la pianista: gestos que orillan al intérprete a la atonalidad, peculiares anotaciones encima de la partitura; un tiempo para leer y un tiempo para inventar.

Buscó que cada proyecto fuese lo más excéntrico posible, en el sentido original del término, es decir, alejado del centro, de la forma dominante de entender la música. La foto donde se ven partituras volar sobre su cabeza dice mucho de su forma de comprenderla. Lo anotado nunca es suficiente, el intérprete debe exigirse estar siempre a punto de hacer explotar lo que la notación contiene. Puede que por eso haya conservado para sí misma las ideas más enloquecidas de su inventiva. Su emblemático Escalator Over The Hill (1968-1971) es uno de esos álbumes que viven en una dimensión creada ex profeso. Tocan todos: Jack Bruce, Linda Ronstadt, Don Cherry. Es una obra cuya locura permite que la música adquiera un sentido ritual e intelectual. Bley declaró alguna vez que si cualquiera quería estar en el álbum, podía hacerlo, sólo tenía que tocar a la puerta. Al escucharlo da esa exacta sensación: las posibilidades son inagotables. A pesar de la partitura permanece abierto, como un libro inacabado, un museo cuyos visitantes sólo pueden ingresar si prometen dejar algo de sí en aquel lugar.

En el jazz existen pocos ejemplos tan aventurados como éste. Incluso las piezas de sus amados Charles Mingus y Count Basie quedarían perplejas ante la libertad que Escalator ofrece a intérpretes y escuchas. En esa época, la de la autonomía total, también completó uno de los álbumes más sobresalientes de todo lo grabado en el sello ECM: The Ballad of The Fallen. Ahí no es la titular, pero compone, dirige, estructura una de las orquestas más talentosas de la historia, a partir de los movimientos de sus manos sobre el piano.

SI BIEN SU NEGATIVA ante todo tipo de autoridad académica o comercial no desapareció durante los 80, es verdad que Bley encaró ese tiempo buscando una forma menos controversial de escribir música. Los años de Heavy Heart (1984) y Sextet (1987) son muy accesibles, rayan en el easy-listening. Como si Bley se hubiera impuesto un reto, por demás extraño: tras desencadenar libertades y riesgos que parecían no tener vuelta, trajo todo de regreso a lo convencional. De la mano de Steve Swallow, Bley pondría más atención en crear un estilo musical cuya eficacia y experimentación estuviera dentro de límites bien establecidos. A muchas parejas les su-cede algo similar y casi siempre es bello: habiendo construido una casa, no queda más que explorar todas las modificaciones y arreglos que puedan hacérsele, pero no deja de ser una casa, por naturaleza obligada a ser afable y cálida con sus invitados.

Casa se llama el lugar donde Bley encontró cómo relajarse y dejar que las grandes ideas vanguardistas tomaran su forma en el tiempo, mientras ella reclinaba su asiento como una compositora capaz de escribir cualquier tontería de manera brillante. Esta idea, la de la compositora —no la intérprete, la jazzista, ni siquiera la música— parece haber sido la que guio y dio continuidad a su carrera durante el siglo XXI. Los últimos álbumes se desarrollan como una declaración de principios anterior a la gran despedida que todo artista debe hacer —David Bowie y Leonard Cohen prepararon algo similar, pero de forma mucho más oscura. Consciente del desenlace, Bley escribió e interpretó algunos de sus mejores álbumes, esta vez en una versión más minimalista y sofisticada: música para piano, bajo y saxofón, música de cámara, cargada de lentitud, contemplación y esperanza, signada por un futuro tan claro que sólo se puede entrar en él entendiendo que la vida avanza, con o sin uno.

Sus Trios (2013), Andando el tiempo y Life Goes On, desde luego, son su canto de cisne, pero también el testamento de una de las composito-ras más pensantes y talentosas entre las filas del jazz. Combinaba la inteligencia de Thelonious Monk con la claridad de Erik Satie y la capacidad de los Beatles para dejar que una canción creciera como le viniera en gana. Hizo de la composición un espacio de absoluta plenitud artística, donde la música, ese oficio tan celebrado por todos, tan amado por ella, reclinaba su cabeza con la naturalidad de una buena amiga que se recuesta en el sillón de su casa y dice: “Muy bien, Carla ¿y ahora qué hacemos?”.