Instantáneas que son algo más

Gerardo de la Torre
Gerardo de la TorreFoto: Especial
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Gracias a Gonzalo Soltero, generoso amigo, pude leer de un tirón un pequeño libro de Gerardo de la Torre publicado en 2019. Es una edición limitada (cien ejemplares) con obituarios a sus amigos y compañeros que en conjunto develan una época y una generación singulares en las que se conjugan militancias políticas, vocaciones literarias, redes de afecto, lugares de reunión y rituales con abundante bebida. Es —queriéndolo o no— una especie de mural del espíritu de una época en que las ansias creativas se encontraban en el centro de unas biografías en construcción. El libro se llama Instantáneas.

De la Torre, en breves estampas, rememora los encuentros, proyectos comunes, sueños compartidos y uno que otro final trágico, que como un aura misteriosa rodeó la vida y obra de un puñado de autores que hoy tienen o tendrían alrededor de ochenta años. Son retratos cariñosos, edulcorados seguramente por el auténtico apego, al parecer escritos después de las sucesivas muertes.

Se trata de recuerdos chispeantes (y en ocasiones lúgubres), destellos de una memoria que sabe que el pasado es irrecuperable pero que, como sedimento, quedan recuerdos indelebles que alegran la existencia.

Desfilan por esas páginas Vicente Leñero, Pedro Armendáriz, Juan Manuel Torres, Claudio Obregón, Parménides García Saldaña, Rafael Ramírez Heredia, Alberto Bojórquez, Francisco Sánchez, Manuel Blanco, José Emilio Pacheco y algunas figuras tutelares como Edmundo Valadés, Juan Rejano, José Revueltas, Juan José Arreola, Alberto Isaac o Joaquín Diez Canedo.

Gerardo De la Torre es un hombre agradecido. En tiempos cargados de rencor y desprecio, recupera los momentos gozosos de la vida, la dicha de toparse con un cuate con el cual se puede poner un buen cuete. Sabe contemplar y deleitarse con los rasgos de personalidad de aquellos que le ayudaron a escribir o con quienes emprendió planes conjuntos o con los que simplemente compartió el pan, la sal y el trago. Sus estampas resultan un reflejo tanto de su bonhomía como de su muy afinado ojo escrutador.

De la Torre nos coloca ante una verdad del tamaño de una catedral: somos la desembocadura de un proceso
modelado por otros

Sin orden ni jerarquía, por ejemplo, recuerda el tenso y conflictivo entierro de Pepe Revueltas, su contacto con don Joaquín Diez Canedo que le permitió publicar en la legendaria editorial Mortiz, las enriquecedoras reuniones en la librería de Polo Duarte, el alegre e incierto trabajo colectivo que supuso la realización de los primeros programas de televisión que el Partido Comunista trasmitiría luego de la reforma política de 1977 o el reencuentro en una manifestación, cincuenta años después, de un pequeño grupo de veteranos trabajadores petroleros que acompañaron las marchas estudiantiles de 1968.

De la Torre acude a una prosa directa, como quien está conversando, sin adornos, y logra transmitir la fiesta que por momentos puede ser la vida incluso en situaciones difíciles. O cómo también, en retrospectiva, los afanes, preocupaciones y fracasos suelen emitir un resplandor más bien gracioso, consecuencia del desgaste que escolta el tiempo y la distancia.

Tengo la impresión que en estos tiempos de un presente perpetuo (a lo mejor todos lo son), los memoriosos como De la Torre son capaces de inyectar una sana nostalgia que nos coloca ante una verdad del tamaño de una catedral: somos la desembocadura de un largo proceso modelado por otros, un eslabón minúsculo y quizá insignificante de esa cadena de acontecimientos a la que llamamos historia. Sin embargo, cada obra literaria, película, proyecto editorial, esfuerzo creador, cuando son evocados, suelen irradiar una razón de ser que en su momento ofreció sentido a sus respectivos autores. A final de cuentas esas otras biografías que nos acompañan (y a las que acompañamos) y con las que entretejemos nuestros destinos, constituyen nuestras islas vitales, nuestro hábitat, nuestra verdadera patria.

No todo, sin embargo, puede ser recordado en tono festivo. De la Torre se encuentra en 1986 con un amigo (Carlos Isla) en el Sanborns de Insurgentes y Diagonal San Antonio. “¿Qué estás haciendo, Carlos?”, le pregunta. “Me dedico a leer, gracias a una beca”, es la respuesta. Extrañado, Gerardo sigue el interrogatorio. “Me dieron una beca del Seguro Social”. “No sabía que el Seguro otorgara becas”. “Es una beca muy especial... Tengo un cáncer terminal, no me queda mucho de vida. Así que... a leer”. De manera lacónica, el texto informa: “Carlos Isla murió dos meses después... poco antes de cumplir los cuarenta y un años”.

Gerardo de la Torre sabe que cada retrato requiere un tono especial. Por ello, aunque la melodía general del libro es la de una memoria sonriente, no deja de contener algunas recreaciones sombrías como lo testifica el párrafo anterior.

Un último apunte: hay a lo largo de las páginas un elemento cuya presencia es contundente: el trago. Un auténtico lubricante de las conversaciones y las relaciones; estimulante de proyectos, algunos descabellados; bálsamo contra las amarguras; poderoso motor de la imaginación; desinhibidor que puede desatar sainetes de diferente intensidad; pero al final, un fiel compañero que ayuda, como una recia prótesis, a circular por los torcidos caminos de la vida. De la Torre y sus amigos, al parecer, nunca le hicieron el feo, y, por el contrario, presidió sus encuentros haciéndolos más intensos y juguetones. Salud, entonces.

Gerardo de la Torre, Instantáneas. 18 viñetas sobre la vida y sus esquinas, Taller Editorial Cáspita, México, 2019.