La identidad mexicana juego de espejos

La identidad mexicana juego de espejos
Por:
  • rafaelr-columnista

En las últimas cuatro décadas, el concepto de identidad nacional ha sido uno de los más refutados en el campo intelectual latinoamericano. Desde los años ochenta, la crítica de los nacionalismos se instaló en el centro del debate público. La difusión de las ideas posmodernas y multiculturales tuvo un peso considerable en el ascenso de aquella crítica, aunque el agotamiento de los discursos nacionalistas estuvo directamente relacionado con el fenómeno de la globalización.

Como toda mentalidad en crisis, el nacionalismo no desfalleció sin dar la  batalla. En la política cultural y educativa, la retórica de la identidad nacional ha persistido como un conjunto de fórmulas vacías, que oscilan entre el folclorismo y la xenofobia. La ansiedad por la pérdida de los enclaves tradicionales del imaginario nacionalista se refleja en el lenguaje restitutivo de políticas que van a la zaga de las propias prácticas culturales.

El libro de Paola Vázquez Almanza, Aquellos que dejamos de ser. Ficción y nación en México (Siglo XXI, 2019), cuenta los avatares recientes del culto a la identidad nacional en México. Los años setenta son el decenio en que la autora localiza el origen de una progresiva deconstrucción que redujo el campo magnético de los mitos nacionalistas en este país. Esa reducción está claramente vinculada con el ocaso del régimen político posrevolucionario y también con el vaciamiento de su ideología de Estado.

El libro arranca con un repaso veloz de la tradición intelectual de la mexicanidad, en el que se anotan ensayos clásicos de Ezequiel Chávez, Alfonso Reyes, Samuel Ramos, Emilio Uranga y Octavio Paz. La recapitulación pudo haberse completado con otros antecedentes como el de Manuel Gamio y la escuela indigenista del siglo XX, Jorge Cuesta y sus críticas al nacionalismo revolucionario, Luis Villoro y Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) o José Gómez Robleda y su equipo eugenésico en la UNAM, responsables de estudios biométricos con otomíes y tarascos que propusieron una psicología del mexicano basada en el mestizaje.

"La autora identifica dos corrientes en la resistencia del discurso de la identidad: la neoindigenista y la mestizocéntrica".

Vázquez Almanza atina al localizar en Posdata (1970) de Octavio Paz el punto de partida de un modo de pensar la identidad que abandona los esencialismos previos, sustentados en saberes diversos (psicoanálisis, antropología, etnología, sociología). Aunque Paz preservaba la centralidad del mito, irreemplazable en la poética de la historia de El laberinto de la soledad (1950), abría el arte de pensar la nación mexicana a zonas indeterminadas de la cultura. Sostiene la autora que ese rechazo de Paz a la figuración ontológica de la mexicanidad, condensado en la frase “el mexicano no es una esencia sino una historia”, contribuyó a quebrar el círculo en que había caído el discurso identitario.

Aquel quiebre, que operaba en el campo intelectual, no reorientó plenamente todas las formas de relación discursiva con lo nacional. Durante los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo se relanzó la ideología del nacionalismo revolucionario, produciendo una nueva metaforización política de la mexicanidad. En las ciencias sociales, algunos ensayos de los años ochenta, como México profundo (1985) de Guillermo Bonfil Batalla y Vocación y estilo de México (1989) de Agustín Basave Fernández del Valle, regresaron a la búsqueda de lo originario, lo verdadero o lo permanente de la cultura mexicana, fuera a través de la ontologización de las comunidades indígenas o de la cultura popular.

Vázquez Almanza identifica dos corrientes fundamentales en la resistencia del discurso de la identidad nacional desde los años ochenta: la neoindigenista y la mestizocéntrica. La crítica más profunda a ambas la encuentra, con razón, en La jaula de la melancolía (1987) de Roger Bartra. En ese libro, la genealogía crítica del nacionalismo mexicano fue lo suficientemente abarcadora como para desmontar los tópicos de la identidad, lo mismo en la ensayística literaria que en la filosofía profesional, la antropología y la psicología, así como en la cultura popular y la ideología política.

Para Bartra era evidente que todas las estrategias de definición de la mexicanidad estaban relacionadas con una cultura política autoritaria que proyectaba el nacionalismo revolucionario sobre diversas formas del saber. El axolote, anfibio endémico de México, larva que, por un proceso de neotenia, se reproduce a sí misma antes de convertirse en salamandra, le servía a Bartra de metáfora irónica, no del mexicano mismo, sino del discurso y la simbología de la identidad nacional. Es sabido que el axolote suple su incapacidad de mutar por la rara facultad de regenerarse a sí mismo.

A veces se dice que Bartra usó la metáfora del axolote para ilustrar las metamorfosis del mexicano. Pero lo que le interesaba, en realidad, era la “naturaleza dual de la larva-salamandra”, su “potencial reprimido de metamorfosis”, para “representar el carácter nacional mexicano y las estructuras de mediación política que oculta”. Bartra era consciente de que el uso de la metáfora era “jocoso” y que “violentaba la realidad”. Esa ironía lo colocaba fuera de la propia tradición del discurso de la identidad, historiada en su libro, para la cual el “carácter nacional” era algo real y definible.

Los reclamos del lenguaje de la identidad, que Vázquez Almanza observa desde los años ochenta, se relanzaron en los noventa, sobre todo, a partir de dos eventos paralelos que de algún modo marcaron el fin del siglo XX mexicano: la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, al inicio de 1994. De aquella coyuntura vertiginosa, que dio paso a la transición democrática al concluir la década, salieron nuevos brotes de nacionalismo revolucionario y, sobre todo, una rearticulación del proyecto identitario bajo formas distintas de asimilar el paradigma multicultural.

Luis Villoro, quien desde fines de los ochenta había tomado distancia de su aspiración juvenil por indagar el “ser del indio que se manifiesta en la conciencia mexicana”, fue uno de los pensadores que más claramente intentó traducir en términos multiculturales y comunitarios el indigenismo zapatista. Los ensayos reunidos en su libro Estado plural, pluralidad de culturas (1998) suscitaron una rica polémica con el historiador y filósofo político José Antonio Aguilar, recogida en publicaciones como La Jornada, Nexos y Este País. Tres libros de Aguilar en aquellos años, La sombra de Ulises (1998), El fin de la raza cósmica (2001) y El sonido y la furia (2004), condensan la tensión entre liberalismo y comunitarismo en el cambio de siglo mexicano.

Aguilar advertía que Villoro, en un intento de acomodar los Acuerdos de San Andrés Larráinzar (1996) y las demandas de reforma constitucional en materia de derechos y culturas indígenas al marco de la tradición intelectual de la mexicanidad, mezclaba dos horizontes contradictorios: el multicultural y el comunitarista. Por un lado, el viejo filósofo llamaba a construir un sistema plural, que rebasara el Estado-nación homogéneo. Por el otro, proponía que la forma de gobierno de ese nuevo Estado fuera una “democracia participativa”, fincada en los valores comunales de los pueblos originarios. Desde una perspectiva liberal clásica, Aguilar señaló los riesgos de esa mutación del proyecto identitario.

"El libro de Paola Vázquez Almanza cierra con el estudio de un inusitado brote de literatura sobre la identidad nacional. Se trata de una expresión  narrativa que no es propiamente ensayística o académica".

No estoy seguro, como afirma Vázquez Almanza, de que la crítica de Bartra al nacionalismo mexicano sea asimilable a la de Aguilar en su polémica con Villoro. Pero es cierto que no todas las aproximaciones al multiculturalismo o a visiones plurales de la sociedad, en el campo intelectual mexicano de fin de siglo, desembocaron en nuevas variantes de la narrativa identitaria. Menciona, por ejemplo, los estudios de Néstor García Canclini sobre los conflictos multiculturales de la globalización en Ciudadanos y consumidores (1995) o los de Claudio Lomnitz sobre cultura, ideología y mediación en Las salidas del laberinto (1995) y Modernidad indiana (1999). Tal vez se debió incluir alguna glosa de otro libro fundamental de los noventa, Ciudadanos imaginarios (1992) de Fernando Escalante, donde se expuso con brillantez cómo lo nacional ha sido, históricamente, una ficción cuyos personajes son sujetos políticos de carne y hueso.

Este valioso libro de Paola Vázquez Almanza cierra con el estudio de un último e inusitado brote de literatura sobre la identidad nacional mexicana. Se trata de una expresión narrativa que no es propiamente ensayística o académica, como lo fue en el itinerario que va de Paz a Bartra y de Villoro a Escalante. Ésta surge en la encrucijada del bicentenario de la independencia en 2010 y la apoteósica crisis del Estado mexicano, que evidenciaron la guerra contra el narco y el ascenso imparable de la violencia y la corrupción. De la “historia” entendida como “celebración”, que apuntara Mauricio Tenorio, se pasó a un nuevo relato de la mexicanidad en textos de Heriberto Yépez, Agustín Basave, Jorge Castañeda, Leonardo Da Jandra o César Cansino.

Más atención presta Vázquez Almanza a la Encuesta Nacional de Identidad y Valores (2015) y al escrito firmado por la pluma de Julia Isabel Flores Dávila, Sentimientos y resentimientos de la nación (2015), que acompañó aquel ejercicio de la UNAM. Los mexicanos, según ese sondeo, no se autodefinían, mayoritariamente, como individuos “incompletos, duales, solitarios, enmascarados o metamorfoseados”, como los había imaginado el discurso de la identidad, sino como “personas trabajadoras”. A la vez que desarmaba los estereotipos negativos de la mexicanidad (irresponsabilidad, vagancia, conformismo, hipocresía, corrupción), la encuesta arrojaba la imagen de sí de una ciudadanía mucho más pluralista y cosmopolita que la construida por el campo intelectual, la cultura letrada y popular y los medios de comunicación.

Un mensaje a retener en las páginas finales de este libro es el momento en que Vázquez Almanza cita las Estampas de Liliput (2004) de Fernando Escalante y recuerda que la propia crítica del nacionalismo incurre con frecuencia en lo mismo que critica: la intelección excepcionalista o provinciana de una cultura nacional cada vez más globalizada. También hay ficciones y fantasías en el gesto desmitificador de los intelectuales frente al nacionalismo. Cerrar los ojos a esas trampas es el paso previo a caer en ellas.

Dividido en cinco bloques que corresponden a las décadas que median entre la publicación de Posdata de Paz y la llegada del coronavirus a tierras mexicanas, este libro de Paola Vázquez Almanza es, desde luego, algo más que un ensayo de historia intelectual. El lector avanza en el itinerario de un sesudo debate, pero con socorridos descansos en los hitos culturales del último medio siglo y en la propia historia política del país. Por momentos, el volumen es más una crónica de la vida cultural mexicana que un ejercicio de discernimiento teórico entre las diversas hipótesis sobre la identidad nacional.

Es apabullante la heterogeneidad del archivo de Vázquez Almanza: programas de televisión como El Chavo del Ocho o El Chapulín Colorado, películas de Alberto Isaac, Felipe Cazals y Alejandro Pelayo, canciones de Eugenia León, Betsy Pecanins y Cecilia Toussaint, exposiciones de Guillermo Gómez Peña, Daniela Rossell o Gabriel Orozco, ensayos de Carlos Fuentes, Gabriel Zaid o Enrique Krauze, crónicas de Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska o Juan Villoro. Con base en él responde a una certeza que, tal vez, debió plasmarse con más contundencia: la identidad no se discute únicamente en el campo intelectual.

También se fija la autora en las marcas constantes de la globalización en la cultura mexicana: desde las lecturas turbulentas de Francis Fukuyama y Samuel P. Huntington hasta el impacto de films como Trainspotting (1996) o American Beauty (1999). La desmesura informativa de este libro lo vuelve todo un documento donde leer dilemas de la identidad mexicana. Esa desmesura hace más persuasivo el argumento central de la investigadora: la identidad es una pregunta sin respuesta que se reformula al menor movimiento de la nación y del mundo.