Lo demás es caos

Lo demás es caos
Por:
  • alma murillo

La pluma de Alma Delia Murillo frecuenta el humor y la honestidad kamikaze. Además esconde un bisturí: con él penetra las emociones humanas hasta lo blando del hueso, para regresarlas distintas aunque reconocibles. Declaramos nuestro entusiasmo al recibirla en las páginas de El Cultural con ésta, su columna catorcenal Crónicas Plutonianas.

“Creo que veo el mundo entero en esta cara. Bella. Amorosa. Asesina.”

Esa línea revela lo que piensa el recién nacido al ver a su madre. Y es que es verdad, ella mató al padre del niño. El neonato fue testigo de la traición desde que se gestaba en el vientre de la bella criminal que, además de matar a su marido, se lio con el hermano del muerto. Es decir con el tío del crío. Que vendría siendo al mismo tiempo el cuñado y amante de la mujer. Dioses, cuánto enredo: la familia. Hablo de la novela Cáscara de nuez, de Ian McEwan, que es un espléndido y letal homenaje al Hamlet de  William Shakespeare. Todos de pie. El argumento es esencialmente el mismo. Un hijo atestigua cómo mamá traiciona a papá con el hermano de papá.

La familia es el origen de toda guerra, también de toda literatura; es fascinante constatar que las pasiones más complejas y retorcidas de nuestra especie se acunan entre las cuatro paredes de una casa, o de un castillo. Esa verdad perturbadora hace respirar las páginas de Shakespeare y las de McEwan al punto de llevarla a su expresión más primigenia: el vientre de la madre es el origen de toda guerra, de toda traición... de toda literatura. Es como si la esencia humana cupiera en estas insuperables líneas de Hamlet: ¡Dios mío! Podría estar encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera porque tengo malos sueños.

Si no fuera porque tengo malos sueños.

Hamlet, que vive deprimido y enfermo de nostalgia dirían en la época, es un hijo atrapado por la indecisión más dolorosa: ¿ser leal a un oscuro deseo de venganza del padre o ser leal con la traición de la madre que se ha casado con su cuñado, ahora rey ilegítimo? Es la sombra del padre quien se manifiesta ante el desesperado príncipe y le informa que su propio hermano lo asesinó derramando en la oreja una sustancia mortífera que “cuaja y corta como gotas ácidas vertidas en la leche, la sangre sana y fluida”. Y el hijo se consume en deseos de venganza. Pero Hamlet ama también a su madre. Qué horrible dilema.

No hay familia sin traición. No hay camino a la individuación sin mandar a los padres lo más lejos posible, ahí donde la muerte psicológica. “Sentí un funeral en mi cerebro” dice Emily Dickinson en uno de sus intensos poemas. Ese funeral libera la psique, el Yo. Dura cosa es esto de ser humanos.

La novela de McEwan es una de las muchas formas de acercarse a este prodigio de historia. Verla en escena también, desde luego, yo he visto Hamlet al menos unas cinco o seis veces; lo cierto es que mi representación favorita es la que yo interpreto en el teatro de mi cabeza conectada a la corriente brutal y directa de las palabras de su autor.

Me obsesiona comprender con precisión por qué Shakespeare es tan endemoniadamente bueno, por qué su obra sigue vigente más de cuatrocientos años después, por qué no dejan de ser emocionantes hasta la taquicardia sus historias.

Y aunque sin regateos podemos decir que su escritura es impecable —la técnica narrativa precisa, la redondez total de los actos en cada una de sus obras y los altos vuelos que alcanzan los diálogos de los personajes— creo que la razón que lo ha hecho trascender es otra. No hay una sola de sus tramas que no siga viva porque están hechas de condición humana.

"No hay familia sin traición. No hay camino a la individuación sin mandar a los padres lo más lejos posible, ahí donde la muerte psicológica”.

Mientras escribo pienso en cuántos casos de traición entre hermanos conozco, cuántos hijos adolescentes devorados por sus padres —el suicidio de Romeo y Julieta se consuma cuando no pueden separar su identidad de la de sus familias—, cuántas Lady Macbeth ha visto desfilar la política mexicana que detrás de sus esposos y con las manos llenas de sangre cuentan fortunas en bancos europeos ¿Lady Duarte, Lady Moreira, Lady Yarrington?, cuántos hombres enfermos de celos han asesinado a sus mujeres.

La mirada de Shakespeare era de una inteligencia sobrehumana. (Sé que algunos cada vez que digo Shakespeare proclaman a Marlowe como autor, pero en tanto esa teoría no se compruebe, yo sigo atribuyendo los milagros al genio del bardo). La mirada. El punto de vista. Otro de sus grandes aciertos, cada una de sus obras es contada desde el punto de vista que más asombra, que más enriquece. En Macbeth es Lady Macbeth, son las brujas, es la ambición femenina que no conoce compasión. En Otelo es Yago, el que inventa el triángulo amoroso y enciende los infiernos de los tres participantes. En Hamlet es el hijo, no la madre ni el padre, no el hermano traidor, es el hijo quien debe contarlo todo, quién si no.

Vuelvo a Cáscara de nuez de McEwan. Con extraordinario talento narrativo, el autor logra darle voz al feto que va contando la tragedia desde el vientre de la madre. Esa cáscara de nuez que lo contiene todo. Un feto divertidísimo que vive medio ebrio porque Trudy, la madre, tiene debilidad por el vino. “Trudy y yo nos estamos emborrachando otra vez y nos encontramos mejor [...] Después de un blanco penetrante, un pinot noir es una balsámica mano materna. ¡Ah, vivir mientras existe una uva así! Una floración, un buqué de paz y razón”. Quién si no el feto podría contarlo.

En mi locura —ahora mismo potenciada por una copa de pinot noir— me emociono pensando que todos somos un personaje de Shakespeare, o lo fuimos, o lo seremos. Todos somos Shakespeare.

Hamlet termina de la única manera posible: con un coro de muertes. (Perdonen el spoiler pero hace cuatrocientos años que conocemos el final). El final en Cáscara de nuez de McEwan... mejor léanla.

A mí sólo me queda brindar por nuestro Shakespeare interno. Citando a uno y otro autor, levanto mi copa.

Lo demás es silencio.

Lo demás es caos.