Mañana fue primavera

La escritura de Karla Zárate se adentra en territorios personalísimos: la experiencia, la intimidad de habitar
un cuerpo, los registros de la percepción y la conciencia que desde ahí se vierten en su narrativa con precisión
filosa. Hay también un sentido mordaz del humor donde aparece un rastro rojo y oscuro como la sangre.
Un sello, un estilo que son ya distintivos de la novelista de Llegada la hora (Dharma Books, 2019).
Esta vez la llegada de la primavera la lleva a recordar el seguimiento a una estación de su desarrollo biológico.

Mañana fue primavera
Mañana fue primaveraFoto: Patty Jansen, pixabay.com
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Me gustan todas las estaciones del año. Guardo en la cabeza una postal de cada una de ellas y, conforme pasa el tiempo, se llenan de paisajes, recuerdos, elementos nuevos y viejos que se repiten como figuras coloridas de un caleidoscopio. Son fragmentos personales, cuadros o daguerrotipos en un juego de permutaciones que se revelan constantemente. ¿Será eso la vida? ¿Postales recopiladas en el desván de la memoria?

LA PRIMAVERA suena a Stravinski, es sol, insectos, estornudos, la jacaranda que viste mi patio de morado, vestidos cortos y sandalias por donde se asoman mis pies con uñas pintadas. Es cuando veo a los hombres más guapos de lo normal y el corazón se me ablanda, a lo mejor por la humedad y el calor del clima. Una vez me picó una abeja, esa parte de la pompa se me hinchó como un durazno y me rasqué por horas hasta llegar al goce de la laceración.

En el verano caen chubascos, gotas gruesas que parecen bailarinas al tocar el piso. Suelo fantasear de más por aquello de los espejismos que se forman sobre las superficies en pleno mediodía; mi cerebro interpreta los reflejos como reales, entre otros afectos que estoy segura tampoco suceden de verdad. Pero visito, sin falta, el mar azul oscuro del Pacífico que despeja la mente y lava la conciencia cuando me sumerjo en él.

En otoño pienso en Nueva York por todas las películas que ahí se han filmado, en los árboles con hojas ocre que flotan y caen muy despacio sobre el pasto amarillento y seco, en los rostros de las personas indiferenciadas caminando en las avenidas, en un pintor que vive allá.

Cuando es invierno paso muchas horas en casa, no salgo casi, me pongo melancólica y me da por llorar sin razón. Sólo una cobija y un té con piquete ayudan, porque lo que se requiere cuando hace frío es amor del que sí abriga. Los días son cortos y grises, pero como si la naturaleza quisiera compensarlo, las noches se vuelven más brillantes y estrelladas.

CIERRO LOS OJOS, saco una postal: fue en primavera cuando tuve mi primera menstruación. Tenía doce años. No era niña pero tampoco adulta, esos brazos, piernas, pechos y cintura desarrollados no los sentía míos, eran los de alguien mucho mayor que el de mi aparato psíquico, tan infantil todavía. Hacerlos coincidir estaba siendo una tarea difícil; a la fecha me sigo esforzando para que el cuerpo se ponga de acuerdo con mi psique, tan desconectados uno del otro.

Al desvestirme, muerta de calor, descubrí impreso en el centro de mi calzón blanco una mancha roja, un rostro informe, un monstruo marino o los restos de un helado de grosella derretido. Era el vaticinio de mi capacidad fecundante. Algunos dicen que la menorrea tiene que ver con la luna, con una herida arcaica o con la mordedura de un animal fálico, una serpiente, en la zona genital de la primera mujer que existió sobre la Tierra. Pero yo no creo en esos mitos. La menstruación es un hecho biológico que las hembras mamíferas experimentan cuando el óvulo no fertiliza. Es la sangre que se desprende del útero y sale por la vagina.

La primavera suena a Stravinski, es sol, insectos, estornudos, la jacaranda que viste mi patio de morado, vestidos cortos y sandalias

DECIDÍ LLEVAR un registro de la metamorfosis que comenzaba a gestarse en mí. Tomé el papel de una científica o médica seria en una exploración de campo, me empeñé en obtener fundamentos y muestras de la realidad para entender el fenómeno que me estaba ocurriendo. El baño se convirtió en mi laboratorio, los envases del champú en tubos de ensayo y vasos de precipitados, el cepillo de dientes en un revolvedor. Mis ojos en un microscopio.

En una bitácora recopilaba datos precisos, duración, consistencia. Escribí, con tinta roja por supuesto, la velocidad con la que los hilos de sangre recorrían mi pubis, luego las ingles y pantorrillas hasta formar un charco sobre el suelo. Puse atención en cómo mi cuerpo evacuaba la novel sangre que no bloquearía con ningún tampón y menos con algún prejuicio. Deseaba indagar si la hemorragia iba a salir poco a poco o fuerte como un chorro de agua, si la textura era uniforme, si el color era igual al de otras heridas. Para la labor comparativa, capturé hermosas fotos con mi Polaroid, que pegué sobre las hojas de la libreta. Desde entonces empecé a obsesionarme con el cuerpo humano, mi objeto de estudio y análisis por excelencia, su estructura, órganos, extremidades, cavidades, lo mismo que por el pensamiento y el inconsciente, igual de complejos.

LAS CUATRO ESTACIONES, como el periodo menstrual, llegan sin avisar y tampoco se despiden. Lo digo desde la nostalgia de aquella primera regla y desde el temor de que cuando llegue a su fin me sentiré vieja. En este momento mi organismo, conjunto de partículas fundamentales, habita el otoño, y me pregunto si llegará al invierno. Lo sigo inspeccionando y descubriendo, confiando en que mi investigación empírica personal me llevará a una hipótesis no sólo sobre lo anatómico sino sobre todo lo que me pasa, me emociona, me hace reír o enojar. Esta que soy florece, se marchita y quiere volver a nacer, diluvia por fuera y sigue sangrando por dentro. Intento coagular el dolor de envejecer. Por eso sigo llenando mis postales íntimas, porque he aprendido que somos permanencia y cambio, somos ciclos, un amasijo de pasiones demasiado complicado como para realizar un sistema metódico. Lo único comprobable que explica mi existencia es lo que escribo hoy, en esta nueva primavera que ya fue, a la sombra de mi jacaranda.