Me sé de memoria Plaza Universidad

La pandemia ha modificado tanto el interior de los hogares —la recámara se convierte en gimnasio improvisado,
mientras el comedor deviene oficina—, como las ciudades mismas. Una de las transformaciones
más impensadas en este último rubro se refiere a los centros comerciales: aunque hoy están parcialmente
cerrados, en las últimas décadas fueron no sólo espacios para comprar, sino rutas de paseo,
zonas de encuentro y de creación identitaria. Este ensayo con elementos de crónica aborda un caso emblemático.

Plaza Universidad
Plaza UniversidadFuente: tripadvisor.com.mx
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Lo descubrí al leer una nota sobre la quiebra de tiendas departamentales a causa de la epidemia de coronavirus, por los cierres masivos en la industria minorista. El primer deceso fue en Estados Unidos a finales de abril, cuando el gigante de la venta al menudeo (retail), Neiman Marcus, quedó en bancarrota, con el despido de 14 mil empleados y una deuda de 4 mil 800 millones de dólares. Quizás Plaza Universidad corra la misma suerte.

Tengo un mapa de Plaza Universidad en la cabeza, al que me traslado en estos momentos para rememorar. Recorro los locales que solía frecuentar, sin importar que estén o no ubicados donde estaban asentados en la realidad. Las prendas coloridas de United Colors of Benetton eran tan caras que si algún día lograba hacerme de alguna pertenecería al grupo multiétnico que publicitaban, promoviendo la diversidad racial, aunque todos sus modelos cumplían con los cánones occidentales de siempre. De ser una estudiante de secundaria sin ideología me transformaba, al entrar ahí, en una muchacha cosmopolita de gran poder adquisitivo, dotada de convicciones políticas y defensora de los derechos sociales. Sus carteles publicitarios en las azoteas me transmitían la libertad que necesitaba al ser una sobreprotegida que apenas salía de su casa. De familia atea, me rebelé contra ese destino sin creencias a los nueve, cuando asistí voluntariamente a clases de catecismo porque me hacía falta un tema para platicar en la escuela, donde se la pasaban hablando de primeras comuniones y yo ni bautizo había tenido. Pero mis intentos reivindicativos se quedaron cortos porque los predicadores eran unos ancianos diabólicos con métodos arcaicos para enseñar la palabra y desistí en ese momento del catolicismo.

Ver a una monja y a un sacerdote guapísimos besarse en tamaño espectacular en la publicidad de Benetton me hacía sonreír, porque imaginaba la cara que pondrían los viejitos esos en caso de que vieran el anuncio.

Comprar una blusa Ferrioni estampada de perritos, cuando los únicos colores que distribuían en México para su ropa eran el rojo y el verde, y unas bermudas caqui para completar el conjunto, que hacía juego con los mocasines sin calceta de Hush Puppies, era el sueño de los amantes de los perros basset hound y terrier. Pasear por los aparadores como islas de Martí para salir sin ningún producto nuevo pero satisfecha de haberme ejercitado nada más de ver tantos accesorios deportivos juntos. Quemaba grasa sólo de estar ahí. En Mixup llevaba mi camisa a cuadros de franela a la cintura y mis botines de casquillo Perestroika que anunciaban en la tele unos muchachos rusos, bailando por las calles de la desintegrada Unión Soviética, mientras iban a una boda. Ella usaba el tradicional vestido blanco pero traía el calzado de moda que se hallaba en las zapaterías Canadá, como un gesto de rebeldía. Si iba a Plaza cada tercer día, entrar a Mixup era ley; formé mi gusto musical con los géneros indicados en las marquesinas de cada sección. Me gustaba el pop, pero al final me aficioné a la world music.

De ser una estudiante sin ideología me transformaba, al entrar ahí, en una muchacha cosmopolita de gran poder adquisitivo, dotada de convicciones políticas

FUI POLÍGLOTA en ese centro comercial. Algunos anuncios de tiendas estaban en inglés y los entendía, aun cuando en mi escuela de gobierno no enseñaban idiomas extranjeros. “¡SALE!” indicaba que había ofertas de temporada y no que alguien saliera por ahí. En Las Chispas, donde era de las pocas niñas que entraba a jugar maquinitas, me ponía mis trapos más llamativos para despertar interés, sobre todo porque estaba en penumbras, con la única luz proveniente de las arcades. Imitaba a Caló, el único quinteto de rap mexicano con su propia colección de zapatos para hombre y mujer, idénticos a los que usaban Claudio Yarto, las hermanas Karunna, Gerardo y Andrés. Ellas se ponían mocasines negros de plataforma alta y jumpsuits entallados de vinipiel para ejecutar sus coreografías; me apropié de su look a como me dieron las prendas que tenía en el clóset y que parecían más las de una tomboy. Gastaba mi dinero en fichas, frente al Pac-Man, Donkey Kong, Street Fighter y Out of Run. Lucía mi outfit en todo su esplendor al lanzar con estilo un balón a la canasta móvil de basquetbol o al propinar un elegante golpe con el mazo a los topitos que asomaban la cabeza en un tablero cada tanto. Iba cuando estaba feliz, para aliviar las tristezas, si quería pensar o recobrar mi fortaleza, también a ver la nueva película de Christian Slater. Me sentía soñada, una Cher Horowitz cualquiera, con sobradas diferencias, porque en Plaza Universidad en vez de Dior y Fendi había Shasa y Sexy Jeans. Era mi santuario.

En el cuento “El otro cielo”, incluido en el libro Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar, un corredor de bolsa rememora sus paseos por el barrio de las galerías cubiertas, que han sido desde siempre su patria secreta. La Plaza Güemes, en Buenos Aires, a la que se apersonaba quitándose “la infancia como un traje usado”. O la Galerie Vivienne, en París, donde fantaseó con enamorarse de una muchacha llamada Josiane, quien vivía ahí y compartía su afición de recorrerla; era su refugio, donde ambos podían olvidarse de las nevadas y de que un conocido estrangulador de mujeres rondaba el barrio parisino. Se preguntaban si esa torpe pesadilla acabaría, si las cosas volverían a ser como antes o si seguirían escuchando esa macabra risa hasta el final de los tiempos. El narrador añora “ese mundo diferente donde se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte”.

EL URBAN LAND INSTITUTE (ULI) considera los centros comerciales como un grupo de establecimientos mercantiles, unificados arquitectónicamente y construidos en un sitio que se planea, desarrolla y maneja de acuerdo con su localización, tamaño y tipo de tiendas. Para la geógrafa Liliana López Levi, autora de uno de los libros pioneros en español sobre el tema, Centros comerciales. Espacios que navegan entre la realidad y la ficción (Nuestro Tiempo, 1999), son entidades hiperreales, de acuerdo con la definición de Jean Baudrillard, territorios simulados que son más reales que la realidad misma. Escenarios organizados para promover la fantasía y el placer, donde el visitante percibe a los demás como compradores potenciales, pulverizando las diferencias. Regiones que borran las fronteras con lo imaginario. Una suerte de cápsula espacial —dice Beatriz Sarlo en su artículo “El centro comercial”, publicado en 1998 en La Jornada Semanal— en la que “es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen símbolos y mercancías”.

Mis primeros recuerdos de Plaza Universidad son de pasada, cuando iba con mi familia, pero nuestro destino más bien era Sears, donde mi papá compraba camisas y mi mamá algún pantalón o saco porque nunca ha usado faldas. Era la tienda para la clase media alta, distinta a Suburbia, al otro extremo, cuyo público era el populacho que quería dárselas de pudiente un día de quincena. En Estados Unidos, Sears fue un almacén de medio pelo, donde vendían herramientas y electrodomésticos. Nosotros acudíamos ahí para sentirnos en sociedad una vez al año, con esa frecuencia lo visitábamos porque el resto nos la pasábamos en Suburbia.

Después de las compras por las que íbamos, recorríamos el centro comercial a toda velocidad porque mi mamá siempre andaba a las prisas. Una vez nos echamos, ella unas papas al horno del Helen's, con toppings variados, y yo un banana split, porque estaba convencida de que era posible vivir de puro postre. Otra ocasión paramos en Las mil y una donas, donde comí con gran fervor una de glaseado verde, además del helado con plátano, chocolate y chantilly que me había embutido antes. Nos permitimos —hasta eso— ver algunas películas en la plaza. En el Dorado 70, que era un cine grande, limpio y cómodo, con una dulcería celestial, la de Suéltate el pelo, de los Hombres G; en los Multicinemas Ramírez, con varias salitas pequeñas, poca ventilación y pantallas donde las personas que entraban cuando había empezado la función parecían sombras chinescas, Zapatos viejos, de Gloria Trevi.

Uno de los antecedentes más importantes para el establecimiento de los centros comerciales en México fue la apertura, en 1947, de la primera sucursal de Sears en Avenida Insurgentes, fuera del radio comercial ubicado hasta entonces en el Centro Histórico, con negocios a la vista y concentrados según el giro. La descentralización sentó las bases para el surgimiento, en 1969, de Plaza Universidad, con inversión de los mismos dueños de Sears que le tiraban a la grande con la inauguración del primer centro comercial de América Latina, diseñado por el arquitecto Juan Sordo Madaleno, quien se convertiría en el desarrollador de varias plazas más.

Mis primeros recuerdos de Plaza Universidad
son de pasada, cuando iba con mi familia, pero nuestro destino más bien era Sears, donde mi papá compraba camisas

EN EL NÚMERO 1000 de Avenida Universidad, la galería de mis recuerdos está compuesta de 83 locales, dos establecimientos comerciales para atraer clientes y dos estacionamientos, uno techado y otro sin techar, en casi once hectáreas, que son equivalentes al doce por ciento de la superficie total de Santa Cruz Atoyac, la colonia donde está situada.

Según los patrones de organización establecidos por el Consejo Internacional de Centros Comerciales (ICSC, por sus siglas en inglés), tiene una forma Dumbell: dos hileras de tiendas frente a frente, con tiendas ancla en los extremos, a fin de guiar el flujo peatonal de un lado al otro. Tenía una afluencia de nueve millones de visitantes al año antes de que cerrara sus puertas por disposición gubernamental, como medida de prevención sanitaria en medio de la pandemia.

Plaza Universidad abrió de nuevo hace unos días, con un horario de once a cinco, aforo limitado y la sugerencia de no permanecer más de una ahora adentro. En las tiendas hay un tapete con cloro para los pies y una persona que mide la temperatura a los clientes mientras les vierte gel en las manos. Letreros por todos lados enlistan la etiqueta de comportamiento: portar cubrebocas, respetar siempre la sana distancia, toser o estornudar en el pliegue del codo, lavar o desinfectar las manos con frecuencia.

Para probarse los zapatos uno debe hacer un malabar porque está prohibido tocarlos; probarse la ropa no es posible, pero se ofrece la opción de cambio o devolución en los siguientes treinta días. Entra una persona por familia. Sólo tres restaurantes están abiertos, con servicio para llevar; los cines están cerrados. Estas nuevas condiciones para operar distan de lo que imaginó Cortázar sobre los centros comerciales, cuya aparición en el paisaje cotidiano ocurrió en la segunda década del siglo XX. ¿Será que estamos presenciado su fin, apenas cien años después? Sears ya quebró en Estados Unidos. Aquí mantiene todavía un lugar especial gracias a su director comercial y promotor, un personaje que se hace llamar Edy Smol, conocido en la televisión de paga como El gurú de la moda, con una estrategia de ventas basada en conquistar el mercado joven, a través de moda y tarjetas de crédito.

Según las previsiones del experto en la industria del retail, Joe Jackman, los centros comerciales podrían recuperar incluso su sentido original, visualizado en 1954 por el arquitecto austriaco Victor Gruen, como espacios para deambular, reunirse, comer, comprar, relajarse; donde los minoristas locales se mezclen con otro tipo de servicios, por ejemplo consultorios médicos, bibliotecas y hasta residencias. Se habían convertido en sitios homogéneos, repletos de cadenas que vendían la misma moda y la misma comida; el propio Gruen, diseñador de Northland en Detroit, llegó a arrepentirse de su creación por haber contribuido a la explosión inmobiliaria en lugar de resolverla. Si lo dice Jackman, quien se ha cansado de advertir, desde antes de la epidemia, acerca del apocalipsis de los centros comerciales, hay esperanza.

Me quedo con un pasaje que leí, en el que John Berger observa los escaparates de un centro comercial del Upper East Side de Manhattan. Posa la mirada en el guardia de seguridad, quien a su vez también escruta a los compradores que, ignorantes de la inspección a sus personas por parte del policía y del propio Berger, se pasean de joyería en joyería, rebuscan entre las bolsas de Prada o se prueban todas las bufandas de Valentino.

De chamarra negra, camisa blanca, corbata roja y walkie-talkie en el cinturón, el vigilante protege de cualquier peligro ese universo ficticio, mientras afuera acecha la enfermedad, y yo me pregunto si algún día irá a terminar.

DIANA GUTIÉRREZ (Ciudad de México, 1983) es escritora, periodista y editora. Sus cuentos y artículos se han publicado en revistas como La Peste, Punto de Partida, Letras Libres y en la antología Cromofilia (2010). Dirige el fanzine sobre moda y humor Pinche Chica Chic.