El método del lápiz

FETICHES ORDINARIOS

Lápices menguantes.
Lápices menguantes.Foto: popularmechanics.com
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Se puede discutir si el lápiz es al fin y al cabo una máquina, pero sus líneas de destellos metálicos parecen surgir de nuestro cuerpo. A diferencia de la computadora y la máquina de escribir, en que el teclado se manipula con cierta distancia desde lo alto, como un piano que requiere de caricias y a veces de martillazos, en la escritura a mano incorporamos el instrumento hasta convertirlo en una extensión de la mente, no tanto en el sentido de una sexta falange, sino de una excrecencia afilada del cerebro.

Ese prodigio de madera y grafito, auténtica varita mágica que se acorta  con el uso —y el sacapuntas— y sirve también como un reloj en los proyectos de largo aliento, se acopla a los dedos y descansa con suavidad en el ángulo entre el índice y el pulgar, del mismo modo que la rama o el hueso con que nuestros antepasados de las cavernas dibujaban en las paredes caballos y mamuts. Tal vez hayamos olvidado el largo proceso de aprendizaje de sujetarlo con firmeza y conducir el pensamiento hacia su punta, todas aquellas planas de rayas y bolitas para hacerlo nuestro a fuerza de borrones y repetición; pero ahora el lápiz se desliza con naturalidad sobre la hoja, un poco a la zaga del flujo mental, dejando tras de sí un hilo sinuoso que sirve de puente entre un cuerpo y otro.

Juan José Saer observó que, al escribir a mano, formamos una esfera o burbuja con el cuerpo. Aunque la inclinación del tronco sea poco aconsejable para las vértebras, creamos un capullo alrededor del lápiz y el papel mientras los volvemos parte de nuestra intimidad. Un procesador de palabras impone, en contraste, cierta rigidez y lleva a que experimentemos la escritura desde afuera, en un procedimiento acaso más limpio pero menos orgánico; por la perspectiva panorámica que introducen, las máquinas se consideran ideales sobre todo para pasar borradores en limpio. Una carta que no viene de puño y letra se carga de un halo de impersonalidad, de trámite burocrático; sin necesidad de leerla, sabemos que no brotó de las entrañas de esa cueva íntima cavada o suscitada en el escritorio.

Una línea precisa, en un ambiente completamente seco, libre de derrames, manchas y tinteros, es un logro que no celebramos lo suficiente. Según cuenta la leyenda, se lo debemos a Nicolas-Jacques Conté, militar y pintor francés que a fines del siglo XVIII ideó el lápiz moderno a partir de una mezcla de grafito pulverizado y arcilla. Fue él quien decidió su forma cilíndrica y experimentó con distintas graduaciones según su dureza. A pesar del tatuaje que se forma en la hoja por la presión de la punta —en ocasiones sólo discernible al tacto—, la nueva mezcla de tonos plateados dio pie al arrepentimiento y a la posibilidad de correcciones instantáneas, gracias al milagro cotidiano de la goma de borrar, para la que antes bastaba una simple miga de pan.

En su libro sobre el lápiz, Henry Petroski observa que Thoreau no lo menciona en la lista de artículos que lleva a su cabaña de Walden para “enfrentar los hechos esenciales de la vida”. La omisión es significativa porque el filósofo inconformista no salía a ningún lado sin su diario ni su lápiz, pero sobre todo porque, gracias al perfeccionamiento de su diseño, pudo amasar una gran fortuna en la fábrica familiar, con la que financiaría, entre otras cosas, la publicación de sus libros. Previo a las mejoras practicadas por Thoreau, los lápices norteamericanos eran grasosos, toscos y quebradizos, mientras que los importados de Europa costaban demasiado caro; soñador y amante de la naturaleza pero a fin de cuentas un hombre práctico, se dedicó en cuerpo y alma al desafío de crear un lápiz que superara los entonces conocidos.

Una carta que no viene de puño y letra se carga de un halo de impersonalidad, de trámite burocrático

Entre los beneficios de la escritura manual, además de una mejor concentración y ortografía, se cuentan el incremento de la memoria y la creatividad. Al dibujar el contorno de cada letra, los vínculos sensomotores entre el cerebro y la mano hacen que el procesamiento cognitivo sea más profundo y duradero, lo que contribuye a una mejor retención y al desarrollo de la coordinación motriz. Los estudios sobre las diferencias entre escribir a mano y en computadora arrojan que, más allá de la velocidad que pueden alcanzar los diez dedos sobre el teclado, hay una relación especial entre los útiles escolares de siempre y aquello que los poetas y talleristas literarios denominan “voz propia” — no por nada el concepto de estilo procede en línea directa del stilus de los antiguos romanos. 

Se han investigado los cambios estilísticos de quien, como Nietzsche, dejó de escribir a mano para hacerlo a máquina, pero quizá hace falta explorar las ventajas comparativas de empuñar un lápiz y no, digamos, un bolígrafo o una pluma fuente. En una carta de 1927, Robert Walser confiesa su “espantosa aversión hacia la pluma” y describe cómo, tan pronto empieza a utilizarla, sufre el colapso de su mano y un decaimiento general, mientras se convierte en “todo un estúpido”. A fin de liberarse de esa enfermedad a la que llamó “el tedio de la pluma”, el paseante y divagador optó por El método del lápiz, que consistía en esbozar y garabatear con ese instrumento en el reverso de papeles de desecho, con la premisa de aprovechar hasta el mínimo espacio en blanco. Fuga a escala, deriva tímida, pasadizo hacia una escritura secreta, gracias al murmullo bienhechor del grafito reaprendió a escribir y recuperó su libertad y soltura.

El método del lápiz combina el despojamiento y la contingencia. A diferencia del fasto y la parafernalia que precisan algunos para escribir, Walser se contentaba con lo mínimo. La procedencia azarosa del papel comporta una ética y una estética: ningún material —en el doble sentido de tema y soporte— es inadecuado, despreciable o demasiado bajo para la literatura. Los exploradores de su archivo han hecho notar que la extensión de sus microgramas coincide casi al milímetro con la dimensión de la hoja, como si un límite físico dictara el punto final, el arco de texto que puede desenvolverse sobre su superficie.

Compacto, ligero y al cabo portátil, el lápiz es aliado de los paseantes. En uno de sus ensayos más memorables, Virginia Woolf camina a la deriva por las calles de Londres con el pretexto de comprar un lápiz. Desde el comienzo sabemos que se trata de una coartada para perderse en el azar de las encrucijadas y deslizarse por la superficie como un ojo inmenso de receptividad y reflexión. Ya muy lejos de las certidumbres domésticas, en parajes ignotos que agudizan el desfase del yo, se acuerda de pronto del lápiz, del lápiz que la hizo salir de casa; ese lápiz que seguramente no necesita, pues durante todas esas horas de vagancia y callejeo, de ensoñación y deleite en que ha podido tomarle el pulso a la ciudad, ella misma se ha convertido en un lápiz, un lápiz viviente que la recorre y que la escribe.