Noche de fuego, de Tatiana Huezo

Filo luminoso

Noche de fuego
Noche de fuegoFuente: girlsatfilms.com
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Ana (Ana Cristina Ordóñez González a los ocho años y Marya Membreño a los 13) y su madre Rita (Mayra Batalla) viven entre el miedo y la espera. Regularmente van a un cerro donde llega la señal de telefonía celular, a fin de comunicarse con el padre de la niña, quien como la mayoría de los hombres del pueblo ha emigrado a Estados Unidos para ganarse la vida. Sin embargo, el papá de Ana (a quien Rita dice que “le perdonó demasiado”) ha dejado de enviar dinero e incluso de responder, por lo que esas llamadas parecen inútiles y desesperadas invocaciones a una deidad sorda. Las imágenes de la gente reunida en su soledad, mirando pantallas iluminadas y tratando de comunicarse con familiares y amigos evoca una especie de ritual y es un reflejo del aislamiento, las carencias y dependencia de la comunidad. La vida es dura en esa localidad de la sierra de Guerrero, pero entre todas las angustias de sus habitantes destaca el terror de las madres que saben que en cualquier momento miembros del cártel local vendrán a buscar a sus hijas para llevárselas a explotar sexualmente.

La primera secuencia de Noche de fuego, tercer largometraje y primera película de ficción de la guionista y directora Tatiana Huezo, muestra a Rita excavando frenéticamente un agujero en la tierra para esconder a Ana. En un país infestado de fosas clandestinas, la idea de “enterrar” en vida a una hija para salvarla es inquietante y recuerda a las mujeres “emparedadas” de la revolución, a las que escondían entre los muros de las casas para protegerlas. Éste es un poderoso comentario al respecto del terror que se vive en muchas partes de México, en particular del absoluto olvido y abandono de las mujeres en la carnicería masiva y brutal que se recrudeció desde que el expresidente Felipe Calderón lanzó su guerra contra el narco.

Huezo, quien es mexicana y salvadoreña, debutó con el espléndido largometraje documental El lugar más pequeño (2011), sobre la destrucción de un poblado por la guardia nacional salvadoreña y el regreso de sus habitantes, a quienes da voz. Los paralelos de esa atroz guerra civil con la realidad mexicana actual son apabullantes. A esta cinta multipremiada le siguió Tempestad (2016), que entreteje dos historias: la de una empleada del aeropuerto de Cancún, a quien acusan injustamente de tráfico humano y crimen organizado, y es enviada a una prisión controlada por el narco; y la de una mujer que trabaja en el circo, a quien le secuestran a su hija, probablemente para prostituirla.

EL CINE DE HUEZO es desconsolador, pero de una profunda humanidad. Aunque su tema central son los estragos de la violencia, lo suyo no es la explotación morbosa de la catástrofe de inseguridad y la tragedia incontrolable de pueblos en manos del crimen organizado. La cineasta evita la complacencia de mostrar la crueldad de los narcos y de alimentar la vorágine de consumo de imágenes abyectas. En vez de eso se concentra en las reacciones que provoca el miedo y en la dignidad de las víctimas. Noche de fuego es una adaptación libre de la novela Prayers for the Stolen (traducida como Ladydi), de Jennifer Clement, que muestra la agonía de los habitantes de un pueblo intimidado por el narco, cuya única certeza es que las autoridades civiles y militares no sólo son indiferentes a su situación, sino que son cómplices de sus verdugos.

Es muy reveladora la escena en que los helicópteros del ejército, en vez de regar los cultivos de amapola con herbicidas, bañan deliberadamente al propio pueblo con sustancias tóxicas. Los cárteles imponen un régimen neofeudal al casi matriarcado de esta comunidad remota: cuotas de piso, levantones, pagos por protección y acoso terrorista. Al mismo tiempo ofrecen trabajo y un ápice de protección a quienes recolectan la savia de la amapola para ellos.

La cinta es conmovedora y apasionante, pero Huezo no está en su medio natural. Parecería que el flujo narrativo deriva sin dirección

Con ojo de documentalista, la directora formada en el CCC expone la frágil solidaridad entre vecinos y el desgarramiento del tejido social que apenas sostiene a una comunidad atormentada. Para esto ofrece la perspectiva de Ana y sus dos amigas, Paula (Camila Gaal y Alejandra Camacho) y María (Blanca Itzel Pérez y Giselle Barrera Sánchez), en dos momentos de sus vidas separados por cinco años. Vemos su niñez y adolescencia en un contexto trágicamente estancado. Uno de los ritos de paso para las niñas de esa población es el corte radical de cabello. Con el pretexto de evitar los piojos tratan de hacerlas pasar por niños y “afearlas” para de esa manera evitar, o por lo menos retrasar que los sicarios se las lleven. El hecho de que a María, quien tiene labio leporino y por lo tanto se apega menos a las nociones de belleza convencional, no le corten el pelo pone en evidencia el verdadero motivo de raparlas. La feminidad acosada hace que las madres tampoco permitan que sus hijas se maquillen ni usen vestidos.

EL RÉGIMEN DE PAVOR e intimidación obliga a las madres a inventar historias para justificar ante sus hijas las desapariciones de niñas y familias enteras. Asimismo, los maestros de la escuela van y vienen de manera impredecible y errática, ahuyentados por los criminales. El paso de las camionetas de los sicarios por el pueblo es motivo de pánico, incluso para la tropa, que no se atreve a confrontarlos. Si bien se habla de crear brigadas de autodefensa como en otros pueblos, la realidad es que los cárteles tienen armamento, dinero y recursos en abundancia, por lo que cualquier ilusión de confrontarlos parece suicida. La noche de fuego del título que podría dar esperanza a la comunidad simplemente es un desahogo y no una liberación. Lo que queda es huir o resistir en silencio, como hace Rita al entrenar a su hija para escuchar señales, estar siempre atenta para poder anticipar los movimientos de los delincuentes. Esto se traduce en el juego de telepatía de las niñas que imaginan comunicarse sin palabras.

La cinta es intensa, conmovedora y apasionante, pero es innegable que Huezo no está en su medio natural. Parecería por momentos que el flujo narrativo deriva sin dirección, que las espléndidas imágenes de la cinematógrafa Dariela Ludlow no quieren comprometerse con la historia que cuentan, como si buscaran su propia voz. Si bien la cinta no cae en convenciones dramáticas, sí parece tener un contraflujo que intenta librarse de las estrecheces del guion, y eso se manifiesta en la estructura fragmentada en secciones que abre espacio a la poética audiovisual que la directora domina.

Huezo (junto con Fernanda Valadez, directora de Sin señas particulares) es una brillante cronista de la aterradora descomposición (que no reconoce fronteras) de una sociedad con más de medio millón de muertos y desaparecidos por el crimen organizado. Más allá de ser una denuncia, su cine es fundamental para combatir la normalización, apatía, pasividad y cinismo que caracterizan nuestra relación con esa criminalidad omnipresente, cercana y distante que domina todo en el México del siglo XXI.