La nueva ciudad de las artes

Al margen

Fachada del Museo Anahuacalli.
Fachada del Museo Anahuacalli.Foto: Christian Klugmann, 2018 / Cortesía Museo Anahuacalli
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En 1941 Diego Rivera y Frida Kahlo intentaban retomar el rumbo de su matrimonio mientras emprendían un nuevo proyecto artístico en un oasis insospechado: el pueblo de San Pablo Tepetlapa, pueblo originario de Coyoacán. Envuelto en piedra volcánica, reminiscencia de la explosión del Xitle, y rodeado por un entorno todavía muy rural, años atrás les había parecido el enclave perfecto para llevar una vida más simple. Las hectáreas que la pareja compró en aquel pueblo serían, por iniciativa de Frida, destinadas a la creación de una granja que procurarían en conjunto. Pero con el paso del tiempo, al observar su accidentada geografía, testimonio vivo de la historia de la cuenca que hoy es nuestra urbe, una idea comenzó a germinar en la cabeza de Diego: la creación de un espacio artístico multidisciplinario, una ciudad de las artes.

SI BIEN FRIDA TENÍA el mayor arraigo en Coyoacán, Diego no era ajeno a sus paisajes. Durante su juventud a menudo visitaba sus amplios campos de lava petrificada de la mano de su maestro, José María Velasco, de quien aprendió a pintar al aire libre y admirar los volcanes que rodean al Valle de México. Fue en esas excursiones que se enamoró del extraño entorno natural del sur de la capital. Años después encontró ahí el lugar perfecto para desarrollar un proyecto de creación nunca antes emprendido en México, es decir, un espacio en el que pudieran coexistir todas las artes. Se propuso entonces construir un pabellón dedicado a cada una de ellas, incluyendo también a las artesanías, pues el muralista no creía en la distinción entre las expresiones populares y la llamada alta cultura. El concepto es de una ambición que no sorprende viniendo de un personaje como Rivera, pues todo en él era monumental; si así era su propio tamaño y también su obra, por qué no sus ideas.

El corazón de este complejo sería un espacio dedicado a la historia y tradición artística de México, pero no por ello menos impresionante que aquellos dedicados a la producción contemporánea. Se trataba de la casa cerca del agua, o Anahuacalli, que albergaría su colección de antigüedades prehispánicas, constituyendo así un vínculo entre el pasado creativo del país y el presente.

Se dice que desde 1933 Rivera puso su lápiz a trabajar en el diseño de este espacio, que es a su vez un axis mundi, un eje que une el inframundo con el supramundo, pasando por el mundo terrenal. De esta manera, el Museo Anahuacalli no sólo parte de un concepto ideado por el muralista, sino que nos permite ver una cara menos explorada de su trayectoria: la de arquitecto.

EL INTERÉS DE DIEGO RIVERA por la arquitectura de cierta forma comienza a germinar desde que se integra al movimiento muralista, aunque quizá sería más preciso decir que se trata de un interés por el espacio. A medida que el muralismo fue ganando terreno tanto en la práctica como en la teoría, comenzó a surgir la pregunta por la manera en que la plástica dialoga con el espacio que la enmarca. La experimentación pictórica se fue encaminando entonces hacia una corriente que conocemos como integración plástica, que no es otra cosa sino la respuesta a esa pregunta. Retomando de cierta forma el concepto de obra de arte total que la secesión vienesa llevó de la ópera a la arquitectura, y que sería revitalizada con entusiasmo por la escuela de la Bauhaus, los artistas mexicanos comenzaron a trabajar de la mano de los arquitectos. Rivera fue uno de los impulsores de esta nueva etapa del muralismo. En esta búsqueda por integrarse al espacio construido, también brotó en él una mayor inquietud por el entorno natural.

“Si en algún lugar del mundo es posible recorrer, mirar, estudiar, sentir y vivir la huella de la geografía y de la historia en la arquitectura, es en nuestro continente”, aseguró Rivera en una conferencia dictada en El Colegio Nacional el 25 de junio de 1954. El Anahuacalli —o quizá más correctamente la Anahuacalli, pronombre utilizado por Ruth Rivera y Carlos Pellicer en tanto que se trata de una casa— es la expresión y síntesis más contundente de la conjunción entre arquitectura y plástica presente en la obra de Rivera. Es fascinante también encontrar qué adelantado a su época resultó el proyecto pues tomó en cuenta cuestiones medioambientales.

Rivera después encontró el lugar perfecto para un
proyecto de creación nunca antes emprendido
en México

Rivera murió en 1957, antes de poder ver su última gran obra en pie, pero la semilla de la Ciudad de las Artes había quedado bien plantada entre sus colegas y amigos más queridos. El elenco que se propuso concluir, al menos, la primera etapa de este ambicioso proyecto fue en verdad estelar. Juan O’Gorman continuó con la labor arquitectónica que había iniciado con su gran amigo Diego, apoyado por Ruth Rivera, hija del pintor y primera mujer en egresar de la Escuela de Ingeniería y Arquitectura del Instituto Politécnico Nacional. A ellos se sumó también Heriberto Pagelson, socio de otro personaje fundamental en su culminación: Dolores Olmedo, la gran mecenas y amiga de Diego, cuyos esfuerzos fueron definitivos para concluir el proyecto. Carlos Pellicer fue convocado a realizar la curaduría y museografía: debía seleccionar, de entre una colección de 73 mil piezas arqueológicas reunidas por el muralista a lo largo de su vida, las dos mil que integrarían la exposición permanente de lo que sería un nuevo museo. Tras casi una década de trabajo colaborativo, el Museo Anahuacalli al fin abrió sus puertas el 18 de septiembre de 1964.

HOY, A OCHENTA AÑOS de que iniciara su construcción, en 1941, la visión de Rivera al fin culmina con la reapertura del Anahuacalli. Tras dos años de cierre y una intensa labor constructiva, en este mes de aniversario el museo estrena nuevos espacios diseñados por el renombrado arquitecto Mauricio Rocha, con los cuales al fin comienza a tomar forma la Ciudad de las Artes que Diego imaginó.

Los salones y las plazas de los que ahora podrá gozar el público representan la obra de infraestructura cultural más importante que se ha emprendido al sur de la capital en los últimos diez años e incluso, me atrevería a asegurar, en la Ciudad de México.