El padre, de Florian Zeller

Filo luminoso

El padre
El padreFuente: twitter.com
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Antes de la pasada (y tristemente deslucida) ceremonia del Oscar, los expertos aseguraban que Sir Anthony Hopkins sería víctima de una terrible injusticia y perdería el premio al mejor actor, que parecía destinado al recién fallecido Chadwick Boseman. Sorpresivamente no fue así, Hopkins ganó y ni siquiera estaba despierto para mandar un mensaje de agradecimiento vía Zoom a la Academia. Parecía que la emisión estaba estructurada en torno a la entrega de ese Oscar, que fue el último de la noche. Así que en vez de cerrar con un homenaje póstumo, la noche acabó de manera anticlimática.

Lo cierto es que difícilmente alguien merecía más ese honor que el actor galés de 83 años por su interpretación de Anthony en El padre, de Florian Zeller, la exitosa obra de teatro del propio Zeller que fue adaptada y traducida del francés por Christopher Hampton. La cinta comienza cuando su amorosa, paciente y devota hija Anne (Olivia Colman), lo va a visitar angustiada porque se ha enterado de que el viejo viudo, ingeniero retirado que vive solo en su amplio y lujoso departamento en Londres, maltrató y corrió a su cuidadora. En la pantalla tenemos a Anne caminando con prisa para ver a su padre, pero en realidad estamos dentro de la cabeza de Anthony, con él escuchamos el tercer acto de la ópera King Arthur, de Henry Purcell. Es lo que parece el comienzo del serio deterioro cognitivo del personaje central, quien se niega a ser atendido pero cada vez es más claro que es incapaz de vivir independientemente. Esto coincide con que Anne desea una oportunidad más en su vida y quiere partir con una nueva pareja a vivir en París.

La historia es conocida y pudo haber desembocado en un melodrama predecible, infestado de lugares comunes de la nostalgia, mensajes edificantes, momentos conmovedores. Sin embargo, la trama toma cauces inesperados al alejarse de las convenciones del amor filial, los conflictos intergeneracionales y la melancolía de la pérdida para guiarnos hacia una angustiosa inmersión en el terreno de la demencia. El padre es una contundente mirada a la vejez y la decrepitud, además de un virtuoso carrusel del terror, una casa de espejos y un callejón sin salida.

La cinta es brillante por el fantástico trabajo de Hopkins, en quien recae el peso de la obra y transmite oleadas de dolor, desconcierto y frustración en cada gesto y movimiento. Pero el reparto es espectacular ya que aparte de Colman, quien es impecable, también participan la genial Olivia Williams, Mark Gatiss, Rufus Sewell e Imogen Poots. Sin embargo, lo que hace excepcional el filme es la deslumbrante concepción del espacio a través de cambios en decorado e iluminación. Prácticamente toda la acción sucede en un departamento (que son varios departamentos) donde los muros, puertas, tonos de madera cuentan una historia íntima que se disuelve.

La fotografía de Ben Smithard y la edición de Yorgos Lamprinos convierten los espacios cerrados y claustrofóbicos en una metáfora del laberinto mental en continuo estrechamiento y cambio que padece el personaje. La cinta nos muestra un departamento que se transforma sutilmente, de escena en escena, manteniendo una especie de concordancia arquitectónica entre los espacios, lo cual es muy evidente en la habitación de Anthony. El uso de la luz que entra por las ventanas y marca el paso del tiempo es fundamental para enfatizar la confusión del personaje, quien va perdiendo poco a poco la noción de la realidad. El juego que hace Zeller consiste en ofrecernos la perspectiva de Anthony sin una visión que valide y corrija las distorsiones que produce su mente. Incluso en las pocas escenas en las que no está el protagonista, se nos presentan elementos igualmente inquietantes, con personajes que pueden o no estar ahí.

La cinta es brillante por el fantástico trabajo de Hopkins,
en quien recae el peso de la obra. Pero el reparto es espectacular

A pesar de que no hay un flujo lineal del tiempo, por encima del caos, las contradicciones, las visiones alternativas y las repeticiones de las secuencias se construye una idea del orden de los acontecimientos. El hecho de que él está obsesionado con encontrar su reloj y saber la hora acentúa la pérdida de la conciencia temporal. Así, tiempo y espacio se destejen como un viejo tapiz, obligándonos a acompañar a Anthony en el azoro y el temor. Somos testigos de la deriva, de diálogos que nunca tuvieron lugar, de personajes irreales o compuestos de varias personas, de la transformación de la decoración y el entorno. Somos víctimas con él de lo que parece una conspiración que alguien le impone con sadismo. Lo que debería ser una lenta erosión de su universo se vuelve una avalancha vertiginosa.

Para Anthony, como para cualquiera, la estabilidad del mundo radica en la consistencia de los recuerdos, la permanencia de los objetos que forman el entorno y la continuidad de las relaciones. Hundirse de pronto en una vorágine donde todo fluctúa es un alucinación aterradora. Él trata de mostrarse estoico ante lo incomprensible, se burla de quienes lo rodean o los agrede, pero nada de eso impide que su dignidad termine por desmoronarse paulatinamente. Trata de disimular la vergüenza de no reconocer a su propia hija o a su yerno, Paul, finge seguirles la corriente pero al bajar la guardia se exhibe y hace dolorosas confesiones o comentarios crueles (Anne “no es muy inteligente”) que evidencian viejos resentimientos y angustias acumuladas en una vida de amor y desencanto. Confunde a Julia, su hija predilecta que murió en un accidente, con una de sus cuidadoras, con lo que revive su desprecio por Anne. De cuando en cuando surgen atisbos de su antigua personalidad, ríe, bromea, hasta que se estremece por el pavor de reconocer que todo es extraño y nada tiene sentido. Frente a esto, la tristeza de la mujer es apabullante, su preocupación, rencor contenido y pena avanzan a medida que las sombras se extienden por el departamento, creando más y más áreas oscuras, huellas fantasma en paredes y pisos que hacen eco a la ruina de la mente de Anthony.

El padre es una obra desconsoladora que recuerda una cinta reciente que emplea el género del horror para abordar la brutal devastación de la demencia, La reliquia, de Natalie Erika James (2020), así como la perturbadora muestra del colapso de la armonía entre una pareja mayor en la prodigiosa Amour, de Michael Haneke (2012) y en cierta forma la igualmente desoladora Siempre Alice, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland (2014), que trata sobre la demencia temprana. Estas cintas muestran la pérdida de la razón, la libertad y la autosuficiencia ante la incapacidad de familiares, médicos y amigos de detener el deterioro. La tragedia personal es irreversible pero también es dramático el abandono, la institucionalización y la medicalización forzada que son el costo del individualismo en las sociedades modernas.