Papeles de Juana de Ibarbourou

Con el misterio de los hallazgos que aguardan ser revelados, los documentos de esta entrega llegan al fin
a su destino original: ser publicados en México. Fue necesario que interviniera el azar para que
un sobre con escritos de la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou llegara al investigador Alejandro Toledo,
quien ahora los comparte con lectores de El Cultural. Es una muestra cabal del talento lírico
que impulsó la obra y convirtió a la autora —durante buena parte del siglo XX— en una celebridad, acaso
hoy injustamente olvidada, como esta ventana a su trabajo lo sugiere, así como su limitada presencia en librerías.

Juana de Ibarbourou (1892-1979).
Juana de Ibarbourou (1892-1979).Fuente: es.wiklipedia.org
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Tengo en mis archivos, desde hace varias décadas, unos papeles de la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979). Ella se los entregó a Marco Antonio Millán, quien dirigía en México América, Revista Antológica (para su publicación en ese medio), en una visita que hizo éste a Montevideo. Son exactamente diecinueve cuartillas, dos de ellas escritas a mano y las restantes a máquina. Aquí y allá destaca la firma de la autora. Sé que son papeles que deberían estar en otro sitio, en donde se les dé el trato adecuado para su conservación, pero aún no hallo cuál es ese lugar y los muestro ahora para intentar resolver ese dilema.

En el viejo sobre que contiene estos papeles escribió Millán una leyenda: “Trabajos inéditos de Juana de Ibarbourou confiados a M. A. Millán para su publicación en América, Revista Antológica, en Montevideo, Uruguay, durante 1967 —y que él mantuvo traspapelados hasta la fecha, en su enorme y confuso archivo, por falta de actividad disciplinada y exceso de preocupaciones de toda suerte, de las que aún no se libera”.

Sigue Millán: “En un intento de reivindicación, así resulte muy dilatada, Millán pone este valioso lote de selecta literatura en manos de sus amigos Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, entusiastas y capaces promotores culturales para los fines que ellos tengan a bien dar”.

Es lo que hay: un sobre amarillo algo maltratado con diecinueve cuartillas originales de Juana de Ibarbourou y una nota que señala el hecho concreto de la entrega de esos papeles por la escritora al editor en 1967. Y se dice que los trabajos son inéditos. ¿Lo eran en 1967? Habría que ver cómo el tiempo ha operado sobre este material. Por ejemplo: si los textos mantienen (anticipo que no lo sé de cierto) su condición de inéditos. Y comento al paso que, por razones parecidas a las de Millán, estos papeles se me han traspapelado varias veces, y aparecie-ron hace poco en una caja de cartón, en la búsqueda de otros documentos.

PRIMERO, ¿qué hacía Marco Antonio Millán en Montevideo en 1967? Leo en sus memorias que ese año Mauricio Magdaleno tuvo la idea de promover un congreso internacional de escritores, que se llevaría a cabo unos días en Guanajuato y otros, en Guadalajara. “Fue creada una comisión ejecutiva con el encargo de recorrer cada país latinoamericano para invitar personal y cálidamente a los más representativos escritores y reunirse más tarde en México” (La invención de sí mismo, Conaculta, 2008, p. 84).

El presidente del congreso sería Carlos Pellicer; como vicepresidente fue designado José López Bermúdez. Millán quedó como secretario; y José Revueltas y Juan Rulfo, como vocales. El grupo emprendió el viaje. En Buenos Aires convivieron con Jorge Luis Borges, Bioy Casares, Guillermo de Torre y Norah Borges. Ahí les llegó la invitación, por parte del embajador de México en Uruguay, de ir a Montevideo. Y entonces habrán visitado a Juana de Ibarbourou, lo que no está consignado por Millán en sus memorias.

Es de suponer que le solicitó material a la poeta para la revista América. Y ella le entregó las diecinueve cuartillas. ¿Algo de eso se publicó? En la tesis Índices de América, Revista Antológica (1940-1969), de Elvira Acuña, presentada en el año 2000 en la Universidad Iberoamericana, se consignan dos poemas de 1941 (“La hora” y “La espera”, aparecidos en el número siete de la revista), y dos de 1967 (“Por un caballo” y “Por una palmera”, publicados en el número dos de la que entonces se llamó revista Nueva América).

El juego de papeles abre justo con dos versiones manuscritas del “Lamento por una palmera” y una a máquina de la “Elegía por un caballo”. Ambos aparecieron en La pasajera (Losada, Buenos Aires, 1967). Hay, incluso entre las dos hojas manuscritas, ligeras variaciones: “y por ella rogaba al universo”, dice en una (y así está en la versión impresa), o: “Por ella suplicaba al universo”, dice en la otra. Una hoja está fechada en “Montevideo, mayo, 1967” y la otra sólo consigna el año.

La “Elegía por un caballo” en el volumen se llama sólo “Elegía”; en la hoja manuscrita tiene dos divisiones (lo que lo hace un poema en tres estrofas), que se pierden en el impreso.

La pasajera
La pasajera

“Elegía” es también un poema largo que cierra La pasajera y de él Juana de Ibarbourou entregó a Millán tres cuartillas con cinco fragmentos, señalando que se trataba de un libro inédito. Según mi revisión, dos de esos fragmentos no están en la versión final...

No pretendo erigirme como especialista en la obra de Juana Ibarbourou y sólo ofrezco un paseo por estos papeles que el destino puso en mis manos. Igual transcribiré más adelante los versos no hallados en la versión impresa.

Luego vienen tres prosas de media cuartilla: “La flor”, “La abeja” y “El reloj”, y dos textos largos también en prosa: “Madre perra” y “Partida de caza”, de cinco cuartillas cada uno. Alguien que tenga a la mano unas obras completas de Juana de Ibarbourou nos dirá si aparecen ahí estos textos. Entre los pocos libros que tengo suyos, no están. ¿Algún especialista en la sala?

SUPONGO que estos papeles tienen el valor de venir de una fuente directa: la autora se los entregó de propia mano a un editor mexicano para su publicación acá. Y le dio manuscritos y mecanoscritos, firmados por ella y con correcciones a lápiz o pluma. Son, en tal caso, una buena ocasión para volver a quien en alguna época lejana se le llamó “Juana de América”; y se trata también de crear la posibilidad de que lleguen pronto a mejores manos antes de que vuelvan a traspapelarse.

Acaso desde ultratumba nos dirá Rosario Castellanos: “¡Manes de Delmira Agustini, de Juana de Ibarbourou, de Alfonsina Storni, estaos quedos!”.

Presento aquí los fragmentos de la “Elegía” que le fueron entregados a Millan (algunos no incluidos en la versión final impresa) y las tres prosas, que se reúnen bajo el título común de “Diludivinas” (según alcanzo a leer).

ELEGÍA

LA FLOR

El niño corrió hasta la orilla del pantano y, deslumbrado, rico, lleno de emoción gozosa, me gritó, señalando una flor de largo talle airoso que balanceaba el viento:

—¡Una amapola, una amapola amarilla y azul!

Yo me acerqué ligera para tomarlo de nuevo de la mano y me [quedé] estática contemplando la dulce maravilla. No era una amapola, y no sabía qué nombre dársele. Las aguas quietas y espesas, sin brillo como los ojos de un animal muerto, sostenían y daban vida a aquel milagro de belleza y gracia; aquel cáliz sensible repleto de sumos y polen; aquellos pétalos tan delicados y nuevos como la mejilla del niño. Y me dije, pensativa:

—Entonces, ¿es que siempre hay posibilidades?

Sentí que tenía que decir esto a alguien que hubiese perdido ya toda esperanza. Y me prometí escribirlo en algún lado, para que lo leyesen una mujer o un hombre que anduvieran sin rumbo, sin fe, con el alma sumida en la oscuridad.

Elegía
Elegía

LA ABEJA

En un vaso de agua, se estaba ahogando una abeja, no sé por qué, ni cómo. Tenía las alas empapadas y se movía desesperadamente para alcanzar el borde sólido. Ante sí, próxima, estaba la salvación, pero sus esfuerzos resultaban inútiles, pues en el orden implacable de la relatividad de las cosas el agua contenida en el cóncavo recipiente de vidrio que era un pequeño mar y ella un ser que naufragaba exhausto ante el cielo impávido. El niño que miraba aquello con atención suma, tomó de pronto una pajuela —sólo una corta pajita seca y frágil— y la puso debajo del cuerpo de la pobrecilla. Entonces, ella se aferró con sus últimas fuerzas a la mínima cosa que la providencia le ofrecía para no morir, y subió por el tallo leve y quebradizo hasta llegar a la manecita cálida de la criatura. Ésta la dejaba hacer, esperando lo que sucedería luego. La abeja sacudió unas cuantas veces las mojadas alas, y después, liberada de su peso, emprendió el vuelo hacia el rectángulo de la ventana abierta.

Yo pensé que también tenía que contar esto a alguien que, de algún modo, se estuviera ahogando.  

Elegía
Elegía

EL RELOJ

Fui a ver la hora en el reloj de mi me-sa de luz, y me encontré con que se había detenido hacía ya rato. Estaba silencioso, sin el animado tic-tac que es el ritmo de su aliento, y de su pulso. Me puse a darle cuerda, y enseguida las manecillas empezaron de nuevo su movimiento de rotación en el tiempo infinito. Es que, ved: sin el poder taumatúrgico de Cristo, también nosotros podemos resucitar a los muertos. Todo está en que sepamos cuál es la cuerda que hay que hacer girar a tiempo.

Y creo que tenemos la humana obligación de saberlo.

Elegía
Elegía