Carlos Fuentes

Un regreso a Tiempo mexicano

En su faceta de ensayista, Carlos Fuentes indagó en las características, los lastres y promesas de una sociedad
que aspiraba a superar las formas de control implantadas durante décadas por el régimen de partido único.
La voluntad democrática surgida con el movimiento del 68 permeó hasta cambiar el país
en los años siguientes, aunque la alternancia en el poder no resolvió los problemas ancestrales de pobreza
y desigualdad. Ese proceso enfrentó un desafío que parece regresar: el dilema entre autoritarismo y democracia.

Carlos Fuentes (1928-2012).
Carlos Fuentes (1928-2012).Fuente: twitter.com
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Para Raúl Trejo Delarbre, querido y solidario amigo

En 1971 apareció Tiempo mexicano de Carlos Fuentes. Una serie de ensayos en que la historia, la política y la cultura estaban imbricadas.1 El autor reconocía la coexistencia de varios Méxicos, una modernidad inacabada, plagada de atavismos, un pasado que jamás terminaba por disolverse y un futuro brumoso, difícil de asir. En algún pasaje juguetón incluso apuntaba que deberíamos avanzar más rápido para hacer realidad los anhelos plasmados en la Constitución de 1917. ¿Progresar hacia atrás? Pues sí, porque en efecto, entre la letra de la llamada Carta Magna y la realidad existía un océano.

Los textos son una especie de caleidoscopio que cambia su significado con el correr del tiempo, destilan un placer por el lenguaje exuberante y en ocasiones un barroquismo tentador. No pocas veces las imágenes resultan más expresivas que los conceptos y es más que agradecible su perspicaz vena literaria, alejada de las pretensiones de la ciencia política. Porque la primera, en manos de Fuentes, suele ser más atractiva, insinuante y viva, que la aridez y la repetición conceptual de no pocos textos de la segunda. Son ensayos imaginativos, luminosos, provocadores, que abren el campo de visión y no soportan la lectura dogmática.

En “Radiografía de una década: 1953-1963”, Fuentes hace un ensayo nostálgico e incisivo. Su entrada a la Facultad de Derecho de la UNAM en San Ildefonso, los rituales de iniciación que rapaban a los perros [alumnos de nuevo ingreso], el maestro y director Mario de la Cueva. Pero, sobre todo, cómo esa escuela se convirtió en la puerta de entrada a las letras, la cultura y la política en su sentido más amplio y ambicioso. La llamada Generación de Medio Siglo, con ansias de modernidad mientras a sus espaldas seguía latiendo el México de las armas y la sangre. Se trata de una reflexión sobre el régimen en el que desembocó la Revolución Mexicana, sus actores, instituciones y protocolos. Rastrea las desigualdades que modelan a la sociedad mexicana, la expansión de una naciente e incierta clase media, la subordinación de las organizaciones obreras y campesinas, los usos y costumbres de “los de arriba” y las características autoritarias de un régimen que parecía inamovible.

Me detengo en esta última dimensión porque creo que por desgracia tiene una enorme actualidad. Creí escuchar los ecos de la prosa de Fuentes en algunas realidades ¿en construcción? en el presente. Juzguen ustedes.

Describe a Ruiz Cortines:

Asimila la autoridad presidencial con el destino de la Patria, operación que exige apelar a toda una retórica que identifique al poder presente con los grandes nombres y luchas del pasado, aunque en definitiva unos y otros se excluyan... Desde allí, dirime, obsequia, advierte, cumple funciones de árbitro y padre benévolo... iglesia que distribuye hostias a unos cuantos, tacos a la mayoría, sermones idénticos a todos, excomuniones a los descontentos, absoluciones a los arrepentidos, conserva el paraíso a los pudientes y se lo promete a los desheredados... (p. 67).

FUENTES RECREA los años del presidencialismo exacerbado. México, en contraste con otros países de América Latina, ha logrado una estabilidad sorprendente, pero lo ha hecho en fórmula autoritaria (no dictatorial), concentrando el poder en la presidencia, domando a las organizaciones sociales, excluyendo a la disidencia. Una estabilidad que reclama silencio y sumisión, porque no existe otra razón digna de ser aquilatada más que la presidencial:

México —escribe— aún no cuenta con un sistema de expresión democrática... El paternalismo, signo fehaciente de desconfianza en el pueblo, es hoy tan sistemático, aunque más sutil, que en tiempos de Porfirio Díaz... carece de canales para la manifestación de dudas, disidencias, alternativas, voluntades, aspiraciones. Cámaras legislativas domesticadas, periódicos subvencionados y mentirosos, medios de información modernos—cine, radio, televisión— viciados y estúpidos... (p. 70).

En contraste con aquella situación, en los últimos años México edificó una democracia germinal. Un sistema de partidos competitivo, un espacio electoral imparcial y equitativo, una inicial división de poderes, un Congreso vivo y plural, un esbozo de Tribunal Constitucional en la Suprema Corte y sin duda una ampliación en el ejercicio de las libertades y una sociedad civil más robusta. Todo ello empezaba a constreñir el hiperpresidencialismo que el país había vivido y padecido. Y, sin embargo, parecería que el actual gobierno añora aquellos años cincuenta y sesenta: desearía una prensa alineada, un Congreso servil, una Corte reverente con las decisiones del titular del Ejecutivo, la inexistencia de los órganos autónomos del Estado y de las agrupaciones civiles con agendas y propuestas en ocasiones divergentes con el gobierno. En una palabra, un México subordinado a su voluntad.

Tiempo mexicano
Tiempo mexicano

UN RÉGIMEN de esa naturaleza, nos decía Fuentes, “precisa cortesanos”. “La función del cortesano es halagar el oído del monarca y recibir, en cambio, sus favores”, y por supuesto supone “la muerte cívica de México”. Cincuenta años después, somos una sociedad más compleja y masiva, un mosaico de desigualdades inocultable, un espacio en el cual conviven —a querer o no— una diversidad de ideologías, intereses, proyectos, sensibilidades que sólo con métodos autoritarios pueden ser encuadrados en un solo partido, en una sola visión del mundo, en un solo mando. Quiero creer que esa pluralidad es la que puede y debe contener los resortes que claman por la homogenización, bajo un solo manto, de una nación cuya riqueza es su diversidad. Cierto, los cortesanos no han desaparecido y en todo régimen vertical se encuentran presentes, diciéndole al monarca lo que quiere escuchar. Pero ya no están solos.

Paso ahora al último ensayo del libro, “la disyuntiva mexicana”, que en su momento fue, si no mal recuerdo, el que causó las más agudas polémicas. Y no podría ser de otra manera. El espacio público estaba impregnado de la política criminal que como respuesta recibió el movimiento estudiantil en 1968 y eran los primeros meses de la administración del presidente Echeverría. Cincuenta años después tenemos un campo de visión más amplio, sabemos lo que sucedió, podemos hacer el recuento de las apuestas fracasadas, pero en el momento ése no era el caso. Así que resulta fatuo e inservible, tantos años después, sentirse más sagaz que un autor que analiza la coyuntura.

Fuentes entiende que el 68 representa una crisis mayor. La movilización estudiantil expresó un malestar profundo y el mito de la unidad nacional saltó por los aires. La “impaciencia y el dinamismo” de los jóvenes son la “cresta de una ola” en medio de dos pirámides, una social marcada por profundas desigualdades y otra política, en cuya cúspide se encuentra el presidente de la República. Esos jóvenes “ven lo que no quieren y quieren lo que no ven”. Ven una sociedad escindida, una pobreza abismal, un espacio público asfixiante y una política monocolor. Quieren un país más justo, con menos carencias, pero sobre todo un ambiente de libertades (que ejercen de hecho) capaz de ofrecer un cauce a la pluralidad implantada en el país.

De manera certera, a Fuentes le resulta “explicable” que los manifestantes se apoderaran de las calles. “¿A dónde más podían acudir para hacerse oír?”. Las cámaras del Legislativo seguían inercialmente los dictados del presidente, los medios eran impermeables, la inmensa mayoría de las organizaciones sociales mantenían sus puertas cerradas. De tal suerte que la energía y las exigencias se volcaron y se apropiaron del espacio público. Los jóvenes “querían participar en la creación de un país mejor; y carecían de medios democráticos para hacerse escuchar”.

La cerrazón y paranoia sellaron el desenlace. Los circuitos de la política institucional estaban clausurados y alineados con la voluntad de un autócrata. Pero en contraste, Fuentes encuentra en la figura del rector Javier Barros Sierra el germen ejemplar de lo que podía ser el país. En un pequeño fragmento (quizá demasiado entusiasta) nos dice que

De manera certera, a Fuentes le resulta explicable que los manifestantes se apoderaran de las calles. ¿A dónde más podían acudir para hacerse oír?

... para Barros Sierra, la Universidad era el proyecto piloto de nuestro futuro: el microcosmos de una convivencia mexicana libre de cohecho, presión, violencia y mentira, un centro de debate razonado, de honestidad en todos los órdenes, de legalidad estricta, no sujeta a caprichos personales... (p. 155).

CREO QUE EXAGERABA, pero qué bonito suena. De lo que no hay duda es que esos valores tan añorados por Fuentes —y no sólo por él— en efecto se confrontaron con un gobierno que era la negación rotunda de los mismos.

Fuentes observa un país donde soplan vientos nuevos, una intelectualidad vigorosa por fuera del poder del Estado, una diversidad pujante que tiene la necesidad de trascender la lúgubre herencia de Díaz Ordaz. La disyuntiva le parece clara: “¿democracia o represión?”. Y no se equivoca. Pero cree que el presidente Echeverría puede modificar el rumbo y que es posible aprovechar la autocalificada “apertura democrática”. La reedición de la represión contra una marcha estudiantil el 10 de junio de 1971 le parece una jugarreta para frenar los presuntos propósitos del presidente y se pregunta y reflexiona sobre los posibles “caminos del cambio”.

Hombre informado, no se hace ilusiones, no realiza un llamado a la “confianza incondicional” hacia el gobierno, pero tampoco está de acuerdo, por improbables, con los ensueños de un cambio revolucionario o con quienes han tomado las armas asegurando que las fórmulas de quehacer pacífico y político han sido clausuradas. Tampoco le parece adecuado apostar por el espontaneísmo y sabe que “un cambio desde arriba” es siempre limitado, por lo que llama y cree que la acción organizada puede reencauzar al país. Es 1971 y no hay en el panorama partidos que puedan disputar de tú a tú con el PRI; las organizaciones obreras y campesinas, en su inmensa mayoría, están atadas al carro del tricolor; los medios, no se diga, exudan oficialismo salvo, por supuesto, raras excepciones; y las organizaciones civiles apenas se vislumbran. En ese escenario se da el análisis y la propuesta de Fuentes.

HOY SABEMOS que el cambio democratizador se dio por otras vías y en otros tiempos. Que la conflictividad política y social se incrementó durante el sexenio de Luis Echeverría, y que será hasta la reforma política de 1977 cuando se empiecen a sentar las bases para una, en aquel entonces incipiente, transición democrática.

En los años posteriores fuimos testigos de cambios muy profundos en el sistema electoral y en la reconfiguración de las fuerzas partidistas. Se reformaron las leyes para dar entrada a corrientes políticas a las que se mantenía artificialmente marginadas de la vida institucional, se crearon nuevas instituciones para ofrecer garantías de imparcialidad, equidad y certeza en los comicios, empezó una lenta pero sostenida colonización de los espacios de representación. Junto con ello aparecieron congresos vivos y plurales, convivencia obligada entre gobernantes de diferentes corrientes y organizaciones políticas, contrapesos eficientes al superpoder presidencial, una Corte convertida en tribunal constitucional. Y sin duda una ampliación y un fortalecimiento de las libertades: de organización, prensa, expresión, manifestación.

POR DESGRACIA, ese proceso venturoso no atendió los problemas generados por un débil crecimiento económico, por la persistencia de la pobreza y las desigualdades, y coincidió con una espiral de violencia e inseguridad devastadora y con fenómenos de corrupción que no fueron atajados, por lo cual para franjas muy relevantes de la población el proceso democratizador significó muy poco.

De manera que hoy, cuando lo mucho o poco que avanzamos en la democratización del país está en cuestión y desde la presidencia parece que se quiere reconstruir un poder unipersonal y en no pocas ocasiones caprichoso, quizá la disyuntiva vuelva a parecerse a la de hace cincuenta años: democracia o autoritarismo.2

Carlos Fuentes, Tiempo mexicano, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1971, 196 pp.

Notas

1 Texto leído el 18 de mayo de 2021 en la VIII edición de la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes (modalidad virtual). “Tiempo mexicano: Cincuenta años después”, en la que los organizadores convocaron a tres mesas para hablar del libro desde esas perspectivas: la historia, la política y la cultura.

2 Hay en el libro dos artículos que han crecido con el tiempo. “Lázaro Cárdenas”, estampas vívidas y elocuentes del mandatario, y “La muerte de Rubén Jaramillo”, una crónica indignada de la ejecución del líder campesino y de su familia que sigue erizando la piel.