Rodar hacia la libertad

Al margen

Thom Masat, San Francisco.
Thom Masat, San Francisco.Fuente: unsplash
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Comienza diciembre y, con ello, el recuento del año. Las listas de los mejores libros y discos del 2020 empezarán a llenar las páginas de periódicos y revistas. Se harán balances sobre lo que este inicio de década implicó para la política, la economía y, sobre todo, la ciencia y la salud. En estos días, yo también me encuentro reflexionando sobre lo que el 2020 ha significado para mí. Podría derramar ríos de tinta sobre lo mucho que perdí en este año infame, como tantos, pero contrario a lo que dictaría la razón, no dejo de pensar en lo que gané. Si algo me dejó este 2020 es que, a mis 31 años, aprendí a andar en bicicleta.

NO SUELO ESCRIBIR en tono confesional porque como historiadora del arte —y, por lo tanto, chismosa profesional— prefiero contar las vidas de otros, pero si hoy ofrezco aquí una reflexión personal es porque precisamente refleja lo que esta experiencia significó para las mujeres que me antecedieron en la historia del ciclismo.

El origen de la bicicleta se atribuye al Conde de Sivrac, el francés que inventó el celerífero en 1791, pero no sería sino hasta mediados del siglo XIX que las bicicletas invadirían las calles. Para la década de 1880 el furor por este vehículo de dos ruedas se extendía por toda Europa y había brincado el charco a los Estados Unidos, para llegar a México una década después. Alrededor del mundo surgieron clubes de ciclistas, como el Union Cycling Club de la Ciudad de México, y se organizaban carreras, pero, sobre todo, se convirtió en un medio de transporte que permitía a la clase media abandonar las contaminadas ciudades para viajar a la quietud del campo sin las restricciones impuestas por los trenes, es decir, costos y horarios. Nunca antes se había gozado de tanta libertad para desplazarse. Fue también en la década de 1890 que las mujeres tomaron el manubrio, convirtiendo la bicicleta en un vehículo hacia la emancipación.

Las mujeres continuaron rodando con entusiasmo hacia la liberación, algo con lo que hoy me siento identificada

En el mundo anglo surgieron los primeros movimientos feministas, entre ellos el de la moda racional, que abogaba por un nuevo código de vestimenta que brindara a las mujeres mayor libertad de movimiento. El uso de la bicicleta impulsó estas ideas en más de un sentido: por un lado, permitió que las mujeres tomaran las riendas de sus propias vidas, saliendo del ámbito doméstico para moverse por las ciudades y el campo en su propio transporte individual; por el otro, las liberó de restrictivas prendas como el corsé de varas y las abultadas faldas. De esta manera, la bicicleta trajo consigo una revolución en la moda comparable con la irrupción de las flappers o pelonas, en la década de 1920, pues no sólo cambió los estilos de vestir, sino que motivó un giro de mentalidad hacia el rol de la mujer en la sociedad. Las faldas se hicieron más cortas y se ajustaron al cuerpo, se crearon nuevas prendas interiores como corsés con elásticos —que se anunciaban, por primera vez en la historia de la ropa femenina, como indumentaria “para usos atléticos”—, y surgieron los primeros experimentos en pantalones para mujer: las faldas divididas que, para evitar escándalos, se vendían con una especie de delantal que cubría la apertura que se formaba entre las piernas, pues de ser vistas con pantalones, las mujeres se arriesgaban a ser arrestadas.

ESTAS TRANSFORMACIONES por supuesto que no fueron aceptadas por toda la sociedad, hubo fuertes cuestionamientos sobre cómo el uso de la bicicleta impactaría en el decoro y la dignidad de las mujeres bien. Entre los debates más inverosímiles estaba el de la virginidad, pues se cuestionaba si los asientos desfloraban a las jóvenes damas en su rodar o si era posible que la experiencia resultara orgásmica. En cuanto a los cambios que la bicicleta estaba instigando en el ámbito de la moda, las buenas conciencias se preguntaban si esto daba pie a la masculinización de las mujeres, algo completamente reprochable y que debía desalentarse. Aunado a esto, el rodar por las calles brindaba una inusitada visibilidad a las mujeres en el espacio público.

Para fomentar el uso de la bicicleta entre ellas, sin sacudir la moralidad, surgieron guías como la de F. J. Erskine, publicada en el Reino Unido en 1897. Concebido como un manual para mujeres ciclistas escrito por una mujer ciclista, ofrece consejos básicos para iniciarse en el arte del velocipedismo, desde cómo montar por primera vez hasta qué usar para estar cómoda sin suscitar controversias. Entre los tips se encuentra uno que a mí me hubiera resultado muy útil para evitar aparatosas caídas en las principales avenidas de nuestra capital: “Si la dama ciclista está nerviosa, o el cruce es complicado, como el de Regent Circus o la rotonda del Marble Arch, lo más inteligente —si no lo más decoroso— es que una se baje de la bicicleta”. El libro, que en español lleva el título Damas en bicicleta. Cómo vestir y normas de comportamiento y es editado por Impedimenta, también aborda, con gran sentido del humor, los argumentos que buscaban disuadir el uso de la bicicleta entre mujeres, asegurando que las historias de terror contadas para evitarlo podrían tener algo de cierto, pero habían sido exageradas y que, en realidad, el ciclismo era muy beneficioso para ellas, pero sólo si se hacía con mesura. Aún imperaba la idea de que somos naturalmente más débiles que los hombres.

A pesar de las polémicas, las mujeres continuaron rodando con entusiasmo hacia la liberación, algo con lo que hoy, más de un siglo después, me siento plenamente identificada. El confinamiento nos quitó a todos un cierto sentido de libertad que yo, acostumbrada a recorrer la ciudad a mis anchas, transitándola a pie o a bordo de ese gusano anaranjado que circula por el inframundo de esta ciudad, resentí sobremanera. Al nuevo temor de entrar en contacto con otros se sumaba uno ya muy conocido para todas las peatonas de este país, el de acoso y feminicidio, de manera que para mí la bicicleta ha resultado una forma de transporte liberadora como lo fue para las feministas del siglo XIX.