El siglo de Nosferatu

Al decir “Bela Lugosi” todo el mundo recuerda la imagen del vampiro paradigmático: capa negra, camisa de seda,
rostro más pálido de lo naturalmente concebible, cabello engolado, colmillos largos que apenas asoman.
Pero esta suerte de dandy de ultratumba no proviene de la imaginación del irlandés Bram Stoker, autor de la novela Drácula —publicada en 1897—, sino de la película de 1931, dirigida por Tod Browning. A esa leyenda, y sobre todo a su ilustre antecedente, el filme clásico de Murnau que cumple un siglo, dedica José Homero este análisis.

El siglo de Nosferatu
El siglo de NosferatuFoto: nitter.net
Por:

La tarde del sábado 4 de marzo de 1922, los esplendorosos interiores del Marmorsaal, situado en el jardín zoológico de Berlín —habilitado en esta ocasión como recinto cinematográfico—, recibieron a una multitud nerviosa y expectante. Atraída por una imaginativa campaña publicitaria que incluía anuncios de la llegada de un ser de ultratumba, asistía al advenimiento de un depredador más sanguinario que las bestias resguardadas en las jaulas circundantes. Si bien la genealogía fílmica del vampiro se remonta a la hoy desaparecida película húngara de 1921 traducida como La muerte de Drácula, de Károly Lajthay, Nosferatu asentaría la imagen vampírica. Obra conjunta del influyente Henrik Galeen —guionista de El Golem (Paul Wegener, 1915)— y de un director emergente, F. W. Murnau, no adapta Drácula (1897), la novela original de Bram Stoker, sino que la parafrasea, acaso para evadir derechos autorales. Germaniza nombres y lugares, cambia la época, elimina personajes y escenas; asimismo, afina la trama, con lo que se anticipa a la condensación teatral que elaboraría después Hamilton Deane, base de la posterior adapta-ción hollywoodense.

Pese a las argucias, Florence Stoker, heredera de los derechos, al saber del plagio entabló una querella contra los responsables. Albin Grau y Enrico Dieckmann habían fundado Prana-Film en 1921, con la intención de producir filmes de raigambre ocultista. Al invertir todo su capital en la promoción y el estreno —a la proyección, que incluía un espectáculo dancístico, siguió una fiesta de disfraces que duró hasta el amanecer—, a tres meses del lanzamiento, detonado ya el proceso legal, la compañía se declaró en quiebra. Cuando finalmente, en 1925, la viuda ganó el pleito, su única compensación fue la destrucción de las copias y los negativos. La sentencia, empero, no exterminaría a Nosferatu quien, fiel a su naturaleza, sobreviviría.

La innumerable progenie cinematográfica de Drácula ha ocultado al conde literario conde literario incluso hoy, con su iconografía de la interpretación de Bela Lugosi. Primero en los teatros de Broadway (1927) y posteriormente en Drácula (1931), de Tod Browning, la caracterización y los rasgos del actor formado en el Teatro Nacional de Hungría y emigrado a Estados Unidos en 1921, devendrían el estereotipo vampírico: cabello engominado, rostro pálido en el que refulgen los ojos bermejos, los labios que ocultan agudos colmillos y la elegante indumentaria: chaleco de brocado, camisa de seda, capa negra revestida de terciopelo, pantalones oscuros. Este origen teatral es el causante de la mistificación del vampiro como seductor.

La representación más fidedigna del personaje literario es, en cambio, la de Max Schreck en Nosferatu. Pese a las diferencias entre Drácula y el conde Orlok, coinciden en los atributos bestiales: la alta estatura, los ojillos de depredador, las cuencas oculares hundidas, las orejas puntiagudas, los filosos dientes, la palidez espectral, los angulosos pómulos, las fosas nasales abiertas, las uñas afiladas... Más cercano al murciélago, su apariencia aterra, no seduce. Ciertamente luce más como un habitante del cementerio que un noble. Hasta sus movimientos y ademanes son chocantes, como si su locomoción no fuera humana.

Más subrepticia pero profunda es la veta ocultista que une ambas obras. Si bien la de Stoker alude a ceremonias y fechas simbólicas, la irradiación siniestra del filme es autoría de Albin Grau, diseñador de los carteles, los decorados y el aspecto del vampiro, quien aportó detalles perturbadores, como los símbolos alquímicos y astrológicos, y alusiones al Libro de Enoch que incluye el contrato pactado entre el notario y el conde.

Grau, quien se había iniciado en el esoterismo a finales de la década anterior, asistió a la Conferencia de Weida, efectuada en 1925, convocada para agrupar a las diversas organizaciones pansóficas y reconocer formalmente a Aleister Crowley, fundador de la Golden Dawn (Aurora Dorada), como líder de la Orden del Templo del Este u Orden de los Templarios Orientales (Ordis Templi Orientis) luego de que murió su creador, Theodor Reuss. Después de ello, Grau se uniría a la Fraternitas Saturni.

Así —¿casualmente?— el círculo se cerraría: Stoker fue un discípulo de la Golden Dawn, uno de cuyos veneros fue la biblia de Enoch. También —¿casualmente?—, Patricia Colman Smith, a su vez integrante de la Aurora Dorada, ilustró otra novela de Stoker: La madriguera del gusano blanco (1911). Y con Richard A. E. Waite —de quien era discípula— cambió la apariencia del tarot con su famoso mazo hoy reconocido como “de Waite-Smith”.

Para remachar la vuelta de tuerca, reparemos en que Drácula se vincula con el Mefistófeles fáustico; como el demonio, promete vida eterna a quienes acepten el bautizo de sangre. Prana, que en sánscrito significa “energía vital”, se asocia con “sangre”. Otro afluente de la fraternidad de Saturno fue la teosofía de Rudolf Steiner, quien discurrió sobre la esencia de la sangre citando al Fausto; no olvidemos, finalmente, que en la cinta se alude a ella como “líquido vital” y “sagrada”.

Gracias, pues, a Nosferatu, que resurgió de las cenizas de la sentencia judicial como Drácula, en 1928 en Londres, la obra de Stoker recibió un nuevo aliento, y el conde inició un reinado que dura icónicamente ya más de un siglo; un ciclo donde el vampírico filme refulge como un clásico absoluto.