El testimonio de los objetos

Desde hace décadas, la novela policiaca ha demostrado ser propensa a la repetición de fórmulas,
situaciones, rutas y personajes encaminados a facilitar el esclarecimiento
de sus intrigas. Desde luego, las soluciones que permite ese formato han derivado con frecuencia
en la rutina. Sin embargo, no dejan de surgir propuestas narrativas que buscan
trascender la comodidad de los moldes establecidos. Así sucede con el libro reseñado en esta página.

Indicios de René
Indicios de René
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En el mundo policiaco, los indi-cios dibujan un tenue rastro que podría conducir al responsable de un delito. Son las huellas que nos llevarán a la cueva de los ladrones. A pesar de su esencia volátil, un indicio, por más insignificante que parezca, tiene la capacidad de sembrar en la mente del lector de nota roja —o de novelas policiacas— un universo de posibilidades para aclarar las circunstancias de una muerte sospechosa.

ESTO ES LO QUE OCURRE en Indicios de René, la novela de Lourdes Laguarda. Sin embargo, no se trata de un relato típico en el que se aplica la vieja fórmula crimen-policía-resolución del caso, pues a lo largo de sus casi 180 páginas jamás aparece un detective. Toda la historia se sustenta en las “declaraciones”, el testimonio de los objetos que estuvieron cerca de René Narváez —un ingeniero mecánico que aspira a diseñar la montaña rusa más veloz y escalofriante del mundo— y de las personas de su círculo más cercano: Olivia Sámano, su pareja; Héctor Izeta, su amigo de toda la vida, y Alondra, la novia de este último.

Gracias a los indicios de la billetera, el broche, la manta, las tijeras, la almohada, la argolla o las mancuernillas, entre otros, nos enteramos de cuáles son las virtudes y los defectos del personaje, sus sueños y padecimientos, su manera de vivir y de pensar. A su vez, en vista de que los objetos carecen de un código moral o ético, no tienen ninguna razón para mentir o matizar sus declaraciones. Sin medias tintas dicen lo que saben, lo que vieron.

El primer objeto en comparecer es el reloj: por él sabemos que René, tras caer desde un puente peatonal, murió a las 5:04:03 de la mañana del 19 de enero de 2018. Redactado como un informe pericial, este comienzo frío —en el sentido de que parece arruinar el posible misterio— nos hace creer que las páginas que siguen serán, en el mejor de los casos, un panegírico. Si ya sabemos de su triste final, ¿qué datos e informaciones ofrecerán los demás objetos?

El estilo fragmentario y sin orden aparente obliga al lector a ir juntando poco a poco las piezas de la historia, lo cual le permitirá comprender el carácter y la naturaleza de cada personaje. De esta manera saltaremos años en el tiempo y, gracias al testimonio de otros objetos, veremos a una Olivia más resignada por la muerte de su pareja, o sabremos que fue un 3 de marzo cuando René decidió, con Héctor como testigo, que en su vida adulta inventaría una montaña rusa. También asistiremos al momento justo cuando Narváez y Olivia se conocen en 1998, en un vagón del metro en la estación Bellas Artes.

Ya que ambos se consideran espíritus libres, al irse a vivir juntos establecen un acuerdo: la suya será una relación abierta, nada de ataduras ni juramentos de ilusa monogamia. A la manera de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, una de las condiciones a respetar es que, pase lo que pase, ambos están obligados a dormir en casa. La fidelidad no es soportar con estoicismo las ganas de poseer otro cuerpo, ni el amor tiene por qué ser una jaula de oro.

Este aspecto resulta fundamental en la trama. Es un incentivo para seguir leyendo por dos hechos incontrovertibles: convertidos en mirones, nos gusta saberlo todo de las conductas sexuales de los demás y, segundo, tenemos el deseo rara vez expresado de vivir una relación semejante.

Cuando René decide dejar de tomar la medicación de su tratamiento psiquiátrico, los conflictos suben de intensidad —el pastillero lo dice, no sin cierta nostalgia, al encontrarse inútil, arrumbado y vacío en un cajón. A pesar de sus estancias en una clínica (la fuente de la institución lo recuerda muy bien), él afirma que las pastillas le roban su identidad y que no desea vivir con el piloto automático encendido. Además, a pesar de la supuesta madurez de la pareja, tras diecinueve años de relación le reclama a Olivia una de sus aventuras. Por otro lado, el diseño de la montaña rusa adquiere el rango de una obsesión que consume sus horas de sueño y descanso. Se ha transfigurado en un noctámbulo que busca imaginar cómo convertir el vértigo y la velocidad en un pasatiempo dominical que atraiga a las masas.

Gracias a los indicios de la billetera, el broche y la manta
nos enteramos de virtudes y defectos del personaje

LAS SALIDAS NOCTURNAS serán su perdición, pues cuando la envidia y el deseo se combinan nada bueno puede pasar. La relación abierta pasará factura. En este punto de la historia, ya cerca del final, el conjunto cobra sentido: con todas las piezas en su lugar, por fin podemos apreciar la panorámica completa de la vida de René, recuperada sólo a partir de sus indicios.

Con este libro, Lourdes Laguarda no sólo ha ganado un premio nacional, sino que ha sabido contar de otra manera una historia que pudo haber sido, en el peor de los casos, una novela negra más en el catálogo. A medio camino entre la minificción y la viñeta, Indicios de René tiene la gran virtud de llenarnos la cabeza de conjeturas respecto de la suerte de su protagonista ausente y, en especial, de convertir al lector en otra presencia, un voyerista que podrá enterarse de todo. De todo.

Lourdes Laguarda, Indicios de René, Fondo Editorial Estado de México, 2022. (Primer lugar del Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca en 2021).

JORGE VÁZQUEZ ÁNGELES (Ciudad de México, 1977) es arquitecto, narrador y editor. Ha publicado la novela El jardín de las delicias (Jus, 2010), así como reseñas y crónicas en diversos medios y suplementos culturales.