Antes y después de la guerra

Tres grandes escritores ucranianos de hoy • 2

La complejidad de sobrevivir al acoso de rusos, alemanes y otros vecinos, Ucrania vista como “los campos entre Europa y la No-Europa”, la realidad de esa tierra que por siglos ha sufrido los intereses de diversas naciones
son rasgos que sellan el trabajo de Yuri Andrujovich, autor cuya narrativa explora Mercedes Monmany en esta
segunda parte de su ensayo sobre escritores ucranianos en activo. A diferencia de Serhiy Zhadan y Andréi Kurkov, Andrujovich se enfoca en la “geopoética” y la “cosmopolítica” para cerrar de una vez el sepulcro del Imperio Soviético. Ayer se cumplió un año de la invasión rusa a ese país: hacemos votos porque termine pronto esa brutal acometida.

Yuri Andrujovich (1960).
Yuri Andrujovich (1960).Fuente: es.ara.cat
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iii. YURI ANDRUJOVICH: DESDE LA ANTIGUA GALITZIA AUSTROHÚNGARA

Desde comienzos del actual siglo, dos escritores de la antaño llamada Europa del Este que actualmente se consideran como los más inspirados genios provenientes de esas latitudes, hasta no hace tanto envueltas en las tinieblas de un desconocimiento extraplanetario (“viniendo de aquellas regiones nebulosas, de las que raramente hablan los manuales y los libros, cada vez tenía que volver a empezar desde el principio; aunque sea difícil, o doloroso, explicar quién soy, hay que intentarlo”, diría con tristeza el gran poeta polaco Czeslaw Milosz al comienzo de su libro Mi Europa) han sido de los más privilegiados a la hora de difundirse a través de diversas y siempre espléndidas obras.

UNO SERÍA EL POLACO Andrzej Stasiuk (Varsovia, 1960) y otro el ucraniano Yuri Andrujovich (Ivano-Frankivsk, 1960). Amigos y cómplices literarios, separados por una leve frontera que antaño los unió, ambos comenzaron como poetas y se mueven como peces en el agua, indistintamente, entre el ensayo y la narración, y dentro de universos fascinantes, repletos de fantasmagoría y mestizaje posmoderno, así como de apasionadas y lúcidas reflexiones en torno a los vertiginosos cambios sucedidos en sus lugares de origen. Zonas, todo hay que decirlo, imprescindibles para una Europa en permanente construcción y que aportan ingentes patrimonios culturales y una compleja memoria histórica a sus espaldas. Magníficos rescoldos continua y tercamente renacidos tras las cenizas y tras los intentos ininterrumpidos de aniquilación, como sucede con la actual guerra de invasión de Ucrania por parte de Rusia, que sufrirían todos ellos en sus carnes, en sus calles, en sus vidas y en los desvanes más recónditos de su imaginario común.

Firmada conjuntamente, pero con trabajos individuales, aparecería en el año 2000, en Acantilado, una magnífica obra, Mi Europa (Acantilado, 2005, no confundir con el título de Milosz), absolutamente recomendable para cualquier amante de desentrañar las inagotables huellas y secretos de esta Europa más oriental, que no deja de emitir señales como un palimpsesto que se niega a morir aplastado por el avance desordenado o por la ignorancia de una ávida integración en lo moderno y en mercados largamente soñados.

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Poco después, aparecería otro volumen magnífico de ensayos, El último territorio (Acantilado, 2006), en este caso de Andrujovich, en el que las sombras del Imperio de los Habsburgo y de la más rabiosa actualidad, de ciudades bellísimas como Kiev, o la mítica Lviv, antigua capital de la Galitzia austrohúngara, se insertaban con total naturalidad de la mano de este fino, microscópico y antirromántico observador, en absoluto rutinario ni adepto a los clichés.

Unos y otros libros, tanto las novelas como los ensayos, son indesligables en el caso de este autor, un verdadero genio de la poética geoespacial. O si se prefiere: de esa especie de realismo mágico, o fantasía a lo Mijaíl Bulgákov, ambientado en su caso en escarpadas montañas de los Cárpatos, en bosques densos de pinos y abedules, y recreado literariamente a través de “largos e hipnóticos períodos casi sin diálogos, densidad marginal, saturación en los detalles y elipsis en las insinuaciones”, como él mismo dice, casi programáticamente, en su novela Doce anillos (Acantilado), de 2003. Unos Montes Cárpatos que, en todo el imaginario de este autor, actuarán como guardianes silenciosos, metafísicos, simbólicos y seculares de estos confines y orillas extremas de la vieja Europa.

Montes enclavados en aquella antigua Galitzia austrohúngara (hoy dividida entre Polonia y Ucrania), que tras el fin de la Primera Guerra Mundial pasaría a manos de la recién independizada Polonia, para luego integrarse en el Tercer Reich y tras el fin de la Segunda Guerra Mundial pasar a ser una República Socialista Soviética —y desde 1991, por fin, una Ucrania independiente—, estaría situada por fatalidad en el interior de un eterno conflicto latente, como se ha demostrado ahora con ese “país de fronteras” por excelencia. Un tormentoso cruce de caminos, frecuente “botín de guerra” disputado tradicionalmente por ardorosos pretendientes. Un botín que en sí cerraría por el Este el continente europeo. Si la Galicia española es el Finis Terrae por Occidente, por el lado oriental la siempre disputada Galitzia —o toda Ucrania, en su más amplio sentido, que como dice con ironía Andrujovich sería "territorio de transición entre dos estabilidades: la estabilidad europea de la democracia y la estabilidad rusa del autoritarismo”— sería el Finis Terrae del Este europeo.

Ucrania, con sus vastas llanuras, ha despertado
desde siempre un ávido apetito de rusos, polacos,
austriacos, alemanes y lituanos

ENCLAVE ESLAVO y a la vez polvorín de múltiples memorias históricas confluyendo en un mismo sitio, Ucrania, con sus vastas y fértiles llanuras proclives a golosos invasores, ha despertado desde siempre un ávido apetito de sus numerosos vecinos: rusos, polacos, austriacos, alemanes y lituanos. En realidad, su propio nombre ya generaría toda esa inquietud geopolítica. Un nombre que significa borde, paso de frontera o bien, simplemente, confines. Un lugar que durante años ofrecería a una Europa occidental mimada, desencantada, aburrida, adormecida y, periódicamente, imbuida de suicidas tentaciones euroescépticas o eurorrupturistas, numerosas y sorprendentes lecciones de coraje y valentía, desde las concentraciones en la Plaza de Maidan de 2013 hasta el momento actual de heroica defensa ante la salvaje invasión rusa a su tierra soberana. Si ahora leemos libros de los más eminentes e internacionalmente difundidos talentos literarios de este enclave, hoy mártir, en numerosas ocasiones los ecos de la tragedia actual “ya estaban allí”:

Sobrevivir entre rusos y alemanes —dirá Yuri Andrujovich en su excelente colección de ensayos El último territorio—. Ésa es la predestinación histórica de la Europa Central: que vienen los alemanes, que vienen los rusos. Ésa era también la adversidad de quienes a lo largo de la historia fueron sospechosos de ser galitzianos: los rusos los exterminaban porque colaboraban con los alemanes, los alemanes por su colaboración con los rusos.

Desde su natal Ivano-Frankivsk (o Stanislav), ciudad enclavada en la Ucrania occidental, en la antigua Galitzia austrohúngara, donde sigue residiendo, Andrujovich no ha dejado de navegar nunca en su obra, melancólica, aguda y apasionadamente, entre clarividentes y muy acertadas reflexiones, fascinantes retratos entre nostálgicos y desencantados, y confesiones de lúcido amor por ese “último territorio”, “esa eterna zona transitoria” o “campos entre Europa y No-Europa”, que se vio obligado siempre a sobrevivir “entre rusos y alemanes”. O entre múltiples infiernos sucesivos: desde los de las utopías totalitarias a los de los ultranacionalismos xenófobos y racistas que se llevaron por delante a importantes minorías, como fue el caso de los judíos, de gran e importante presencia en esas tierras desde hacía siglos.

En sus barrocas, paródicas, frenéticas y bulliciosas composiciones poético-narrativas, a Andrujovich le gusta avanzar por estratos y fusiones, por mezclas y remezclas, de las que todos ellos, habitantes de un “centro desplazado”, son unos mutilados y a la vez originales vestigios que no se parecen a nada. Sedimentos que son el resultado de los cambios drásticos y de esas volátiles y disputadas identidades que caracterizan a esta parte más oriental de Europa.

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CAZAFANTASMAS O DEMIURGO al que no se le escapa ni una sola nomenclatura, detalle, patchwork o fruslería ornamental, desde la elegancia austriaca a la horterada sobrevivida a los años sesenta de la carrera espacial y de los científicos en fuga hacia Occidente, Andrujovich, actual numen absoluto de los Cárpatos, es un digno y a la vez insólito heredero de grandes escritores míticos de su Galitzia natal, desde Joseph Roth o Bruno Schulz.

Por sus montes se pasean videoartistas y poetas presuntuosos en plena sequía inspirativa, nostálgicos de los Habsburgo o del Esclarecido Espíritu Cosaco —movimiento impensable, como tantos otros, citado en Recreaciones (Acantilado), su primera novela, de 1992—, ultranacionalistas ferozmente antirrusos, comunistas toscamente reciclados en turbios negocios ilegales, asesinos a sueldo que arrojan desde el tren cadáveres de periodistas con un exceso mortal de curiosidad, o fantasmas de venerados poetas malditos galitzianos que según la leyenda se pasean aún por bellos senderos naturales regulados tanto por una brutal policía digna de cualquier tipo de sospecha como por bandas de niños gitanos en estado total de asilvestramiento...

Todos “arman un jaleo y un barullo increíbles”, como los asistentes al Festival del Espíritu Renaciente de la ciudad de Chortópil, y todos conviven tumultuosamente, pareciendo llevar inscrito en su piel “el mismo sello de coexistencia quimérica y simultánea”. Una prueba es el escenario elegido para Doce anillos. En esta metanovela, un misterioso benefactor del nuevo estado ucraniano, Vartsábych I. I., enriquecido rápidamente y “sin condiciones” en la década de los noventa, por arte y magia de la ingeniería empresarial postcomunista, ha decidido reunir en un balneario o refugio de montaña de su propiedad —que en sus remotos orígenes fue observatorio austrohúngaro y más tarde escuela de esquí estalinista—, dentro de un ambicioso programa de relajación mercantilista o lavado de imagen que se titula “De los héroes de los negocios a los héroes de la cultura”, a un puñado de representantes de la intelligentzia galitziana del momento, incluido un fotógrafo vienés, nostálgico de la civilización danubiana y que para más inri se llama Karl-Josef...

Uno de los autores con más talento, capacidad para la corrosión y genialidad poética de una Europa actual, cuya parte occidental está siempre clara, pero cuyo Centro o parte oriental, más o menos remota según las ópticas, se halla siempre en discusión, el ucraniano Yuri Andrujovich, unido al polaco Andrzej Stasiuk, dejarían escrito un documento o crónica inapreciable, de las mejores tras la Caída del Muro, y los cambios vertiginosos sucedidos en esa región del continente. Mi Europa es una pequeña joya, entre canto fúnebre y renacimiento melancólico, de esa Europa oriental —o Centroeuropa en su acepción más amplia y exacta— en la que nacieron.

Una zona que, como es sabido, sufriría un proceso imparable y permanente de metamorfosis desde 1989. Ambos autores, de referencia absoluta de sus países, provenían de Galitzia, una tierra mítica para la literatura, sobre todo en su etapa austrohúngara, donde verían la luz escritores como Joseph Roth, Bruno Schulz, Józef Wi-ttlin, Andrzej Kúsniewicz, Stanislaw Lem, Shmuel Yosef Agnon (único Premio Nobel de Literatura en lengua hebrea, de 1966), Zbigniew Herbert y Adam Zagajewski, además de otros como Soma Morgenstern y el memorialista Manès Sperber, o en el siglo XIX, Leopold von Sacher-Masoch.

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SI JOSEPH ROTH fue el embalsamador de lujo del Imperio Austrohúngaro, se puede decir que Andrujovich se convertiría en el enterrador más feroz y sarcástico, e igualmente de lujo, del Imperio Soviético. Novelista, poeta, ensayista, traductor, y una de las personalidades más carismáticas e influyentes en la cultura ucraniana desde la Caída del Muro, Andrujovich provenía del mundo de una vanguardia muy activa, que gozaba de una gran tradición en todos estos países, antes del amordazamiento obligado del “realismo socialista” como visión única y estética del arte, impuesto durante el periodo soviético. Un método literario único que, como decía Andrujovich en su genial novela Moscoviada (Acantilado), de 1993, imponía el que todos los institutos, escuelas y centros de aquel periodo llevaran forzosamente el nombre de Gorki —alguien totalmente desacreditado, considerado “un traidor, un cortesano adulador de los bolcheviques”— como sinónimo de lo que debía ser “el oficio de la literatura”.

En 1985, junto con otros poetas, Andrujovich fundaría el grupo Bu-Ba-Bu, compuesto a partir de la primera sílaba de las palabras ucranianas bufonería, farsa y burlesco, lo cual incluía ya todo un aspecto programático para su propia escritura, basada en gigantescas y desternillantes mascaradas, a través de las cuales no solamente se traducía mediante salvajes parodias un degenerado sistema político en vías de demolición, sino el gigantesco y subterráneo universo tentacular de corruptelas, mentiras, delación y brutales maniobras de amedrentamiento, instaurado para perpetuarse en el tiempo, como única opción posible “ante el Caos”.

Así se lo hacía decir Andrujovich, en tono amenazante, a uno de los fantasmas aún vivos del comunismo que pululaban y conspiraban por el submundo de alcantarillas de Moscú en Moscoviada: “Será este Gran Estado o no será; el Gran Estado o el Gran Caos; la jerarquía o la anarquía [...] Les enseñaremos a todos a amar el Estado. Es decir, a amar la violencia, la mentira y los sobornos”. Novela que recordaba el deambular por el Moscú de los años treinta de Satán y el resto de protagonistas de la mítica El maestro y Margarita de Bulgákov, en esta obra de Andrujovich escrita en los primeros años de disgregación del Imperio Soviético, durante los últimos coletazos del comunismo, se narraba la bajada a las catacumbas del Kremlin y la Lubianka de un poeta o joven Virgilio ucraniano. Un infierno bajo tierra en el que reinaban miembros de la KGB a la cabeza de ejércitos de ratas o los espectros de Lenin y Dzerzhinsky, el temible creador de la Cheka y uno de los principales artífices del Terror Rojo.

Si Roth fue el embalsamador del Imperio Austrohúngaro, Andrujovich se convertiría en el enterrador más feroz del Imperio Soviético

MOSCOVIADA SERÍA LA SEGUNDA novela de una espléndida y desternillante trilogía, una verdadera cumbre de la picaresca centroeuropea y gogoliana, al nivel de las novelas de Hrabal, Hašek o el humor arrasador de un Gombrowicz, compuesta además por Doce anillos y Perverzión (1996), que narra la misteriosa desaparición de un poeta ucraniano, invitado por la fundación La Morte di Venezia a un seminario en esa misma ciudad, que lleva el título de “El absurdo carnavalesco del mundo”. Una novela no menos deslumbrante en su polifónica extensión de parodias múltiples de géneros y técnicas narrativas: desde el diario, la investigación judicial, la transcripción de actas de un congreso, las declaraciones de un confesor, los informes de vigilancia, las entrevistas en medios de comunicación, las cintas de video o la inclusión dentro de ella de una Opera buffa.

Protagonizada de nuevo por uno de los múltiples alter egos humorísticamente elegidos por Andrujovich, en su “trilogía del caos”, en este caso se trata del poeta y “culturólogo” Staj Perfetsky, el de las mil máscaras, el que “como un joven diablo cambia eternamente de apariencia”, poeta, cantante, músico, protagonista de funciones, performances y provocaciones, muy activo sobre todo en la bella ciudad de Lviv, que abandona en la primavera de 1992. Un representante del llamado, en otros tiempos, “dandismo cosaco”. Alguien de quien se sospecha que, teatralmente, se ha arrojado a las aguas del Gran Canal.

¿Pertenecen a algún género o fórmula literaria determinada las ciudades? En el bellísimo libro de Yuri Andrujovich, que publica Acantilado en 2023, Pequeña enciclopedia de lugares íntimos (Breviario personal de geopoética y cosmopolítica), una especie de diario a través de lugares, personas y momentos de su vida señalados, Andrujovich afirma que sí, que en ocasiones hay ciudades que inducen al diario y hay otras que empujan a los escritores a imaginar una novela. “Si Berlín me sale en forma de diario y siempre tengo ganas de escribir en él, Lviv es una novela. Nunca he llevado un diario en Lviv, Moscú o Ivano-Frankivsk, pero con todo los que he escrito hasta ahora sobre Berlín me sale un cuaderno de notas, un diario”, sostiene Andrujovich. Por otro lado, como añade, había personas, en sus viajes y largas estancias en Berlín, una de las ciudades que mejor conoce aparte de las ucranianas, que siempre le animaban a escribir un libro sobre la ciudad: “¡Desde los tiempos de Döblin no se han escrito novelas de la ciudad, ponte a escribirla!”.

En este libro o zigzag fascinante que da vueltas y más vueltas sobre su pasado y su memoria personal, Andrujovich viaja por treinta y nueve ciudades europeas y americanas rompiendo, como es habitual en él, con el humor y la carga poética maravillosa e hipnótica que le caracteriza, todos los códigos y reglas habituales; las tonalidades únicas, pasajes históricoculturales o matices adivinados entre claroscuros no demasiado visibles, con los que cualquier visitante o lector de guías al uso se encuentra al consultar un nombre determinado. Esas señales o mojones en el camino con los que un viajero sueña siempre “apropiarse” de una ciudad, para viajar por ella mucho más tarde desde el recuerdo.

Las carreteras secundarias que emprende Andrujovich llevan a ciudades y capitales muy reconocibles, entre ellas, Praga, Detroit, Nueva York, Venecia, Guadalajara, Toronto, Estrasburgo, Francfort, Varsovia, Bucarest, Berlín, Munich o Amberes, pero también a un buen número, más emocionante que nunca en estos momentos, ya que son lugares que resuenan a menudo en las noticias diarias, fotos y en las mentes de los lectores de hoy, debido a la actual guerra, de ciudades ucranianas amenazadas, acosadas, bombardeadas sin piedad, abandonadas muchas veces a su suerte, con gran parte de sus habitantes huidos. El libro de Andrujovich fue escrito antes de la actual agresión e invasión del país por parte de Rusia, pero no por ello los nombres dejan de resonar de una forma estremecedora, grave, impresionante, encogiendo el corazón al sólo verlos reflejados sobre el papel e imaginados.

Centro histórico de Lviv.
Centro histórico de Lviv.Foto: Rasto SK / shutterstock.com

AHÍ ESTÁ LA ODESA de Bábel y Eisenstein; el Chernivstí (o el Czernowitz alemán) en la región histórica de Bucovina, actualmente dividida entre Ucrania y Rumanía, cuna de grandes escritores, como el poeta en lengua alemana Paul Celan, como el israelí Aharon Appelfeld o como Gregor von Rezzori; el Drohobych de donde apenas salió el fantástico Bruno Schulz, ciudad que a Andrujovich le hace pensar en la lejana Amberes (“si alguien quiere saber cómo era la gente hace cien años en Drohobych, que vaya a Amberes”) y a la que le dedica un espléndido y largo texto ensayístico-literario; la imponente y majestuosa capital de Kiev, recordada de 1972 a 2017, incluyendo por tanto la célebre revuelta de la Plaza de Maidan, en la que Andrujovich participó ardientemente; y, por fin, la bellísima Lviv, capital de la Galitzia austrohúngara, y luego polaca, que tras la Segunda Guerra Mundial pasó a manos soviéticas (“Polonia perdió Lviv, pero ganó Occidente”). La de los mil escritores (Stanislaw Lem, Adam Zagajewski, Zbigniew Herbert, Józef Wittlin), artistas, intelectuales refinados y, sobre todo, orgullosos ciudadanos que “imitaban con toda la intensidad posible a Occidente”. Sin cesar, en cada rincón, dirá Andrujovich, la exquisita y deseada Lviv (“¡Devolved Lviv!”, se escucharía durante mucho tiempo, como si fuera un juguete, entre la inmensa diáspora de los desplazados, instalados en el oeste de Polonia), sin cesar la bella ciudad “se descomponía en fragmentos de París, Roma y Budapest”.

Durante tiempo, explica Andrujovich, esta ciudad mítica sería la frontera ideal “entre Oriente y Occidente”. Cruce obligado de caminos, la ubicación de la ciudad era la más apropiada y ni las caravanas de Bretaña a Persia, ni tampoco de Corea a Portugal, podían sortearla. Tanto para ir de Moscú a Roma, como de Ámsterdam a Bombay, había que pasar por Lviv. Así que no es de extrañar que, como cuenta el autor, algunos viajeros de los muchos que hacían parada decidieran quedarse a vivir allí: no sólo comerciantes, sino también músicos ambulantes, predicadores, desertores de casi todos los ejércitos, espías, adivinos, científicos, maestros, curanderos, prisioneros fugitivos y fugitivos libres.

Una vez intenté hacer una lista —dirá Andrujovich— pero tuve que detenerme cuando me di cuenta de que sería infinita [...] Fueron no solo cinco de los años más densos de mi vida, sino también de todo lo que he escrito hasta ahora. Si hay para mí un Dublín, este se llama Lviv.

Cuando a los quince años le preguntaban a Andrujovich “adónde iría a estudiar después de la escuela”, él respondía invariablemente (como aquellos personajes provincianos de Chéjov que decían sin cesar “¡A Moscú, a Moscú!”): “¡Sólo a Lviv!”.

Como también cuenta, Lviv, yuxtaposición de culturas, poco a poco, a lo largo del siglo XX vería aquella multiculturalidad convertirse en una maldición, con un creciente odio étnico-religioso “que solo Austria-Hungría sabía controlar, pero que estalló con la desintegración del Imperio”. Empezó la “limpieza del otro” y todos expulsaban, o masacraban, llegado el caso, a todos: los polacos a los ucranianos, los alemanes unidos a los ucranianos a los judíos, y los soviéticos y los ucranianos a los polacos.

Ambos imperialismos despiadados, el de Alemania y el de Rusia, “desempeñaron su papel”.

Paradojas de la Historia: aunque muy ligado, como todos los galitzianos de nacimiento, a Polonia, tanto por su cercanía como por la historia y el buen conocimiento de la lengua y el país, un país prácticamente “hermano” y fronterizo con Ucrania, Andrujovich hará una afirmación sorprendente, pero sumamente apasionada y sentimental, sólo comprensible para los que fueron sacudidos por la tiranía, primero soviética y más tarde de la Rusia de Putin:

Hasta hoy me alegro de que en 1944 los británicos no consiguieran negociar con Stalin la entrega de Lviv a los polacos. Si lo hubieran logrado, Lviv habría estado al otro lado de la frontera. La frontera estatal entre la URSS y Polonia pasaría cerca de Vynnyki, y por detrás empezaría Occidente. Y no nos habrían permitido ir allí.

¿Tiene rostro las ciudades? En el capítulo del libro de Andrujovich dedicado a Moscú, una presencia fantasmal, inevitable, se desliza .

¿TIENEN ROSTRO LAS CIUDADES, incluso el del terror? En el capítulo del libro de Andrujovich dedicado a Moscú —uno de los mejores de esta recopilación de ciudades recordadas—, una presencia fantasmal, inevitable, se desliza por el interior más recóndito de la imponente metrópoli de un Imperio que muchos soñarían con no ver jamás interrumpido: Stalin. El que durante decenios le daba forma a la mitad del planeta, también lo hacía en el subsuelo más famoso de ese mismo planeta sometido. Una nueva versión o alegoría de un infierno terrenal, construido para el bien social, es descrita por este autor: “Moscú —afirma Andrujovich— es una araña y la araña es el metro, es una ciudad más subterránea que terrestre, es totalitaria, encarna a Stalin y sus instintos telúricos”.

¿Qué hacer con los tiranos cuando dejan de existir? ¿Destruir sus estatuas, sus megalómanas tumbas, o bien encerrar todos los monumentos y a líderes del comunismo en una suerte de campo temático, como hicieron los húngaros tras caer el Muro? Una obra faraónica y magnífica como el metro de Moscú no podía sufrir ese final, evidentemente. El rostro del tirano genocida que “destruyó a millones de enemigos y construyó relucientes palacios subterráneos” seguiría resonando en la memoria de muchos:

Sin él, el metro de Moscú —dice Yuri Andrujovich— nunca habría existido. Fue él, su megalo-giganto-empiromanía, su insomnio alucinatorio que enloquecía completamente a causa de su sed de transformación y de su paranoia, los que dieron vida a ese nuevo proyecto de modernización. De ahí su inclinación hacia todo lo subterráneo, los búnkeres, los cuarteles generales y los escondites.