VideoRisa

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

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VideoRisaFoto: Cortesía del autor
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Fui un lector tardío. A diferencia de otros escritores, nadie me inculcó el hábito de la lectura. No fui uno de esos niños a los que inundan con libros infantiles, como hice yo con mi hija. En mi casa no había libros ni de cocina. El único material de lectura que había era El libro vaquero, que mi padre desempolvaba cuando no pasaban westerns en la tele, lo que, a la larga, produciría una fuerte influencia en mí. 

ANTES DE DESCUBRIR a José Agustín y la literatura, y de convertirme en un lector consumado, me hice aficionado a un cómic mexicano fuera de serie: VideoRisa. Durante los 80 me dediqué a coleccionar la revista con voracidad. No miento si pongo la mano sobre la Biblia y asevero que fue parte importante de mi educación sentimental. VideoRisa era una publicación que le hacía bulin a los productos de entretenimiento masivo de la época: películas, telenovelas y series televisivas. Con humor ñero, doble sentido y mala leche, parodiaba y se burlaba de todo y de todos. Aquello, sumado a las comedias que pasaban los domingos por Canal 5, The Blues Brothers, Un detective suelto en Beverly Hills o Los Cazafantasmas, plantaron en mí el germen humorista que emplearía yo en mi literatura una década y media más tarde. 

No sabía nada de la revista MAD, ignoraban quiénes eran los Freak Brothers, no había escuchado a Frank Zappa hacer canciones mofándose de las primeras estrellas de rocanrol, pero tenía un doctorado en VideoRisa. Y aunque no lo sabía ni lo podía intuir en ese momento, todo lo anterior confluía en las páginas de la revista. Compartían el mismo espíritu desmadroso y lúdico. Quizá para muchos no fuera más que un producto basura, pero la verdad es que en el fondo era un laboratorio para deformar historias. Era necesario ser ingenioso en extremo para destrozar

esas tramas y salir bien parado.

Mi número favorito era la sátira que le dedicaron a Star Wars. Rebautizada como La Guerra de las Garnachas, para nuestra sensibilidad mexa. Salieron 300 números de la revista. Nunca llegué a tenerlos todos, pero amasé una colección de más de 80.   

Era necesario ser ingenioso en extremo para destrozar esas tramas y salir bien parado

ESCRIBIR EL PRÓLOGO para la reedición de mi primer libro me ha hecho acordarme de VideoRisa. Mi debut ocurrió en el 2004. Fue una edición del Gobierno del Estado con un tiraje de mil ejemplares, que se agotaron desde hace muchos años. Antes de que fuera publicado aparecieron algunos relatos míos en un par de revistas. Pero en realidad el primer lugar donde vi algo escrito por mí, impreso en un papel, fue en VideoRisa. La revista contaba con una sección de cartas de lectores, que se ubicaba en las páginas finales. 

Como muchos otros morros de provincia mandé una carta. Fue la primera ocasión que escribí algo por completo de mi autoría. No recuerdo nada de su contenido. Lo que sí permanece conmigo es el sentimiento de orgullo que me invadió cuando descubrí mi carta publicada. La sensación de triunfo me acompañó durante mucho tiempo. Le presumí mi hazaña a todo mundo. Debía tener 10 años. Y ya había conseguido dejar de ser inédito. Unos cuantos autores podrán presumir lo mismo, pero no muchos. Quizá a otros les daría vergüenza confesar que arrancaron en una revista pueril. A mí, no.   

Empecé mi carrera literaria en VideoRisa. Me encanta haber perdido la virginidad ahí. Haber ingresado por la puerta de atrás. Jamás sospeché que aquella sensación de verme publicado sería tan poderosa como para empujarme inconscientemente a convertirme en escritor. Pero lo fue. Y yo ni siquiera lo sospechaba. Por supuesto que en mi adolescencia leí a Rulfo, pero aquella fue una buena escuela. La única que en ese momento me abría sus aulas. Y la que yo necesitaba.

Tengo una colección enorme de revistas, de las que me rehúso a deshacerme, la mayoría son de música. No tengo ninguna VideoRisa. No siento nostalgia por ellas, a pesar lo mucho que las disfruté, como para comprarlas usadas en el mercado negro. La única que me gustaría conservar es aquélla donde apareció mi carta. Pero ni siquiera recuerdo la portada. ¿Me la robarían? ¿La extravié en una mudanza? ¿O en un divorcio? No lo sé. Pero el hecho de que no la tenga en mi acervo de revas hace que todavía tenga más valor para mí. Si la tuviera no dudaría en incluirla, íntegra, en el prólogo de la reedición de mi primer libro.