Volver a sobrevivir en México

Volver a sobrevivir en México
Por:
  • alma murillo

El sentido del humor es síntoma de inteligencia porque revela capacidad de síntesis, abstracción y otras florituras mentales, pero en el caso de México, el sentido del humor es trinchera de sobrevivencia cotidiana.

El extraordinario Jorge Ibargüengoitia narró como nadie los infames absurdos de ese mundo aparte que es la burocracia mexicana. A propósito de sus Instrucciones para vivir en México, una nueva antología se ha publicado como un homenaje al universo literario que Ibargüengoitia creó aquellos años de su columna en el Excélsior. Nuevas instrucciones para vivir en México (Editorial Gris tormenta, 2019), reúne veinte maravillosos textos de autores como Jorge Comensal, Ana Clavel, Antonio Ortuño y Penélope Córdova.

HONRANDO LA DESCRIPCIÓN del propio Ibargüengoitia sobre cómo podemos ser los mexicanos a veces (sólo a veces) hago gala de mi perfil metiche y avorazado y me dispongo a contarles cómo fue mi propia experiencia como sobreviviente.

No es que quiera corregirle la plana a Dante ni al mismísimo Dios, pero es que ninguno de los dos concibió el peor de los inframundos que se puede visitar en México: se llama Ministerio Público y los insolentes demonios que lo habitan le dicen MP. El MP es el castigo para todo aquel fatuo que cometa el terrible pecado de insistir en comportarse como un buen ciudadano.

Mi tragicomedia ocurrió hace años, cuando me robaron una computadora que llevaba información de la oficina y siguiendo un protocolo interno de seguridad tuve que levantar una averiguación por robo.

No exagero si digo que la primera crisis fue de identidad porque nunca entendí bien si me presentaba en calidad de querellante, denunciante, agraviada, imputada o ser humano. Sólo sé que acudí a cuatro agencias del MP a repetir un loop escalofriante y descorazonador.

Mi vía dolorosa comenzó con el temido lamentablemente, que es a los mexicanos lo que el coro ay de mí a los personajes de las tragedias griegas.

Pues es que lamentablemente la orientaron mal, señorita, no sé si le hayan explicado que trabajamos por coordinaciones territoriales y por lo que viene siendo la zona donde ocurrió el siniestro, aquí no le corresponde. Y me mandaron a otra agencia, a otra y a otra. Escuché el mismo estribillo todas las veces: es de que lamentablemente. Apocalipsis 2:16 (Y si no aparece como versículo en el libro de las revelaciones, lo postulo para que se incluya).

TENGO QUE ESTAR soñando. O ya estoy muerta y caí en el peor círculo del infierno, ésas eran mis hondas cavilaciones. Estaba a punto de gritar porque ya me enviaban a una quinta agencia cuando, frente a mí, vi un cartel con mis derechos de querellante, denunciante, imputado y reputeado ser humano, informándome que en cualquier agencia me podían tomar una declaración.

Suerte que sé leer, lo digo en serio. ¿Qué será de quienes no saben hacerlo cuando atraviesan por un infame trámite de estos?

Con mi mejor actitud de ciudadana alfabetizada, le hice notar al policía sobre la obligación que tenían de levantar la averiguación previa, aunque estuviera fuera de mi zona. Se hizo un silencio incómodo, todos los gordos que estaban en sus escritorios voltearon a mirarme con odio asesino. Sentí escalofríos.

Hasta que un gordo de camisa blanca dijo que me tomarían la declaración.

¿Cómo ocurrieron los hechos? Comencé a relatar la historia y me interrumpió: ustedes como ciudadanos tienen la culpa por no llamar a la patrulla, hubiera marcado el 066. Entonces lo interrumpí yo: usted también es ciudadano, ¿no? No, me dijo. Yo soy de Cuautitlán, Izcalli. Los del Estado de México no somos ciudadanos, allá vivimos en otro país, allá todo es una porquería. Pero en el DF sí se puede llamar a una patrulla.

Me quedé fría. Respondí con un respetuoso silencio.

Desapareció silbando y luego regresó con cuatro formatos que me entregó para que los llenara. Los formatos, que eran una copia de la copia, tenían un encabezado con el ufano sello del Gobierno del Distrito Federal que remataba con el dato de un año que no era el corriente.

"Vi un cartel con mis derechos de querellante, denunciante, imputado y reputeado ser humano, informándome que en cualquier agencia me podían tomar una declaración".

Sólo una persona como yo, cuya configuración emocional de ñoña pendeja es parte de su ADN, haría lo que hice: fui a preguntar si no había problema porque el año corriente era 2013 y el formulario decía 2011.

La funcionaria a la que consulté me miró con desprecio por toda respuesta.

Regresé a mi silla y me senté a llenar los pergaminos.

Mientras lo hacía, recuerdo bien que conté seis personas que llegaron a levantar una averiguación por robo de teléfono celular.

Esmerándome en la caligrafía, llené el papelerío ese. Lo único que quería era que todo terminara. Esperé a que un gordo (otro) de camisa amarilla transcribiera mi declaración. Ni siquiera me miró. Se limitó a copiar con sendas faltas de ortografía lo que yo había redactado. Comía papitas ruidosamente, en su escritorio también tenía un recipiente con fruta que no tocó.

ME LLEVARON al área judicial donde un investigador, otro gordo que casi reventaba una camisa verde, me atiborró de preguntas mientras tomaba notas en el reverso de una hoja reciclada y manchada de café.

—¿Cuánto costaba tu computadora, mija?

—Aquí traigo la factura: veinticinco mil pesos.

—Tssss, ¡¿veinticinco mil pesos?!, ¿eso cuesta una computadora?

—Algunas.

—Tssss.

Prometió que me informarían si localizaban a los sujetos que podrían haberla sustraído o robado durante el robo (sic, pretérito imperfecto plus metafísico más allá de lo evidente). Y luego me dijo que podía retirarme.

VOLVÍ CON el gordo de la camisa blanca que hacía aspavientos mientras hablaba por teléfono con alguien. Pregunté tímidamente si eso era todo.

Me hizo una señal con la mano como se le hace a un perro para que se vaya.

Entendida y alfabetizada como soy, entendí que podía irme. Alcancé a escuchar que le decía a su interlocutor: ahorita estamos bien pinches fiscalizados, traemos encima a todos los cabrones sabuesos y no podemos hacer trato, licenciado. Pero cuando se distraigan, yo le canto.

Y como dice el clásico: sobreviví.