Yugoslavia: el cáncer de los nacionalismos

Yugoslavia: el cáncer de los nacionalismos
Por:
  • diego gomez

PRISTINA, Kosovo.– La lluvia que lleva cayendo un par de días sin cesar da una pequeña tregua y permite, a la distancia, observar las múltiples grúas que, a la par de flamantes edificios de departamentos y torres comerciales, dibujan el semblante de la capital kosovar. El muecín anuncia la hora de la oración matutina y el inicio del ayuno diario. Estamos en el mes sagrado de Ramadán y la costumbre, más que la religiosidad fervorosa, obliga. Sus melódicos cantos se confunden con el trino de los gorriones y con el repicar de las campanas de la novel catedral dedica a la Madre Teresa, albanesa universal, venerada como propia por católicos y musulmanes.

“Por favor no olvides abrocharte el cinturón de seguridad; si la policía nos detiene, la multa o la mordida serían exorbitantes”, me advierte Iler enfático pero sonriente, mientras enfilamos en el Audi último modelo sobre la recién inaugurada autopista de cuatro carriles que conecta Pristina con Skopje, en Macedonia. Al mismo tiempo se prende un segundo cigarro sin abrir las ventanas y abona con el humo a la vista que dejan la neblina y los cúmulos de lluvia sobre los suburbios de la ciudad.

“Siendo honesto, confieso que no me gusta nada”, denuncia el museógrafo de 37 años y ojos color miel sobre la boyante industria de la construcción en su país y sus vínculos de corrupción con el gobierno, conformado en gran parte por excombatientes del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK, por sus siglas en albanés). “Deberían dedicarse a otra cosa y dejar la política, dar paso a las nuevas generaciones y hacerle un bien al país”, concluye dando una última calada a su tercer cigarro.

Tras el cese de las hostilidades entre el UÇK y las tropas del ejército yugoslavo, a mediados de 1999, aproximadamente 80 por ciento de las viviendas y construcciones del pequeño territorio kosovar se encontraban destruidas o en pésimas condiciones como consecuencia del conflicto armado. La considerable inyección de recursos por parte de Estados Unidos y de un número importante de países e instituciones europeas ha permitido que en los últimos años la infraestructura de la nación balcánica se haya, literalmente, reconstruido; no puede decirse lo mismo de su economía ni de su sociedad.

“Si no fuera por estos trabajos en paralelo, no tendríamos de qué vivir”, confiesa Iler sobre sus empleos eventuales como guía turístico o traductor. Con ellos compensa los menos de 200 euros mensuales que percibe como curador del Museo Etnográfico de Pristina y con los que ha de sostener a sus padres (jubilados), a su mujer, a sus dos hijos y a sus hermanos menores. Como en muchas otras casas kosovares, es el único generador de ingresos. Con más de 55 por ciento de desempleo entre los jóvenes de 18 a 35 años, según cifras de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), y el aún frágil equilibrio entre su mayoría albanesa y sus minorías serbia, romaní, croata y bosnia, Kosovo dista mucho de ser un caso de éxito. Es más bien víctima del cáncer nacionalista que debiese servir de advertencia a la Europa del siglo XXI. Un cáncer que comenzó años atrás, con la muerte de Tito y el inicio del fin de Yugoslavia.

"Tito y la antigua Yugoslavia representan no sólo un pasado lejano en el que había relaciones familiares y políticas entre todas las naciones de los Balcanes, sino un pasado que no volverá".

JOSIP BROZ TITO

El presidente de Yugoslavia, Lazar Mojsov, “expresó el agradecimiento de los pueblos y nacionalidades de su país al pueblo de México y especialmente a los habitantes de su capital, por honrar la personalidad y la obra del presidente Tito, erigiendo un monumento que lo recuerda como revolucionario, estadista y protagonista de la política de la no-alineación. Esto representa un extraordinario gesto de amistad de los pueblos mexicano y yugoslavo”, puede leerse en el número 18 de la Revista Mexicana de Política Exterior, correspondiente a enero-marzo de 1988. Es un extracto del comunicado que en su momento dieron a conocer los gobiernos de México y de la República Socialista Federativa de Yugoslavia en octubre de 1987, en ocasión de la visita de Estado de Mojsov a nuestro país, por invitación expresa del entonces primer mandatario, Miguel de la Madrid Hurtado. En la misma visita ocurrió la inauguración de la estatua en bronce de tamaño natural que recuerda al otrora hombre fuerte de Yugoslavia. Colocada en el cruce de Paseo de la Reforma y la calzada Mahatma Gandhi, en el entonces Corredor de los Hombres Universales, a más de treinta años de distancia la efigie de Tito luce hoy descuidada e, incluso, fuera de lugar.

Ese sitio del Bosque de Chapultepec tiene alrededor hierba crecida, pasto quemado y árboles enfermos. Varias losas que forman la base de la estatua están quebradas, mientras alguna letras del nombre del homenajeado y los años de su nacimiento y defunción resultan difíciles de leer, aun para el ojo más avizor. “¡Sepa, joven!”, me responde don Hilario a la pregunta sobre quién es el señor de la estatua, encogiendo los hombros y levantando sus manos con las palmas hacia arriba, eso sí, sin soltar la escoba. El sexagenario, nativo del Estado de México, lleva un par de décadas trabajando como barrendero para el gobierno de la ciudad, con más de la mitad de ese tiempo asignado a los confines de Chapultepec. Pareciera que a Tito le hubiesen olvidado el mundo y la historia y que sólo le recuerden, entrañablemente, en la otrora Yugoslavia.

“Todo era mejor entonces”, me comparte, suspirando, Ana, mientras da otro sorbo a su café con leche en la terraza de la plaza Jelačić, en el corazón de Zagreb. La rubia mujer rasca los sesenta años pero aparenta muchos menos; maestra de formación, tiene presentes con enorme nostalgia los años previos a la guerra y al desmantelamiento del Estado federal. Pero Ana no es ni por mucho la única en experimentar esa especie de recuerdo agridulce por una época que ya no es.

“Un auto Yugo en buen estado se cotiza, al menos, entre 4 mil y 5 mil euros”, afirma convencido Bruno, un delgado veinteañero que trabaja en uno de los muchos hoteles boutique de la capital croata. El icónico vehículo producido durante los años del socialismo de economía abierta promovida por Tito se ha convertido ahora en objeto de colección, al igual que revistas, fotografías, libros o material promocional (o propagandístico) de la época. “Yugoslavia está de moda”, me dice convencido el joven hípster, nacido en la Croacia independiente, “y Tito también”, añade, contundente. Y es que Yugoslavia no puede entenderse sin Tito. Son claro ejemplo de ello su mano dura en los años de la posguerra y su firme rechazo a las intentonas soviéticas de Stalin por cuadrar el modelo balcánico con el propio; su visionario impulso a la Constitución federalista de 1974, que daba autonomía a Kosovo y a Voivodina y mesuraba los intereses de dominio centralista serbio; las guerras fratricidas que dieron el tiro de gracia a su creación política en los años noventa. Tampoco puede entenderse a Tito sin Yugoslavia; hijo de padre croata y de madre eslovena, ferviente promotor del paneslavismo meridional y del movimiento de los no-alineados, el partisano y mariscal fue producto de esa mezcla de culturas, religiones y razas, afianzada desde Roma hasta Bizancio y desde Austro-Hungría hasta el imperio Otomano, que supo tan bien aprovechar. Sin Yugoslavia no habría Tito y sin Tito no hay Yugoslavia.

Se le recuerda desde su pueblo natal, en la actual frontera entre Eslovenia y Croacia, hasta los confines de Kosovo con Macedonia, pasando por supuesto por el Belgrado que le sirve de reposo eterno. Pero a Tito se le tiene presente, sobre todo, en Sarajevo, porque lo que él y la antigua Yugoslavia representan no sólo es un pasado lejano y añorado en el que había relaciones familiares y políticas, económicas y sociales, entre todas las naciones y las religiones de los Balcanes, sino un pasado que no volverá a hacerse presente. Y eso es algo que todo bosnio sabe.

[caption id="attachment_964688" align="alignnone" width="696"] Tito con Winston Churchill y el ministro británico del Exterior, Anthony Eden, durante la Guerra Fría. Londres, 1953. Fuente: javirc.com[/caption]

HASAN

“Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Su mirada, el calor de su abrazo, su entereza en todo momento. Sus últimas palabras, ‘cuida de tu madre y de tus hermanos’, se repiten incesantemente en mi cabeza casi cada noche. Me apena no haber podido cumplir con esa encomienda”, me comparte Hasan con la voz entrecortada. No es la primera vez que cuenta su historia ni habrá de ser la última en que lo haga. Su testimonio y el de todos los demás sobrevivientes del genocidio ocurrido en Srebrenica tiene que alcanzar los oídos del planeta entero. El riesgo de que lo ahí sucedido en julio de 1995 se repita es demasiado alto en un mundo plagado por nacionalismos irracionales, como el causante de las matanzas en la Bosnia de la guerra durante la última década del siglo pasado.

A mediados de los años noventa, imágenes aterradoras plagaban los televisores y las primeras planas de medios de comunicación en todo el orbe, narrando el minuto a minuto del sitio de Sarajevo, la capital bosnia, el más largo y sangriento en la historia europea moderna. “¿Cómo puede estar pasando esto en el corazón del viejo continente?”, se preguntaban, respondiéndose al poco rato, analistas y comentadores. ¿Cómo era posible algo así en la misma ciudad que vio morir al archiduque austrohúngaro Francisco Fernando a manos del nacionalismo serbio, precipitando la Primera Guerra Mundial? ¿Cómo? Era la pregunta omnipresente, incesante, acuciosa y sin respuesta. Mientras Sarajevo se debatía entre la vida y la muerte, y los nacionalismos serbios y croatas hacían chocar sus egos derramando sangre por los fértiles campos de una Bosnia atrapada entre dos bandos, en el este del país, cerca de la ribera de las aguas color esmeralda del río Drina, una tragedia aún mayor e insospechada se estaba fraguando sin que nadie pudiese prevenirla. La muerte en Europa de nuevo, la muerte de Europa antes de tiempo.

Entre el 6 y el 13 de julio de 1995, cerca de nueve mil hombres bosnios de confesión mahometana, entre los 15 y los 65 años de edad, fueron masacrados de manera selectiva por fuerzas paramilitares serbo-bosnias en los alrededores de Srebrenica. Con la venia de Belgrado, el intento por erradicar su presencia del este del territorio bosnio constituye la mayor tragedia en el viejo continente desde el Holocausto y una mancha indeleble en la historia de la humanidad. Entre los muertos de ese desgraciado verano están el padre y los cuatro hermanos de Hasan. Los restos de tres de ellos siguen sin aparecer. Están perdidos en alguna de las fosas comunes que aún minan los campos bosnios en espera de sepultura y de tranquilidad, tanto para Hasan como para decenas de miles de familiares de otras víctimas. “No voy a poder olvidar, no debo olvidar”, reflexiona Hasan en voz alta y con la mirada vacía como las tumbas de esos casi dos mil muertos cuyos restos aún no han sido identificados, en el memorial abierto hace algunos años en Potočari para remembrar la masacre. Ahí el joven de cejas pobladas y ojos color de almendra, como otros sobrevivientes, funge de guardián.

"Me indica una construcción torpedeada con agujeros de bala y escondida entre la maleza sin cortar:  ahí es donde dieron el tiro de gracia a más de 300 hombres aquella semana. No podemos pararnos, a los serbios nacionalistas no les gusta , me aclara".

La República Srpska es una de las dos entidades políticas, junto a la Federación de Bosnia y Herzegovina, que componen al país balcánico y que fueron creadas tras los acuerdos de Dayton, los cuales dieron fin a la guerra bosnia y dividieron al país en zonas de influencia serbia y bosnio-croata. El bucólico paisaje de Srpska destella bajo la suave luz de la primavera. Rebaños de ovejas y de vacas pastan entre campos de margaritas y amapolas. Establos y granjas con tejados a dos aguas aparecen a cada lado de las sinuosas carreteras que bordean las montañas. Es un paisaje engañoso que no puede, aunque lo pretenda, esconder un pasado que es tan presente. “No sólo quemaron nuestras casas, quemaron nuestras vidas también”, reconoce Arna con un dejo de resignación mientras señala a la derecha una pequeña casa reconstruida de dos plantas, y recién habitada de nueva cuenta. Sus dueños, una familia musulmana que perdió a la mitad de sus miembros en la guerra, han decidido volver y se preparan para la primera cosecha de tomates y pepinos después de casi dos décadas.

Arna tiene 45 años, cabello corto y rubio, expresivos ojos azules y un rostro cansado, demacrado. “La gente se niega a aceptar lo sucedido (durante la guerra), continúa en la negación y esto contribuye a incentivar los sentimientos nacionalistas, lo que puede llevar a que la historia se repita”, argumenta la mujer bosnia, de fe musulmana. Luego de trabajar casi 17 años como facilitadora de diferentes programas de reconciliación interétnica e interreligiosa, financiados por la organización Catholic Relief Services en Bosnia, ahora dedica su tiempo a gestionar una agencia de ecoturismo. “Yo ya puse mi granito de arena, hice lo que pude, ahora les toca a otros continuar con el trabajo pendiente”, agrega con un relativo desánimo.

Mientras nos alejamos de Srebrenica, en dirección a Sarajevo, los campos, las granjas y el ganado dejan entrever una larga fila de autobuses y coches. Patrullas de policía y ambulancias vigilan ambos lados de la estrecha carretera, decenas de mujeres con pañuelos en la cabeza se acompañan unas a otras. Hombres jóvenes y muchos niños les siguen en procesión. “Hoy entierran a tres de los muertos en el genocidio, sus restos fueron identificados el mes pasado”, aclara Arna ante mi curiosa mirada. Más adelante, al lado del camino, me indica una construcción torpedeada con agujeros de bala y escondida entre la maleza sin cortar: “ahí es donde dieron el tiro de gracia a más de 300 hombres aquella semana. No podemos pararnos, a los serbios nacionalistas no les gusta”, me aclara casi en voz baja. A los nacionalistas, serbios o no, lo que no les gusta es reconocer al otro como propio, engrandecerse como país o como sociedad a través del valor de quien es diferente. Y desgraciadamente, en Serbia, en Bosnia y en toda Europa, esos nacionalistas abundan.

[caption id="attachment_964689" align="alignnone" width="696"] Miloševič pronuncia el discurso de Gazimestán, 28 de junio de 1989. Fuente: wikipedia.org[/caption]

JOSEPHINE

“Ahí, entre esas dos grúas y las chimeneas de la fábrica, está la columna. Con lo gris del cielo no es fácil identificarla”, apunta Josephine con la mirada y la voz hacia una indistinguible colina en lo que parece una zona industrial de las afueras de Pristina. La lluvia cesó su tregua y ha vuelto a cubrir con su primaveral espesor la capital kosovar y sus alrededores, incluido el obelisco en forma de torre conocido como Gazimestán. Fue erigido en los años cincuenta del siglo pasado para conmemorar la batalla de Kosovo, que de acuerdo con la leyenda llevó al sometimiento de la Serbia medieval por parte del ejército otomano del sultán Murad en 1389. Es un hito que por más de medio milenio ha marcado los destinos de las naciones balcánicas. Un monumento al nacionalismo, una cicatriz que sangra cada 28 de junio, día en que se rememora dicha justa militar.

En 1989, cuando se concretaban los preparativos para el 600 aniversario de la batalla de Kosovo, ya habían pasado casi diez años de la muerte del mariscal Tito y los efectos colaterales de una sentida crisis económica se hacían sentir desde la frontera con Austria hasta el lago Ohrid y la frontera con Grecia. Las discordancias entre las cúpulas de los partidos socialistas en cada una de las seis repúblicas que conformaban a la entonces República Socialista Federal de Yugoslavia no eran menores. Comandadas por las más septentrionales y, a la par, más ricas, Croacia y Eslovenia, las élites nacionales se resistían al empecinado programa de gobierno del entonces presidente serbio, Slobodan Milošević. Éste azuzaba a los socialistas de su país para virar la federación hacia un centralismo que reforzara el control serbio del aparato burocrático y del ejército, disminuyera la autonomía de las provincias de Voivodina y Kosovo, y echara atrás los avances alcanzados por la constitución de 1974.

“Seiscientos años después nos vemos inmersos en una nueva batalla que no es armada, pero podría llegar a serlo... una batalla que sólo podrá ganarse con determinación, valentía y sacrificio”, pronunciaba un Miloševič engrandecido aquel 28 de junio de 1989, ante una copiosa masa de gente reunida en los alrededores del Gazimestán. Esas palabras produjeron escalofríos entre los albano-kosovares, víctimas de duras represiones por parte del gobierno serbio en los meses anteriores; también desdibujaron las esperanzas de los eslovenos y croatas que seguían apostando por una Yugoslavia con mayores autonomías, pero que se mantuviera siempre federal.

El férreo nacionalismo expresado por Miloševič en aquel discurso le ganó numerosos adeptos en una Serbia que desde la muerte de Tito se sentía debilitada por el resto de las naciones yugoslavas; una Serbia sedienta de respuestas ante la indiscutible crisis económica que vio en las palabras de su presidente en turno y en el nebuloso recuerdo mitificado del campo de batalla de Kosovo, la respuesta a sus plegarias. Fue ese mismo nacionalismo serbio de Miloševič en Gazimestán el que abrió la caja de Pandora yugoslava, despertando los nacionalismos esloveno y croata, bosnio y kosovar, macedonio y montenegrino. Nacionalismos que en mayor o menor medida se convirtieron en el sangriento torbellino que habría de terminar con el legado de Tito y con el sueño yugoslavo.

“Yo aquí espero, soy atea y prefiero no meterme en donde no me corresponde”, me advierte Josephine a las puertas del monasterio de Dečani. Se trata de un santuario serbio ortodoxo del siglo XIV que posee algunas de las pinturas medievales más importantes del arte religioso eslavo y que a la par del monasterio patriarcal de Peć, también situado al oeste de Kosovo, es sede ancestral y espiritual de la iglesia serbia. Al monasterio lo resguardan dos unidades militares de la fuerza de mantenimiento de la paz que la OTAN continúa desplegando en el territorio kosovar, conocida como KFOR, la cual se reducirá gradualmente “hasta que las fuerzas de seguridad del país sean autosuficientes”. Al día de hoy no hay una fecha determinada para su salida.

Mientras descifro las inscripciones en cirílico de los cientos de pinturas que cubren los muros interiores de Dečani a fin de distinguir a San Juan Bautista entre otros miembros del santoral ortodoxo, escucho la ronca risa de Josephine desde el exterior. Es una risa áspera pero certera y profunda, producto de décadas de ser fumadora compulsiva y de años de sobrevivir a una Yugoslavia que no termina de desaparecer. Hija de croata y de eslovena, está casada con un bosnio de raíces rusas y vive en Kosovo desde hace 18 años, aunque trabaja en Macedonia y cada mes visita, sagradamente, su Belgrado natal. Josephine es el ejemplo mismo de lo que los nacionalismos de la exYugoslavia quisieron exterminar pero que la realidad se empeña en preservar.

La sonora risa de Josephine me hace pensar que, quizá, en un futuro, la lluvia en Kosovo nos dará de nuevo una tregua.