En diciembre de 1914, después de la entrada de las tropas villistas y zapatistas a la ciudad de México, Pancho Villa instaló su cuartel general y casa en la colonia Juárez, en la calle de Liverpool número 76. Él solía quedarse en su tren, pero esta vez quiso dar una señal de permanencia y de apoyo al presidente provisional, Eulalio Gutiérrez.
No creo que a Eulalio Gutiérrez le haya gustado el gesto: en realidad, estaba muy preocupado por el ambiente de violencia e impunidad que se respiraba en la capital —que Friedrich Katz llegó a llamar “Terror de la Ciudad de México”—, y que en parte se debía a las tropelías y ajusticiamientos que llevaban a cabo tanto zapatistas como villistas. Robos, secuestros y asesinatos eran la orden del día, y no parecía haber una autoridad que se diera a respetar. Hay que decir que las cosas no habían sido muy diferentes con otros líderes revolucionarios que antes habían ocupado la ciudad, pero el que portaba el sambenito de matón era Villa (él, Fierro y el compadre Urbina).
¿Qué hacía el revolucionario del Norte en una casona de la Colonia Juárez? El propio Villa se explica así, en palabras de Martín Luis Guzmán: “…si tomé la referida casa, que se encuentra en la parte donde moran las familias ricas, no en los barrios de los pobres, no fue por amor a la vecindad de los poderosos y sus comodidades, ni por desamor a los necesitados y sus infortunios, sino a impulsos de mi amistad: porque habiéndome ofrecido la referida casa un hombre de mi cariño, me hallé sin valor para despreciarla”. Las paredes de “la referida casa” (cuyo dueño era don Ángel de Caso) atestiguaron muchas escenas, conversaciones y entrevistas que resultan de gran relevancia para entender la personalidad de Francisco Villa en aquellos días de gran confusión. Mencionaré, muy de paso, un puñado:
— Villa mandó llamar a su cuartel general al padre de un niño que, por ayudarlo en la milpa, no estaba yendo a la escuela. Villa amenazó con fusilar al señor si no enviaba al hijo a clases. Le dijo que, si era necesario robar para mantenerse, que robara, pero que mandara al niño a la escuela o lo pasaba por las armas. Después de esa linda amenaza, le dio 500 pesos y lo dejó ir. A continuación ordenó a sus hombres que salieran a la calle a recoger niños pobres para mandarlos a estudiar a Chihuahua.
— A Villa le gustó mucho la cajera del restaurante del Hotel Palacio, a donde el norteño había ido a desayunar. Después de un par de días guiñándole el ojo, le entregó un mensaje en el que la invitaba a verse en privado. Al parecer, la cajera se asustó. Al día siguiente ya no estaba ella, sino la dueña del hotel, una francesa que, entre risa y risa, se burló del Centauro. ¿Qué hizo Villa? Se llevó a la dueña a la casa de Liverpool y ahí la encerró. El “levantamiento” de la francesa desató un pequeño escándalo internacional, y Villa acabó liberándola, no sin antes ordenarle que se fuera de México e intentar comprarle su hotel por 200 mil pesos.
— También lo fue a ver el capitán de un buque de guerra japonés. Las relaciones entre Japón y Estados Unidos no iban bien y podían desembocar en guerra. En representación del gobierno de su país, el capitán quería saber cuál era la posición que tomaría “el más grande hombre militar de México” con respecto al potencial conflicto. Villa, que tenía una gran relación con los gringos, respondió que nada sabía de los conflictos de Japón con Estados Unidos, pero que si este último país le pedía ayuda a México en caso de guerra, y él estaba “en las alturas de la gobernación”, la ayuda no sería negada, ya que era muy amigo del gobierno de Washington. El japonés salió de ahí con el rostro desencajado.
— Una visita más fue la del general zapatista Juan Banderas, conocido por todos como El Agachado. Banderas se quejó ante Villa de que, estando él preso en tiempos de Madero, el licenciado José Vasconcelos le ofreció sus servicios para sacarlo de la cárcel, le cobró un adelanto importante y luego desapareció. Ahora El Agachado quería quebrarse a Vasconcelos, flamante ministro de Instrucción Pública. Villa, de cartera fácil, le ofreció al zapatista el reembolso de su dinero, pero éste insistió en la primera opción. Por fin, Villa lo convenció de que él mismo hablaría con Vasconcelos, cosa que hizo al día siguiente en su mismo cuartel. Villa le aconsejó que abandonara su puesto si no quería que Banderas lo matara. “¿Y qué horas son estas en que un ministro del gobierno debe esconderse para que un general no lo mate?”, preguntó Vasconcelos. “Amiguito, estas son horas de lucha, no de leyes”, respondió Villa. Vasconcelos terminó refugiándose temporalmente en Pachuca.
— Un último encuentro en la calle de Liverpool fue con Felipe Ángeles. Éste le insistió a Villa que aplastaran a Carranza y a Obregón en Veracruz, donde estaban débiles y reagrupándose. Villa no le hizo caso. De haberlo hecho, el desenlace de la Revolución hubiera sido otro, y el de nuestra historia a partir de entonces, también.
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agp