Entre las tres o cuatro novelas indispensables sobre la segunda república y la guerra civil española está sin duda La forja de un rebelde, de Arturo Barea, una trilogía ajustadamente autobiográfica que comienza con una infancia en un Madrid de miseria, la “iniciación al hambre” dice Barea, sigue con el indescriptible horror de la guerra de África y concluye con la victoria de Franco.
Es mucho menos conocida su cuarta, última novela, La raíz rota, escrita en el exilio y publicada en Estados Unidos en 1951 y en Buenos Aires en 1955. Narra el viaje que nunca hizo Barea, el viaje de regreso a España de un exiliado en Londres, para reencontrarse con su familia: la esposa y los tres hijos, algunos antiguos amigos.
Es la España de 1949, es decir, la del franquismo más primitivo, avasallador y autocomplaciente, que ha sobrevivido a la derrota de Italia y Alemania en la segunda guerra mundial. Una España encerrada a piedra y lodo, ya sin la vaga esperanza de que los aliados derrocasen al régimen, poco a poco sin memoria, que todavía vive en el terror cotidiano de fusilamientos, delaciones y golpizas. Una España lóbrega, de hambre y piojos y silencio, de curas y soldados, una España que Antolín Moreno, el protagonista de Barea, no puede reconocer.
La trama resulta un poco forzada en algunos momentos porque Barea intenta hacer una “novela mural”, en que aparezca toda la sociedad española del primer franquismo: generales, curas, jóvenes falangistas, funcionarios, viejos republicanos, prostitutas, familias arruinadas, contrabandistas, porteras y policías… Inevitablemente, algunos de los personajes tienen sobre todo una función representativa, son ejemplares típicos, no del todo convincentes como personas concretas; no el coronel Caro o don Santiago, el sacerdote, ambos caricaturescos y ambos muy logrados, pero sí en ocasiones Conchita, la prostituta de buen corazón, por ejemplo.
Los defectos son superados, con creces, por la energía narrativa de Barea: una escritura directa, seca, sin énfasis, a ratos con la agilidad de una crónica. El panorama que describe es, desde luego, desolador. La pobreza lo condiciona todo, la pobreza y la violencia, que producen un aire enrarecido de negocios turbios, corrupción, amenazas y venganzas. El aire de un esperpento de Valle-Inclán. Se deja ver, en la vida cotidiana de Madrid, la voluntad de Franco de arrancar de raíz dos siglos de la vida intelectual y cultural de España.
Habla Barea de una generación a la que deliberadamente se cortó de su historia y que tuvo que aprender a sobrevivir en un mundo nuevo, entre el miedo y el oportunismo. Explica, en lo más prosaico e inmediato, el primer franquismo como proceso de demolición, sistemático, vengativo, implacable, de una violencia difícil de imaginar: con 10 fusilados diarios en promedio durante 10 años. Y el franquismo como proyecto de una sociedad enteramente distinta —por el imperio hacia Dios— cuyo resultado último fue tan irónico como el de todos los intentos utópicos, pero que duró 40 años.
La suerte de la novela de Barea, aparte de su contenido, dice mucho sobre lo que significa esa raíz rota de España. No volvió a publicarse, después de la edición argentina de 1955. La primera edición española, editorial Salto de Página, es de 2009.
No es lo mejor de Barea, pero sin duda es un libro importante, una reflexión narrativa de primer orden. Las dos o tres generaciones que hubiesen necesitado más esa mirada sobre su presente o su pasado inmediato, los jóvenes de los años 50 y sesenta, no pudieron leer el libro. Ni ése ni muchos otros. Más interesante aún, más revelador: los editores españoles de los años 80 y 90 no encontraron un buen motivo para publicarlo.
Mucho de lo que es hoy la sociedad española sólo se entiende si se toma en cuenta la devastación cultural, intelectual, moral del franquismo. Desde luego ha habido escritores notables, académicos, intelectuales de enorme valor civil: Jorge Semprún, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Fernando Savater, Jon Juaristi, Santos Juliá. La mayoría de los españoles se educaron de otra manera, orientados a preocuparse tan sólo del bienestar material en lo más inmediato, durante décadas, impedidos primero y olvidados después del diálogo con su propio pasado: con Azaña y Negrín y Prieto, con Machado, Aub, Chaves Nogales, Cernuda…
La sombría, amarga, novela de Arturo Barea termina con una nota de desesperado optimismo, con el jardinero del cementerio explicando que las raíces rotas no están muertas: “Si las metiéramos dentro, donde no está agria la tierra, y si les lloviera encima tres días, las nuevas raíces comenzarían a crecer”. Pero la tierra estuvo agria en España durante demasiado tiempo. La agitación reciente por la recuperación de la “memoria histórica” parece a medias pequeña política y a medias gesticulación. No se trataba de eso.
agp