Este devastador terremoto se produce en Chile en un gran momento de su historia, con sólo 9 por ciento de pobreza, crecimiento de 4.5 por ciento pese a la actual recesión económica y un gran sueño tiro de piedra: ubicarse entre los países más desarrollados del mundo antes de 2018.
Con 8.8 grados de intensidad, más de 700 muertos y millón y medio de personas sin hogar, se trata de un cataclismo de dimensiones homéricas, pero nada nuevo para Chile, donde con una regularidad siniestra se registra una sacudida colosal cada 25 años.
Ocurrió en Valdivia, 1960 (9.6 grados); San Antonio, 1985 (7.7 grados) y ahora Cauquenes (8.8 grados). Y antes, en Chillán, 1939, uno de los más mortíferos, mató a 30 mil. Pero es una maldición antigua, empezando a contar por el que destruyó Penco en 1751.
Parece la maldición de Sísifo, el personaje mítico descrito por Homero en La Odisea como obligado en el infierno a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera y, antes de alcanzar la cima, siempre pierde la carga y debe empezar de nuevo desde el principio.
Así que si alguien se encuentra preparado para renacer de las cenizas es un chileno: estar obligado a reconstruir cada cierto tiempo el país que con tanto esfuerzo edifica, le forjó un carácter férreo y un aplomo que le permite superar ingentes obs-táculos.
Por eso un sismo mayor que el del 12 de enero en Haití (7.3 grados) provocó menos daño en Chile, aplicado para luchar contra los sismos mediante exigentes normas constructivas, mejores materiales, servicios de emergencia eficaces y el mejor cuerpo de bomberos del mundo.
Y que aprendió a ser previsor: ahora no tendrá que endeudarse para reconstruir, pues cuenta con los recursos del Fondo de Estabilización de Cobre, en el que acumula las utilidades generadas por la exportación de ese metal y, hasta octubre pasado, atesoraba 25 mil millones de dólares.
El presidente electo, Sebastián Piñera, quien asume el cargo el 11 próximo, considera que ese dinero (equivalente al 15 por ciento del PIB) alcanzará para reconstruir medio millón de viviendas, hospitales y toda la infraestructura carretera y de telecomunicaciones.
Pero con lo único que cuenta en verdad Chile es con las cualidades de su pueblo, industrioso, impasible, resignado y estoico: como un chileno ilustre, Carlos Dittborn Pinto, protagonista de una anécdota que caracteriza a su gente.
Después de que el doble terremoto de 1960 arruinó al país, la FIFA estuvo a un tris de quitarle a Chile la sede del Mundial de futbol de 1962. Pero lo impidió una respuesta rotunda de Dittborn, titular del Comité Organizador, quien se irguió severo, formal, adusto y solemne:
“Porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo”.
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