Es difícil sacar algo en claro de las elecciones del pasado 4 de julio. Y es que la multitud de interpretaciones que ha circulado en la prensa durante los últimos días da para todo: “un retroceso importante” (José Antonio Crespo); “un gran paso en la maduración de nuestra democracia” (Enrique Krauze); “ejemplo notable” (Mauricio Merino); “elecciones aburridas” (Rafael Segovia); “elecciones de Estado” (Julio Hernández); “más buenas noticias que malas” (José Woldenberg); “alquimia política” (Epigmenio Ibarra); “estamos como hemos estado desde el fin del viejo régimen” (Macario Schettino); “luego del 4 de julio, el escenario es totalmente distinto” (Ricardo Alemán); etcétera.
Con todo, por encima de las previsibles divergencias en la interpretación prevalece una coincidencia en la perspectiva: mirar las elecciones locales básicamente en función de sus implicaciones nacionales, sobre todo de sus posibles significados con respecto a las elecciones del 2012, como si sus resultados anticiparan un pronóstico o revelaran cierta tendencia. Lo cual resulta harto problemático por dos razones.
Primero, porque buena parte del electorado mexicano ha dado repetidas pruebas de ser un electorado cada vez más complejo: que está atento a los acontecimientos; que evalúa sus opciones; que cambia sus preferencias; que divide su voto; que distingue entre la política local, estatal y nacional, lo mismo que entre candidatos y partidos. Es un electorado, pues, cuyo comportamiento en una elección de gobernador o alcalde no constituye automáticamente un indicio de lo que será su comportamiento posterior en una elección de presidente o diputado federal.
Y, segundo, porque las elecciones locales responden a una lógica propia: a trayectorias políticas heterogéneas; a distintas correlaciones de fuerzas; a climas de opinión diversos; en fin, a una serie de condiciones locales cuya especificidad es preciso tomar en cuenta para no incurrir en generalizaciones sin mucho sentido. Agregar sus resultados e interpretar las elecciones locales como si todas formaran parte de un mismo evento o fueran expresiones menores de un fenómeno mayor es renunciar a entenderlas en sus propios términos.
La cobertura que medios de comunicación y profesionales de la opinión han hecho de los procesos electorales de este año es un claro ejemplo de que la política local sigue siendo la gran ausente en la narrativa de la democracia, de que no sabemos dar cuenta de la complejidad de lo que está pasando a ras de cancha en este país, de que nuestra conversación pública no logra trascender eso que Joaquín López-Dóriga suele llamar “la arrogancia del altiplano”.
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